Manuel Rivas
Ella, maldita alma
Traducción y notas de Dolores Vilavedra
Agradecimientos
En memoria de mi madre, Carmina, a quien había prometido un libro sobre las formas y los lugares del alma. A mi padre. A mi hermano Paco, por una deuda impagable. A mis tías Pepita y Paquita, siempre alegres mozas de Corpo Santo. A Miguel Munárriz y José Manuel Fajardo, que escribieron la primera frase de «Ella, maldita alma». Al amigo Alfonso Armada, que en su Cuaderno de África me inspiró el personaje de la fotógrafa Mireia. El relato «La novia de Liberto» está dedicado a Rafael Azcona, que canturreó Les feuilles mortes, a Xesús González Gómez, noray gallego en Barcelona, y al pintor Alfonso Sanjurjo. Un recuerdo también para el mago Antón y su muñeco Facundo. O'Mero se me apareció después de una inolvidable conversación con Jaime Medal, curandero en los caminos del mar, que se comió una barra de pan y escuchó un loro en La Guaira.
Oh, where have you been, my blue eyed son? Oh, where have you been, my darling young one?
Bob Dylan
La vieja reina alza el vuelo
Una última atención necesitan aún las colmenas: la recogida de los enjambres que huyen cuando enjambran.
Esto requiere un cierto cuidado para no perderlos, ya que los enjambres pertenecen a quien los encuentra primero.
«Etnografía», XAQUÍN LORENZO,
de la Historia de Caliza
Aquella primavera había llegado adelantada y espléndida.
A la hora del café, por la ventana que daba a la huerta, Chemín contempló la fiesta de pájaros en el viejo manzano en flor. Durante el hosco silencio del invierno sólo acudía allí el petirrojo, picoteando como un niño minero sus sienes plateadas por el musgo, brincando por las ramas desnudas con su saquito de aire alegre y colorado. A veces también acudía el mirlo. Posaba su melancolía crepuscular, devolviéndole de reojo su mirada al hombre, y después huía de repente, desplegando las alas en un pentagrama oscuro.
También en el comedor había fiesta. Todos los años en esta fecha, el tercer domingo de marzo, celebraban el día de san José en la casa paterna de los Chemín. De hecho, habían sido las canciones de hijos y nietos las que guiaron su vista hacia el viejo manzano, desde su puesto en la cabecera de la mesa.
La brisa de media tarde abanicaba perezosamente los brazos artrósicos del frutal, que sostenían en vals el inquieto galanteo de los pájaros. Pero en la punta de las ramas los penachos de flor blanca temblaban como organdí de novia. Allí rondaban las abejas.
Papá, te toca, dijo Pepe, el hijo mayor. Era un buen guitarrista. Cuando estaban de moda los Beatles, él había sido de los primeros en toda la comarca en dejarse el pelo largo, y usaba unos horribles pantalones color butano, muy ceñidos y de pata acampanada. Había dado mucho que hablar a la vecindad y le pusieron de apodo O'YeYé. A él le llegó algún chisme cuando estaba de emigrante en Suiza. Vi a tu Pepe en la feria de Baio, le había comentado uno de la zona de Tines, recién emigrado. Y añadió masticando la sorna: por detrás pensé que era Marujita Díaz. De noche, con la rabia, Chemín pensó escribir una carta ordenándole a su hijo que fuese al barbero. Rumiaba las frases para meterlo en cintura y recriminarle a la madre su tolerancia, pero le dejaban en la boca un sabor agrio, de achicoria. Imaginó a Pilar, su mujer, abriendo el sobre con sus dedos rosados, pues siempre los lavaba cuando la sorprendía el correo. Leyó con los ojos aguados de Pilar la carta reprobatoria que le rondaba por el magín y fue entonces cuando le pareció una tontería, una bofetada borracha en plena noche.
Venga, papá, canta Meus amores. Sí, sí, que cante el abuelo.
