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– Tendrías que haber visto la cara de esa gente -continuó don Juan-. Divisé fugazmente sus gestos de consternación, mientras me caía el agua. Nadie había adivinado que ese diabólico nagual haría una cosa así.

Don Juan dijo que sinceramente creyó que eso era el fin de su vida. No sabía nadar bien; mientras se hundía hasta el fondo del río, se maldijo por haber permitido que le pasara eso. Estaba tan furioso que no tuvo tiempo de caer en el pánico. Sólo podía pensar en su resolución de no morir en ese pinche río, a manos de ese pinche desgraciado.

Sus pies tocaron el fondo y lo impulsaron hacia arriba. El río no era profundo, pero la creciente había ensanchado mucho su cauce. La corriente era muy fuerte y lo llevó, zarandeándolo, por un largo trecho. Y mientras él hacía lo posible por no sucumbir, tratando de que las aguas torrentosas no le dieran vuelta, entró en un estado de ánimo muy extraño. Comprendió cual era su defecto: él era un hombre iracundo. Su ira acumulada lo hacía odiar a todos cuantos le rodeaban y reñir constantemente. Pero no podía odiar al río ni pelear con él; no podía ni impacientarse ni irritarse con él, como lo hacía normalmente con todo y con todos. Lo único que podía hacer con el río era seguir su corriente.

Don Juan sostuvo que esa sencilla comprensión y el hecho de aceptarla desequilibraron el fiel de la balanza, por así decirlo, haciéndolo experimentar un libre movimiento de su punto de encaje. De pronto, sin darse cuenta en lo mínimo de lo que pasaba, en vez de sentirse arrastrado por el agua torrentosa, sintió que estaba corriendo por la ribera del río. Corría tan de prisa que no tenía tiempo de pensar. Una tremenda fuerza lo arrastraba, haciéndolo saltar a la carrera por sobre piedras y troncos de árboles caídos, como si no existieran.

Después de haber corrido, de tal desesperada manera, por un rato bastante largo, don Juan se atrevió a echar un vistazo al agua rojiza que pasaba en torrentes. Y se vio a sí mismo violentamente arrastrado por la corriente. Nada en su experiencia lo había preparado para tal momento. Comprendió entonces, sin depender de sus procesos mentales, que estaba en dos lugares al mismo tiempo. Y en uno de ellos, en el torrentoso río, estaba indefenso.

Toda su energía se aplicó a tratar de salvarse.

Sin saber exactamente lo que estaba haciendo, comenzó a apartarse de la ribera del río. Tuvo que usar toda su fuerza, y su determinación para desviarse dos o tres centímetros con cada paso. Sentía como si estuviera arrastrando un árbol. Se movía con tanta lentitud que tardó una eternidad en desviarse unos pocos metros.

El esfuerzo fue demasiado para él. De pronto ya no estaba corriendo, sino que caía a un profundo pozo de agua. Cuando se hundió en el agua, el frío lo hizo gritar. Y un momento después estaba otra vez en el río, arrastrado por la corriente. Su miedo, al verse en las aguas turbulentas, fue tan intenso que sólo pudo desear, con toda su voluntad, estar sano y salvo en la ribera. E inmediatamente estaba allá, otra vez, corriendo a increíble velocidad en dirección paralela al río, pero apartándose de él.

Mientras corría, miró otra vez hacia las aguas turbulentas y se vio a sí mismo, luchando por mantenerse a flote. Quiso gritar una orden; quiso mandarse a sí mismo a nadar en dirección oblicua, pero no tenía voz. Su angustia por la parte de sí mismo que luchaba contra el agua era tan insoportable, que sirvió de puente entre los dos Juan Matus. Instantáneamente volvió a estar en el agua, nadando oblicuamente hacia la orilla.

La increíble sensación de alternar entre dos lugares bastó para borrarle su miedo. Y cuando ya no le importaba su destino, empezó a alternar libremente entre nadar en el río, chapaleando hacia la orilla izquierda, o bien correr por la ribera alejándose del río.

Salió del agua después de haber recorrido unos nueve o diez kilómetros, río abajo. Allí tuvo que esperar, buscando refugio entre los arbustos, por más de una semana. Esperaba a que bajaran las aguas para poder cruzar vadeando, pero también esperaba a que su miedo disminuyera y a que acabara su sensación de ser doble.

