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Es cierto, le dijo ahora su tío con voz ahogada por la enfermedad, es cierto aquello que me echaste en cara. Sus ojos de hielo tenían un insólito brillo de paz.

Siempre he sido un cabrón, dijo el tío Jaime, pero quiero contarte algo.

¿Es una confesión?, preguntó el sobrino en tono profesional.

¡No me jodas!, exclamó el tío Jaime volviendo al estilo que le era habitual. ¡Na me seas cura! Escucha, lo que tienes que hacer es escuchar. Tú sabes escuchar. Yo hice algo bueno, ¿sabes? Maté a cinco tipos.

Fermín lo miró con horror. No pensaba en las cinco muertes. Su tío era capaz de eso y de mucho más. Pensaba en la locura de confesarlo ahora. En la estupidez de interrumpir con ese arranque el curso natural de la muerte.

Tuvo el valor de decir: ¡Me importa un cara-jo lo que hayas hecho!

¡Escucha, Fermín, no seas tonto!, balbució el tío Jaime. Siempre has sido un poco tonto. Por eso te lo cuento, porque eres tonto y bueno. Escucha. Fue durante la guerra. Para mí, la guerra era la guerra. Procuraba apuntar bien, no lo dudes. No sé a cuántos maté del otro bando. Muchos, probablemente, dijo como abriendo un paréntesis de cazador bravucón. Pero lo que sí sé es a cuántos maté de mi bando. Cinco, exactamente. Los cinco que se ofrecían siempre voluntarios para fusilar a los prisioneros. Esperaba a que les tocase el turno de guardia y así, en plena noche, me los cepillé. Me los cargué uno a uno. A los cinco. Ni Dios podría saber que quien los mandaba al infierno era uno de sus oficiales.

Fermín miraba de frente el vaso de agua en la mesita.

Hipón afirma que el alma es agua. Aristóteles, en Acerca del alma, no le concedía mucho crédito a esta teoría. Según él, Hipón tenía una mentalidad algo tosca.

Diles que no hagan ruido, o que se larguen, dijo el tío Jaime mirando hacia la puerta que daba a la sala en la que se congregaban las visitas. No hay manera de morirse en paz.

Expiró esa noche. El tío Jaime tenía un hijo que lo odiaba. En su confusión, Fermín pensó que quizá aquella confidencia en realidad iba dirigida a su hijo.

Entre los de pensamiento tosco, Aristóteles también citaba a Critias. Para éste, el alma es la sangre.

Tu padre, le dijo Fermín al hijo de Jaime, Isaac, a la hora de los pésames, tu padre tenía, en el fondo, un buen corazón.

Isaac lo miró con incredulidad. Agradezco que vinieses, dijo. Él quería que tú oficiases el funeral. Insistió mucho, ya sabes cómo era. Lo siento por las molestias.

Por favor, no es molestia. Este viaje me ha venido bien.

Lamentó haber dicho eso. No se deducía en absoluto de su tono, pero para cualquiera que, como el propio Isaac, estuviese al tanto de la historia familiar, era como si el enterrador dijese: Lo siento mucho, pero hoy es un gran día.

Pero el hijo del difunto añadió, sin pizca de suspicacia: Eres muy amable, Fermín.

Cuando falleció el marido de Ana, y eso había sucedido un año antes, a punto estuvo de darse de puñetazos en los ojos para hacerles llorar. Hasta que asumió la realidad de que no estaba triste y pidió perdón a Dios.

Tales decía que el alma es un principio motor. Según esta suposición, el imán posee alma puesto que mueve el hierro.

Era cruel pero honesto reconocerlo. Desde aquel día había sentido que lo que había entre él y Ana era un campo magnético, y que el obstáculo que los separaba, y que respetaban fraternalmente, había desaparecido. Como una mota de polvo. En cada eucaristía, al acercarse a ella, ya viuda, para darle la paz, su piel de imán desprendía una declaración bélica, de deseo y conquista. En el tic del labio inferior pandereteaban, como renacidas, todas las metáforas del Cantar de los Cantares. Con una yegua de carros faraónicos yo te comparo, mi amada.

