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Todo el domingo lo pasó al acecho porque el enjambre había empezado a barbear. Las abejas se arremolinaban en la piquera de la colmena. Debe de haber una nueva reina, pensó, y la vieja no tardará en marchar con todo su séquito de obreras.

Durante mucho tiempo, le había contado su padre, no se sabía cómo nacían las abejas. ¿Sabes por qué? Porque pensaban que la reina tenía que ser un rey. No les cabía otra cosa en la cabeza, ni siquiera a los más sabios. Escribían tonterías como que los enjambres nacían de los vientres de los bueyes muertos. Hasta que los sabios cayeron de la burra. Y hay otra cosa muy curiosa que debes conocer, dijo su padre bajando la voz en confidencia. La reina no nace reina. Las obreras eligen una larva y la alimentan con jalea real unos días más que al resto. En realidad, cualquiera de las abejas podría ser una reina. ¿Y a los zánganos? ¿Por qué matan a todos los zánganos?, preguntó el niño. Porque son unos vagos, como los chupatintas de la ciudad, dijo riendo el viejo Chemín.

El domingo casi no pudo dormir. En sus sueños, la bola del enjambre salía volando a media altura como un globo y él, como en una inquietante película cómica de Charlot, braceaba y braceaba intentando hacerse con él. Se levantó temprano con esa inquietud y después de mojarse la cara con agua fría se dirigió hacia la colmena. En efecto, las abejas apiñadas formaban una gran madeja a punto de desprenderse. Fue corriendo a coger un cesto y justo cuando lo tenía al alcance de la mano vio como el enjambre despegaba en un vuelo compacto y deshilacliado a un tiempo. Fue a parar a la primera rama que encontró en su camino, la más baja del nogal. Chemín se acercó muy lentamente, pero su corazón latía como la muela de un molino. No era miedo. El sabía que las abejas, cuando vuelan en enjambre, van cargadas con tanta miel que no pueden picar. Fue levantando el cesto y a medio camino pudo ver cómo la bola despegaba de la rama y retomaba el vuelo. Esos segundos que quedó pasmado, sin reaccionar, fueron definitivos. El enjambre salvó el seto y se fue a posar en uno de los árboles de la huerta sombría de los Gandón. Y entonces apareció él, como un cazador al acecho. El hombre silencioso se quitó el chaquetón de cuero de becerro, envolvió el enjambre como si atrapase un sueño alado en el aire y se fue hacia las viejas colmenas vacías.

Chemín dormía despierto. Desde la planta baja llegaba el sonido de las canciones. Que o mar tamén ten mulleres, que o mar tamén ten amores, está casado coa area, dalle bicos cantos quere. Este mediodía había ido andando al pueblo. Quería espantar aquel pensamiento que le perforaba la cabeza con un zumbido terco e hiriente. Siempre había sido un hombre sensato. Razonó por el camino. Gandón había actuado de acuerdo con una ley no escrita. Podría haber sido cualquier otro. Un enjambre que abandona la colmena pertenece a quien lo atrapa. No era un robo. Pero el zumbido insistía e insistía, traspasándole la cabeza de sien a sien. No podía evitar considerarlo un acto de hostilidad. Un desafío de guerra. ¿Qué sabía Gandón de abejas? Su familia no había sido capaz de mantener aquellas colmenas. La peste, el mal de aire, qué demonios, lo tenían ellos dentro del alma. Al pensar en la miel del enjambre cautivo, Chemín notó en los labios un sabor hasta entonces desconocido. Una miel amarga.

Iba a la búsqueda de viejos amigos con los que charlar y distraer el zumbido que le atormentaba. Pero al llegar a la taberna Lausanne buscó una mesa en el rincón y apartó la mirada del bullicio. Con cartas invisibles jugaba un solitario sobre el mármol de la mesa. ¿Qué habría pasado en aquel instante por la cabeza de la vieja reina? ¿Por qué el enjambre abandonó la rama del nogal, aquel nogal que se había plagado de nueces cuando él nació? Un minuto antes todo tenía sentido. Miró el reloj. Se había hecho tarde. Ya estarían llegando los invitados. Si pudiese, se perdería en el monte hasta la noche. Pensaba en su propia fiesta como en la de un extraño. Al levantarse, se dio cuenta de que había bebido más de la cuenta. El zumbido chispeó como una lámpara floja. Se le había extendido por todo el cuerpo a la manera de un dolor antiguo. Cuando se acercó a la barra para pagar, el tabernero, emigrante también en su época, le dijo que no debía nada. Lo tuyo está Okey, Chemín. Entonces ¿invita la casa? Gandón. Lo tuyo lo ha pagado Gandón. Le advertí que eran cuatro vasos. Pero él respondió que daba igual, que cobrase todo. Que un día era un día.