Don Juan me explicó que la fuerte y sostenida emoción de luchar por salvar la vida había hecho que su punto de encaje se moviera justo al lugar del conocimiento silencioso. Como nunca había prestado ninguna atención a lo que el nagual Julián le decía sobre el punto de encaje, no tenía idea de qué era lo que le sucedía. Lo aterraba la posibilidad de no volver jamás a la normalidad. Pero a medida que exploraba su percepción dividida, descubrió que le gustaba su lado práctico. Era doble por días enteros. Podía ser plenamente el uno o el otro. O podía ser ambos al mismo tiempo. Cuando era ambos a la vez, las cosas se tornaban confusas y ninguno de los dos era efectivo; de modo que abandonó esa alternativa. Pero ser el uno o el otro le abría inconcebibles posibilidades.

Mientras se recuperaba, estableció que uno de sus dos seres era más flexible que el otro; podía cubrir distancias en un abrir y cerrar de ojos; podía hallar comida o los mejores escondrijos. Fue este ser el que en cierto momento llegó a la casa del nagual para ver si se preocupaban por él.

Oyó a los muchachos y a las muchachas llorar por él, y eso fue toda una sorpresa. Le habría gustado seguir observándolos indefinidamente, pues le encantaba la idea de averiguar qué pensaban de él, pero el nagual Julián lo descubrió.

Aquella fue la única vez en que el nagual le inspiró realmente miedo. Don Juan oyó que el nagual le ordenaba dejarse de tonterías. Apareció de súbito: un objeto en forma de campana, negro como el azabache, de peso y fuerza descomunales. El nagual lo sujetó, pero don Juan no hubiera podido decir cómo hacía para sujetarlo, aunque le producía una sensación muy dolorosa e inquietante. Era un dolor agudo y nervioso que él lo sentía, en el vientre y en la ingle.

– De inmediato, me encontré otra vez en la ribera del río -contó don Juan-. Me levanté, crucé vadeando el río, que ya no estaba muy lleno, y eché a andar hacia la casa.

Hizo una pausa y me preguntó qué pensaba de su relato. Le dije que me había horrorizado.

– Podría usted haberse ahogado en ese río -dije, casi gritando-. ¡Qué brutalidad, hacerle eso! ¡El nagual Julián estaba loco!

– Un momento -protestó don Juan-. El nagual Julián era un demonio, pero no estaba loco. Hizo lo que debía hacer de acuerdo a su papel de nagual y maestro. Es cierto que yo habría podido morir. Pero ese es un riesgo que todos debemos correr. Tú mismo podía haber sido fácilmente devorado por el jaguar, o podías haber muerto de cualquiera de las cosas que te he hecho hacer. El nagual Julián era audaz y autoritario y encaraba todo directamente. Nada de andarse con rodeos con él, ni con medias tintas.

Yo insistí que, por muy valiosa que fuera la lección, los métodos del nagual Julián me parecían extraños y excesivos. Admití que cuanto había oído decir del nagual Julián me molestaba tanto que me había formado una imagen muy negativa de él.

Yo creo que lo que pasa es que tienes miedo que uno de estos días yo te arroje al río o te haga usar ropas de mujer -dijo don Juan, echándose a reír a carcajadas-. Por eso es que no te cae bien el nagual Julián.

Admití que él estaba en lo cierto, y él me aseguró que no abrigaba la menor intención de imitar los métodos del nagual Julián. Dijo que no le funcionarían, porque, a pesar de ser tan falto de compasión como el nagual Julián, era mucho menos práctico.

– En aquel entonces yo no apreciaba su practicalidad -continuó-; y desde luego, no me gustó lo que hizo. Pero ahora, cuando me acuerdo de ello, lo admiro por su estupendo y directo modo de hacerme llenar los requisitos del intento y hacerme manejarlo.

Don Juan dijo que la enormidad de esa experiencia le hizo olvidar por completo al hombre monstruoso. Caminó sin escolta casi hasta la casa del nagual Julián, pero una vez allí cambió de idea y fue a la casa del nagual Elías, en busca de consuelo. Y el nagual Elías le explicó la profunda consistencia de los actos del nagual Julián:

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