Había ido a Vetusta para darle el último adiós a un moribundo, antaño enemigo implacable. Aquella llamada de Jaime que vivió como una victoria. Y había ido con Ana. Pasaron la noche en un motel de carretera, en las afueras. Su primera noche.

El alma, pensó él sentado en la cama, mientras Ana se desvestía, es como un valle verde con un río orlado de abedules.

Después, el tic del labio inferior contagió a todo su cuerpo, a sus carnes blancas y asustadas. A media noche, insomne, tenía la sensación feliz de que había recuperado sus libros, pero luego, a medida que la luz definía los objetos y expulsaba los cuerpos de su refugio, le acosó un remordimiento viscoso y turbio como agua de un lamazal. Ana intuía lo que estaba pasando y se mantuvo en silencio. En el campo magnético había surgido un nuevo obstáculo, imprevisto y posiblemente invencible. Él mismo. En la habitación entraba, lleno de furor, el padre Escolano, y nuevamente le arrebataba los libros al niño.

Y luego están los que afirman que el alma es el frior, ya que el alma (psyche) deriva su denominación de psychron, que significa frío.

La confesión de Jaime le dejó trastornado. Estaba pagado de sí mismo, pero no tanto como para ignorar la amarga burla que contenían sus palabras. En el lenguaje de su tío, ser tonto era ser cobarde. Si eres bueno, Fermín, venía diciendo, es por tu cobardía y no por tu valor. Tu bondad empieza donde tu miedo.

Brotó otro recuerdo perturbador: El recuerdo de Xistra, la pelirroja de los Aneares. Ella había estado en Barcelona, emigrante, con un pasado que se le suponía agitado, y retornó con una cierta fatalidad en los ojos que no velaba del todo el brillo de la vida.

El alma de Xistra, pensó, era como un carcaj de flechas llevado en bandolera por una amazona superviviente.

Xistra abrió una taberna justo enfrente de la iglesia a la que Fermín había sido destinado. En cierta forma, ambos competían por el alma de los feligreses. Pero se hicieron amigos, no sin cierto escándalo. Sin embargo, pese a las habladurías, era una amistad pura. Él no estaba enamorado de Xistra. Admiraba sus gestos osados, su libertad. Adoraba su pelo rojo y rizado por la misma razón que adoraba las bayas del acebo que crecía silvestre en una sombra del bosque.

El obispo acudió a la montaña para la fiesta de la confirmación. Se celebró un gran banquete campestre. Las gaitas sonaron como gorjeos carnales de la tierra. Pero a los postres, cuando todos paladeaban el almíbar de los melocotones, se hizo un silencio y Mundo, el patriarca de aquel lugar, se dirigió a monseñor.

Tenemos un buen cura, señor obispo. Lástima que no esté capado como los bueyes.

Al día siguiente, Fermín tenía un nuevo destino.

¿Qué habría sido de Ana? El se marchó del motel como un fugitivo, como un marido putero al que su mujer esperaba haciendo punto de cruz ante el televisor. Recogió precipitadamente su cepillo de dientes, su ropa interior y no dijo palabra, con el sabor del salitre del pecado en el labio inferior.

Mi alma, pensó, son esas piedras amontonadas tras la catedral. Los dados de Dios. Un póquer fallido.

Braceó en el aire, espantando las motas de polvo. Y después entró en la Santa Basílica para oficiar el funeral.

Cuando alzó el cáliz con el vino de la consagración, descubrió a Ana entre los fieles. Atalaya davídica es tu cuello, bien guarnecida de almenas. Tus pechos son como crías gemelas de gacela pastando en los lirios.

Al beber la sangre de Cristo, notó el tic tembloroso, incontrolable, en su labio inferior. Ahí está, pensó. Ella, el alma. La maldita alma.

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