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En la barra del bar estaba Corea. Era un bebedor solitario, que no se metía con nadie. Pero en lo poco que hablaba, incluso cuando quería ser amable, le salían apocalipsis por la boca, que decía con una voz grave, como paladas de tierra. Por eso, cuando se acercó a Fontana, nos pusimos en guardia. Pero Corea le puso la mano en el hombro y le dio un pésame sorprendente: A los muertos hay que dejarles ir. No hay que tirar de ellos hacia abajo. Hay que abrir un teja en el tejado. Y que el alma busque su sitio.

Sin más, Corea se fue hacia la barra, bebió el trago que le quedaba, pagó la ronda y se marchó por la puerta sin despedirse.

Por un tiempo, nos quedamos mudos. Es una hermosa oración, dijo por fin O'Chanel.

La mejor, añadió Fontana pensativo.

Va un brindis por el alma.

¡Por el alma!

Es cierto, dijo O'Chanel. Es cierto que hay cosas que tienen alma. O dicho de otra manera, hay sitios en los que se posan las almas como los pájaros en las ramas.

O'Chanel siempre tenía un cuento en la recámara para tapar los tiempos muertos. Sólo necesitaba un trago para, según decía él, mojar la prosodia. Había emigrado a Francia de joven, en uno de esos trenes que salían atestados de Galicia.

Y le había ido bien. Oye, tú, ¡yo colocaba guardabarros en la Renault!, decía como un mariscal victorioso. Incluso contaba que había estado sentado con un filósofo célebre en la terraza de un café a la orilla del Sena y que el filósofo había tomado notas de cuanto él le decía. Por supuesto, aseguraba O'Chanel, antes me pidió permiso. ¡Ése sí que es un país con cultura y educación! Y es que a veces le entraba nostalgia del revés: ¡Aún he de volver a París! Un hombre con prosodia allí es un galán.

Yo, una vez, dijo ahora O'Chanel, una vez me comí un alma.

Y miró a su alrededor, uno por uno, como quien pide tiempo antes de ser contrariado.

De niño, en los tiempos del hambre, mi madre me mandó con la cartilla de racionamiento. A ver qué daban. Siempre daban poco, pero cualquier cosa que entrase en la casa del pobre era un manjar. Nosotros vivíamos en la aldea, pero no teníamos tierras. Mi padre, ya sabéis, era obrero. Los labradores aún se iban arreglando. Venían los de Abastos, rapiñaban todo lo que podían, pero siempre había algo que echar al puchero. Pero el nuestro, las más de las veces, sólo tenía un hueso para darle sabor al caldo de verdura. Y éramos muchos en la familia, una rueda de polluelos alrededor de la madre. Cuentas esto ahora y se ríen de uno, pero vosotros sabéis que era cierto.

Pues bien, mi madre me mandó con la cartilla. Me dijo: Anda, a ver qué dan.

Salí por la mañana temprano. Tenía que andar cinco kilómetros hasta Cambre. Dejé atrás la casa, oscura y ahumada, porque las desgracias nunca vienen solas y el fuego arde mal, se hace perezoso cuando no tiene sustancia que cocer. Dejé atrás a mis hermanos, una letanía coral de llanto y tos. Y el día, por fuera, era como la casa por dentro. Con una niebla pegajosa, una roña fría y tristona que envolvía todas las cosas y se te metía en la cabeza. Había algunos pájaros en ramas y cercados, pero todos parecían estar de luto, ensimismados y con el capuchón fúnebre. El camino estaba enlamado y yo buscaba apoyos de piedra para no empapar los zuecos, pero a veces resbalaba, hasta que el barro me llegó a los tobillos y entonces me despreocupé, y me metía en los charcos adrede, como animal de agua. Por los lugares que pasaba, la gente no parecía verme. Yo decía buenos días, miraban de reojo, pero no respondían a mi saludo. Era un niño invisible.

Así fue mi viaje hacia la barra de pan. Porque todo cuanto me dieron cuando mostré la cartilla fue una barra de pan.