Se preguntó si aquellas abejas que sorbían el néctar de las flores blancas del manzano eran de sus colmenas o si venían de la huerta de Gan-dón. Le gustaba el café caliente y muy dulce, pero la taza se le había ido enfriando entre las manos, distraído con la pantalla de la ventana.
¡Meus amores! Aquella balada se la había enseñado un compañero de barracón en Suiza. No tenía mucha memoria para las canciones, pero aquélla le había quedado prendida como una costura de la piel. Le salía de dentro a modo de oración, como himno patriótico de las visceras, fecundado por la cena de patatas renegridas del barracón de emigrantes. Todos los años, desde que había regresado de Suiza y celebraban juntos san José, él cantaba Meus amores. Ya era un patriarca, el más viejo de los Chemín. Aquella balada brotaba como un manto de niebla que les unía a todos, también a los que se habían ido, en un más allá intemporal.
Dous amores a vida gardarme fan: a patria e o que adoro no meu
fogar, a familia e a térra onde nacín. Sen eses dous amores non sei vivir
Mediada la canción, notó el pecho sin aire como el fuelle hinchado de una gaita. No me encuentro muy bien, dijo por fin. Sabía que aquella reacción iba a ensombrecer la fiesta, como si alguien tirase del mantel y destrozase la vajilla de Sargadelos que Pilar guardaba como un ajuar.
Creo que me voy a echar un poco en la cama.
Era más de lo que podía decir. Tenía la boca seca y culpó de ello al café frío y amargo. Algo, una angustia forastera, le oprimía el pecho, clavándole las tenazas de las costillas en los pulmones. Pero, además, el enjambre de abejas le bullía en la cabeza con un zumbido hiriente, insufrible.
Pepe entendió. Su buen hijo, O'YeYé, con canas en la pelambrera rizada, rasgueó la guitarra y empezó a cantar una de las suyas, Don't let me down!, en un gracioso criollo de gallego e inglés, atrayendo la atención de los más jóvenes. Sólo Pilar le miró de frente, desde el quicio de la puerta, ella, la incansable vigía, con una bandeja de dulces en la mano.
Antes de bajar la persiana, en su dormitorio, volvió a mirar el manzano, aquel imán en flor. Luego reparó en la huerta vecina, la de Gandón. Como siempre, sólo era visible una parte mínima de aquel mundo secreto y eternamente som-brizo, oculto por un tupido seto de mirto y laurel. Solamente había un trecho en el que el muro vegetal descorría la cortina, y era en un lado en el que el saúco todavía invernaba escuálido, seguramente ensimismado en su médula blanca. Por aquellas rendijas Chemín podía entrever las corchas del colmenar abandonado.
Él y Gandón habían sido muy amigos en la infancia. Recordaba, por ejemplo, que juntos pescaban con caña los lagartos amales que amenazaban las colmenas. Era un arte difícil. Había que cebar el anzuelo con saltamontes y estar muy escondidos. Él sostenía la caña y Gandón, del lado contrario, le hacía una señal cuando el lagarto iba a picar. Las abejas estaban preparadas para luchar contra un invasor, lo mataban y embalsamaban para que no se pudriese dentro de la. colmena, pero aquel verano los lagartos parecían multiplicarse como un ejército glotón. Llegaron a atrapar dos docenas. Les pasaron un alambre por los ojos y se los llevaron colgando con el orgullo de quien ostenta un precioso trofeo. La piel del arnal parece una tira arrancada del arco iris.
Las familias de Chemín y Gandón no se hablaban, pero a ellos, mientras fueron niños, era algo que no los implicaba. Sólo había una cierta cautela al entrar en la casa del otro. Una vez, cuando los adultos estaban de faena, había jugado con Gandón en aquella huerta umbría. En un rincón estaban, amontonadas, viejas corchas que habían servido de colmenas. Mi padre dice que no tenemos buena mano con las abejas, explicó Gandón. Se murieron todas de un mal de aire.