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Ése era un chiste que se hacía en Gardarás. El Saltón era la parte de la montaña con casales todavía medio aislados. Para los de Gardarás, era el mundo de lo remoto. Cuando alguien decía una blasfemia demasiado fuerte o hacía una cosa con torpeza, se le decía: ¡Ni que fueses del Saltón!

Pero Eloy me guiñó el ojo como si hablase en serio, con esa voz que tienen los juerguistas de la estirpe de los Jorobados.

¡Venga, hombre, vamos de mozas al Saltón!

Estaba medio borracho. Y yo también.

Yo ni sabía lo que era ir de mozas al Saltón. Iría tras ellas a cualquier parte.

Y entonces me acordé de Liberto.

Voy, dije, pero si nos llevamos a Liberto.

Eloy tardó un poco en entender. Contempló las brasas como si leyese una historia antigua y luego rompió a reír.

¡Liberto! ¡Pues claro que nos llevamos a Liberto!

Fuimos por carretera en el coche de Eloy y luego lo dejamos al abrigo de un seto de laureles.

Ahora es mejor ir a pie, dijo Eloy, siguiendo la ruta de las hogueras.

Y era cierto que desde allí se veían tres o cuatro fuegos como grandes luciérnagas centelleando en las faldas de la noche. Yo llevaba la maleta con Liberto.

En el primer lugar al que llegamos nos recibió un perro que ladraba sin mucha convicción. La noche de san Juan los perros ladran poco porque suele haber restos que roer alrededor de las fogatas. Junto al fuego, como guardianes de la noche, había solamente dos viejos que nos invitaron a licor café. Después de unos tragos y de saber que éramos de Gardarás, de tal y tal familia, nos preguntaron con sorna: Y entonces, ¿qué os trae por aquí?

¡Buscamos mozas!, dijo Eloy con la alegre resolución de un borracho.

¿Mozas, eh? ¡Pues mozas, buenas mozas las hay más arriba!, dijo el más socarrón, señalando lo alto.

Como navegantes atraídos por un faro, nos dirigimos hacia la siguiente fogata. Eloy propuso un atajo y nos metimos por un sendero. Enseguida nos dimos cuenta de que era un camino en desuso, invadido por las zarzas. Yo me abría camino con la maleta de Liberto, azotando aquella selva espinosa. Las circunstancias nos habían ido despejando y tuve la impresión de que la luna se reía de nosotros.

¿No sería mejor volver?, le dije a Eloy.

Ahora ya estamos llegando, dijo él sin aliento y con mucho amor propio.

No había nadie alrededor de la hoguera. Ni un perro.

íbamos a dar la vuelta y bajar hacia Gardarás cuando se encendió una luz y asomó por el quicio de la puerta un viejo con una linterna y un bastón.

¿Buscan a alguien?

¡Buscamos mozas, patrón!, gritó Eloy con descaro.

¡Pues aquí hay mozas!, dijo el viejo muy serio.

Había un aroma a fuego cansado que la brisa esparcía como polvo de luna. Yo me había quedado clavado en el suelo con la maleta, a la manera de un viajero que desciende en una estación sin nombre.

Eloy me empujó: ¡Avante, Don Juan!

Era una casa de labranza, construida en piedra, madera y pizarra, excepto el ladrillo a la vista que tapiaba los antiguos comederos que daban al establo de las vacas. Nada más entrar, te subía a la cabeza un aroma a verdura lavada, a leche recién ordeñada y a estiércol no lejano. Había una luz de película íntima, velada por el humo del lar, que respiraba en el rincón del fondo como un animal de cuento. Sentada en el banco de la chimenea había una vieja vestida de luto que cosía con la cabeza inclinada. Parecía que hacía una costura con el hilo de sus pestañas. Me fijé mucho en ella porque el patriarca de la casa nos guió hacia allí, junto al fuego.

El viejo dio unas palmas y gritó: ¡Niñas, bajad que hay visita!

En verdad, la muchacha que bajó tenía un rostro de niña, de manzana colorada. Su cuerpo, no obstante, era ya el de una mujer hecha, de pecho generoso y con los brazos desnudos y robustos. Pensé que sería capaz de besar con dulzura en la cama y después ir a segar en un santiamén la dura maleza de un monte. Nos sonrió con timidez y se sentó en el vano del lar, sobre la piedra, muy cerca de Eloy.