Y volví abrazado a la barra. Para mí aquel pan tenía el color del oro. Ahora caminaba con mucho tiento, dando rodeos para encontrar el buen paso. Por nada del mundo podía resbalar y echarla a perder. Fue entonces cuando el hambre despertó. Yo la mantenía entretenida, adormecida, pero creo que despertó al sentir tan cerca el pan. Y, sin pensar, cogí un cuscurro. Y lo dejé ablandar en la boca, demorando, sin masticar. Me sabía a todos los sabores. A dulce, a caramelo, a maravilla. Y ya noté que el día estaba clareando, con la niebla que se alejaba, deshilándose en los árboles.

Y los dedos siguieron agujereándole las entrañas, haciendo bolitas de miga. Andaban a su aire, sin que yo tuviese cuenta de ellos, y llevaban las migas a la boca como si fuese otro quien me las diese. Sí que era un bonito día. Nunca había reparado en los colores que tiene el invierno en Galicia. Con las violetas al borde del camino, los tojos que doran los montes, las flores de los nabales como inmensas alfombras palaciegas.

Otro bocado y los pájaros se ponen a cantar. El mirlo, el petirrojo, el gorrión, el reyezuelo, la collalba, el herrerillo, el pinzón, la alondra en lo alto. Alegres parientes que no emigran.

Otro pedazo de pan en el paladar y las campanas de Sigrás que se ponen a repicar. No era un sonido fúnebre, como acostumbraban en aquel tiempo. Era un repique festivo, que recorría los campos como una alborada.

El mugir de las vacas y el canto de los gallos parecían himnos de abundancia y de vida. Un viejo apilaba estiércol en el carro, llenando la mañana de un aroma cálido que olía a las cosechas futuras, a cachelos cocidos y a borona, e incluso a las sardinas del mar.

¡Buenos días, chaval!, dijo Vulto, el viejo vecino que nunca decía palabra. ¡Feliz Navidad!

Aquel saludo cariñoso tuvo el efecto de una bofetada. Vulto era mudo y la Navidad había pasado hacía un mes.

Miré hacia abajo. De la barra sólo quedaba un polvo de harina en el gabán. Ante mi casa, lo sacudí como quien sacude un pecado. Abrí la puerta y una docena de ojos, en aquella cueva ahumada, miró con brillo de ansia para mí.

¿Qué te han dado?, preguntó mi madre.

Un pan, dije, una barra de pan.

Para no retrasar más la penitencia, añadí a continuación: Me la he comido entera por el camino. Y dejé caer los brazos, acercándome a ella con desazón, deseando que me golpease muy fuerte.

Mi madre me miró de frente, como quien se pregunta en qué momento se estropea la obra de Dios. Pero luego me acercó a su vientre y me secó la cara con aquel delantal que tenía, estampado en flores de manzanilla.

Y mi madre dijo: ¡Has hecho bien, hijo, has hecho bien!

La rosa de piedra

Chove en Santiago, meu doce amor…

De Seis poemas galegos,

de FEDERICO GARCÍA LORCA

Mireia tiene un tic. De repente, con el aspa de la mano, aparta el aire de los ojos.

En el pasillo del aeropuerto, los pasajeros que se cruzan podrían pensar que la chica de chaleco y bolsa de fotógrafo al hombro, con cierto peso, por la escora del cuerpo, sólo intenta despejar la mata de pelo rebelde que le estorba la vista. Pero el gesto es demasiado brusco, como si la mano no fuese aspa sino garra que araña con rabia el aire. Para apartar el cabello, bastaría un soplo acompañado de un leve meneo que, por otra parte, es lo que Mireia hacía con naturalidad antes de que el mundo se poblase de moscas y de ese olor espeso que se pega a la piel como grasa de una maquinaria barata. El olor de la muerte pobre.

Mireia tuvo conciencia de ese tic por vez primera ante un espejo en un hotel de Kigali. Anotaba impresiones en su diario. Sintió que su energía para escribir se iba extinguiendo como el grosor de la tinta hacia el final de la carga, cuando el plumín, al secarse, envidia la dureza de un cincel. Cada palabra requería el esfuerzo de un petroglifo. Escribió: Los niños ni siquiera tienen fuerza para pestañear. Y añadió: Ya no imploran, ni expresan nada, ni siquiera el pánico, pues las moscas les secaron las lágrimas y el brillo de los ojos. Entre cada cincelada, sobreponiéndose a su propia pesadez, la mano oscila ante la cara como una palma de mimbre trenzado.

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