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John Abreu saboreó otro trago de aquella pócima.

Le voy a ahorrar detalles. Arruinado, abandonado incluso en su cuidado físico, una noche se pegó un tiro en la gran rosaleda de Nueva Jersey.

¡Esto está muy oscuro!, dijo de repente mi anfitrión. Había una sola lámpara encendida y la noche se proyectaba en grandes sombras de flor sobre las paredes. No me pareció apropiado hacer preguntas. Él cogió de la mano a Josefina.

Ya ve, dijo Abreu, he vuelto para cultivar rosas. Es todo lo que sé hacer. Pero creo que he vencido a la fatalidad. He encontrado mi rosa azul.

A pesar de los focos, en el exterior, al despedirme, Abreu y Josefina me parecieron dos lánguidas criaturas subacuáticas.

No era Creta, gritó cuando me subí al coche. La isla que perfumaba de rosas el mar era la de Rhodas.

Salí de la Malmaison en dirección A Coruña por la carretera de la costa. Era una noche de niebla espesa que mataba a dos palmos la luz de los faros. Por eso, cuando aquellos dos faros se me echaron encima y escuché un último estallar de cristales, pensé que era mi propio coche que había chocado con un espejo. Recuerdo que pasé aquella noche soñando que iba flotando, bocarri-ba en medio del mar, y que olía a colonia. De repente, mi cabeza tropezaba con algo blando, como medusa. Palpé con las manos. Era mi cuerpo muerto.

Me desperté angustiado por la anestesia y sólo supe que estaba vivo cuando ella, mi Josefina, pequeña, delgada e inquieta como maestra de párvulos, se acercó para darme un beso de rojo geranio.

Mi pobre loco, ¿por qué te dejaría marchar de noche con semejante niebla?

El nido de amor

El hombre iba delante, abriendo las ventanas con aire descuidado. Y también ellas, las ventanas, correspondían con una pereza de madera vieja y artrósica, a la que le afectan mucho los cambios de estación. Cuando alguna de las contras se resistía, el hombre reaccionaba con gruñidos de malhumor de tal forma que su refunfuñar tenía una naturaleza semejante al chirriar de las bisagras.

Pero la luz, que de repente iluminaba la casa con la avidez de quien lleva años a la espera, obró el milagro de que la mujer propietaria, hasta entonces una sombra silenciosa, se volviese locuaz, como un sonámbulo que despierta. Y ahora recorría la estancia sacudiendo el polvo y los fantasmas con la urgencia excitada de quien reconstruye los fotogramas de una valiosa película deteriorada y olvidada.

En medio de esa alianza de luz y pasado, nosotros éramos seres extraños, ocupantes involuntarios de una nostalgia ajena. Luisa y yo ya habíamos compartido esa sensación con anterioridad, en nuestra obstinada y esperanzada ruta inmobiliaria Pareja joven busca nido de amor.

Algunos propietarios enseñaban su casa con la distante seguridad de quien ya había enconirado mejor cobijo, liberándose así de un territorio que ahora les resultaba inhóspito. Pero otras mostraban en sus rostros y en la manera de guiarnos una inquietud culpable, arrastrando en sus pies, por el pasillo, una pesada cadena de resistencias y censura. Entonces nos sentíamos profanadores, cómplices de un acto de traición.

La mujer repentinamente habladora llenaba la vieja casa de gente ausente, de laboriosos difuntos. Una abuela que bordaba en la galería, acompañada por la sinfonía de un canario enjaulado. La criada coja que barría la cocina y bailaba solitarios tangos con la escoba. Las niñas que se probaban los trajes de fiesta de su madre, adornados de brillantes abalorios, y coqueteaban con el espejo.

La mujer propietaria iba abriendo con emocionado temblor las puertas de aquellos desvencijados armarios como si fuesen páginas de una vieja enciclopedia escolar. Estaban vacíos. Solamente había, en uno de ellos, un lecho de papeles roídos. El nido abandonado de una rata. La mujer cerró con espanto la puerta y regresó a su silencio. El hombre aprovechó aquella pesarosa retirada de la dueña para informarnos con rutinaria frialdad de las características de la vivienda.

¡Ah, me olvidaba!, dijo con hastío. Arriba vive una inquilina. Muy vieja. Y además está muy enferma.