Se llama Lidia, dijo el viejo, acomodado en la mesa. Ahora llevaba gafas y se disponía a leer El Progreso. No sé por qué, pero en aquel momento sentí envidia de él. Debe de ser que también me gusta leer por la noche, cuando los demás charlan y tienen que hacer una red con palabras.

Pues sí, me llamo Lidia, dijo Lidia con una sonrisa de verbena.

¡María, baja, mujer, baja!, volvió a gritar el viejo sin apartar la mirada del periódico. Y luego murmuró: Baja, que no te van a comer.

Sin disimulo, Eloy y yo nos pusimos al acecho como cazadores de perdiz. Y a mí me dio un brinco de horror el corazón. Alguien bajaba, finalmente, por la escalera, y era el perfil de una sombra enlutada, la cabeza cubierta también por un paño negro. Por la forma de descender los peldaños, engurruñada, a punto de caer, parecía una gemela de la vieja chocha que cosía.

Es María, dijo la niña mujer con ojos de un brillo triste.

Eloy carraspeaba, como quien espanta la borrachera. También él tenía la noche atravesada en la garganta.

Viendo la fiesta estropeada, me acordé de Liberto. Abrí la maleta y lo cogí en brazos. Lidia soltó una risita nerviosa y Eloy miró para mí con una melancolía somnolienta y tristona. Noté en las entrañas el fuelle del aire y mi mano activó el alma de madera de Liberto.

Esperta e aviva corazón

que tes diante as flores de Saltón!

Por vez primera desde nuestra llegada, la vieja que cosía apartó la vista del paño y observó con curiosidad al muñeco.

Cosa, señora, cosa, dijo Liberto señalando de soslayo al viejo, concentrado nuevamente en la lectura. ¡Cósale el rabo al lagarto!

Ayudado por el humor de Liberto, vencí mi repulsión y busqué el rostro de la recién llegada. Sentí ahora que yo era el muñeco articulado al que alguien hacía temblar los labios. Por la pañoleta asomaban unos rizos castaños y sus ojos eran dos gemas verdes que destellaban en la penumbra. Se podría decir que no tenía edad y que era hermosa porque sí.

También el rostro de Eloy reflejaba el asombro de aquella extraña aparición. Aceptamos reanimados el café que nos ofreció la niña Lidia, a quien el calor del fuego había hecho madurar. Después, como si respondiese a una elección natural, Eloy y Lidia se enzarzaron a hablar y yo me quedé frente a frente con María. Hechizado. Le dije cuatro tonterías. Que era de Gardarás, pero que me había criado en la ciudad y que estudiaba Filología.

¿Por qué estudias eso?

Porque me gusta la historia de las palabras, dije algo avergonzado.

¡Las palabras!, exclamó ella. Y luego murmuró: Les feuilles mortes.

Yo sabía lo que ella había dicho, lo entendía, pero no podía entender que ella lo dijese.

¡Eso es francés!, comenté con asombro.

Sí, dijo ella con una sonrisa triste, eso es francés. Por un instante, guardó silencio, como ausente. Y más tarde añadió: Yo estuve mucho tiempo en París, ¿sabes?

¿De emigrante?, pregunté aturdido.

Claro. ¿De qué iba a ser? Limpiadora. Fregona. ¿Fumas?

Eloy sí que fumaba. Le pedí un pitillo con urgencia. María lo cogió con los labios y lo encendió con un tizón del fuego. Exhaló una nube de humo y después tosió. Muy fuerte, como si le estallase el pecho.

¡No fumes, María!, gritó como una orden el viejo desde la mesa. ¡Sabes que no puedes fumar!

Ella tenía ahora los ojos enrojecidos y hermosos como dos llamaradas verdecidas. Pero la piel de su rostro era pálida porcelana con pecas de color café.

Así que estudias Filología, dijo ella con una voz que parecía doblarse en su propio eco.

Sí, Románicas.

Románicas, claro. Debe de ser interesante.

Y luego, ajena a mí, ajena a todo, hipnotizada por las llamas, María cantaba en voz baja:

En ce temps-lá la vie était plus belle Et le soleil plus brulant qu'aujour d'hui. Les feuilles mortes se ramassent a la pelle…

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