En vez de ir por la carretera, Chemín se echó a andar por un atajo que llevaba a la aldea atravesando el bosque y los prados. La frescura de la arboleda le alivió el zumbido, pero después, en los herbales, un sol impropio de aquel tiempo, navajero, le removió como tizón el enjambre. Hizo visera con la mano y miró hacia la aldea. Esa distancia entre aldea y pueblo había ido cambiando a lo largo de su vida. De pequeño le parecía un atlas. Después se fue acortando hasta convertirse en un tiro de piedra. Ahora volvía a las dimensiones de su infancia, pero de otra forma, como si los guijarros fuesen pedazos de hueso.

En medio del camino, más tirado que recostado, un bulto jadeante, se encontró a Gandón. Se cruzaron las miradas. La del hombre acostado, con la cabeza apoyada en el ribazo, era una mirada de angustia, con el blanco de los ojos enrojecido y lloroso. Tenía una mano en el pecho, a la altura del corazón, y se frotaba como un alfarero la masa de arcilla.

Es el vino, murmuró Gandón, le echan mucha química.

El gesto de su cara era una mezcla de ironía y dolor.

Sin decir palabra, Chemín le ayudó a levantarse, pero cuando el otro intentó sacudirse el polvo de la chaqueta, volvió a derrumbarse. Chemín lo agarró con un gran esfuerzo por la cintura, pasó el brazo de Gandón por encima de su hombro y echaron a andar casi a rastras. Pegados uno al otro, sudorosos, parecían respirar por el mismo fuelle con un silbido quejoso.

Cuando llegaron a la verja de la huerta de Gandón, éste hizo gesto de valerse por sí mismo. Permanecieron allí apoyados, cogiendo aire. Por fin, en silencio, Chemín siguió su camino.

Tienes que enseñarme a criar las abejas, murmuró Gandón.

Chemín no dijo nada.

Cuando llegó a casa, sus nietos corrieron a darle un beso y él les puso la mejilla con una mansedumbre inexpresiva, con la mirada en otra parte. Buscó su silla en la cabecera de la mesa y se dejó caer en silencio.

Ahora, en cama, en una vigilia de brumas, trata de reconducir el sueño.

Los dos niños bajan del cielo por un sendero, haciendo chocar los zuecos en los guijarros a propósito. Vamos a hacer una cosa, dice de repente el pequeño Chemín. Te doy mis lagartos, y así tú puedes entrar en el cielo. ¿Y tú?, pregunta el pequeño Gandón. Yo voy a pescar truchas a mano. Cuando tenga una, se la iré a llevar al santo de la puerta. Pero ahora ve tú delante.

¿Y tu amigo? ¿Por qué no ha vuelto tu amigo?, preguntó el santo Pedro tras recontar los amales.

Dijo que prefería ir a pescar truchas, explicó con inocencia el pequeño Gandón.

Así que ha ido a pescar truchas, ¿eh?, dijo enigmático el aduanero.

En cama, Chemín escuchó por fin la campana. Muy despacio, con el acento de un cantor ciego, la campana de la parroquia decía Gan dón, Gan dón.

Su hijo, su querido Yeyé, abrió la puerta de la habitación y le dijo en la penumbra: ¿Sabes, papá? Dicen que Gandón ha muerto.

Él abrió mucho los ojos para abrazar a su hijo con la mirada. Escuchaba su voz cada vez más lejos, por más que él se le acercaba y lo llamaba a gritos.

¡Papá! ¡Papá! ¿Qué tienes, papá? ¡Por Dios, papá!

Volaba, volaba envuelto en el terciopelo del enjambre. ¿Por qué dejaban la colmena? ¿Por qué las abejas no se quedaban en la rama del nogal? Quiso preguntar algo más, pero la vieja reina estaba sorda.

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