Y sentenció, con el gesto de quien decreta una máxima pena: No causará problemas.

Después de esto, nos pareció oír un adiós agónico y que un sonido de réquiem traspasaba el techo y una anciana ánima, junto con el viento, golpeaba con sus alas en el tejado.

Disciplinados, conteniendo nuestro asombro, tomamos nota de la superficie y dibujamos un sencillo plano. Luego intentamos apresurar la despedida.

Esperen. Nosotros también nos vamos, ordenó el hombre con la sequedad de quien lleva un uniforme bajo la piel.

Fuera, en la calle, la mujer miró con añoranza la fachada: ¡Siempre era la primera en recibir la luz del alba! Es la casa ideal para dos enamorados.

Creo que el hombre comprendió que no volveríamos. Miró para su frágil mujer con una extrañísima mezcla de odio y amparo. Y luego, como si viniese de firmar un bando de guerra, se dirigió a nosotros: ¡Tonterías! El amor no existe.

Seguiremos buscando.

O'Mero

Visito a Luzdivina. Hay que aumentarle la dosis.

Fuera, en la calle, junto a un parterre con ca-melio, hablo con su marido. Me dice que qué tal. Yo le digo que hay que estar preparado. Y él asiente: Claro, si no come es que…

Es gordo como un tonel. De hecho, anda dificultosamente. Se balancea al desplazarse.

Se llama O'Mero [12]. Apodo marinero. Me cuenta que engordó de repente, de un día para otro, tras dejar el mar. Como si lo hinchase el aire. Que antes era delgado y fibroso. De cuero curtido.

Yo tengo la culpa, afirma de repente.

¿La culpa de qué?

De su enfermedad.

Le dejo hablar. Cuenta que pasó toda su vida en el mar, siempre con ella en el pensamiento. Todos los días le dedicaba un tiempo a la foto de Luzdivina, como si le hiciese el amor. Y cuando volvía era la felicidad. Suele haber problemas, pero éste no era su caso. Estaban de verdad hechos el uno para el otro. Aquella mujer era un regalo de la vida que él no se merecía.

Todo iba bien, como la seda, hasta que se embarcó al atún en Madagascar. En Diego Juárez conoció a Beatrice.

Las mujeres allí, sentenció O'Mero, son las más lindas del mundo. Mestizaje entre India y África. Cuando llegas de la temporada de pesca, hay un lote de mujeres esperando por el barco. Es mucha la pobreza. Se van contigo por la comida y poco más. Y eliges. Eso sí, no se te ocurra despreciar a la elegida. Yo no quería, pero también elegí. Tiró de mí con la fuerza de su mirada. Tenía un arco iris en los ojos. Era muy joven, una chava-lita que llevaba una criatura de la mano. Mientras ella hacía vida conmigo en el barco, el niño esperaba en el muelle, sentadito, obediente y callado. De vez en cuando, ella bajaba y le daba comida de la que hacíamos. Le pregunté si el pequeño era su hermano. Y ella me respondió sombría: El crío es mío. No quise saber más.

Cuando estaba en el mar, busqué la foto de Luzdivina, pero lo que yo veía era el rostro de Beatrice. Se me había metido en el seso, con su piel de aceituna y sus ojos de arco iris, y no había manera de apartarla. Volvimos a las dos semanas y allí estaba, esperándome, con la criatura de la mano.

Nosotros no teníamos hijos. Se nos había muerto uno recién nacido, de ángel. Y no quisimos volver a pasar por aquella tristeza.

El caso es que volví a estar con Beatrice. Con ella a mi lado, perdía toda voluntad. ¡Qué cosa más linda! Era linda como un pecado. Y yo pensaba: la vida hay que vivirla. Pero luego en el mar me entró una tremenda desazón. Aquello que estaba haciendo era un crimen. O dos. No podía comer ni dormir. Y no me atrevía a mirar la foto. Cuando me decidí, no la encontré. Desde entonces cada vez que llegábamos a Diego Juárez, que ellos llaman Antsiranana, no salía del barco. Miraba por el ojo de buey del camarote y allí estaba Beatrice en el muelle con la criatura de la mano. Me iba a volver loco, así que hablé con el patrón, desembarqué, cogí el avión en Antananarivo hacia París y luego regresé a casa.

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