El joven lo miró fijamente y luego le dijo que su trabajo consistiría en ser su ayuda de cámara y su asistente. No recibiría pago por eso, pero sí excelente comida y alojamiento. De vez en cuando habría trabajos pequeños para don Juan, trabajos que requerirían atención especial. El estaría a cargo de llevarlos a cabo personalmente, o de encargarse que otros los hicieran. Por esos servicios especiales se le pagarían pequeñas sumas de dinero, que serían depositadas en una cuenta que los otros miembros de la casa guardarían a su nombre. De ese modo, si alguna vez deseaba marcharse, dispondría de una cantidad en efectivo para arreglárselas.
El joven le puso en claro a don Juan que estaba libre para irse de la casa cuando quisiera, pero que si permanecía allí tendría que trabajar, y que aún más importante que el trabajo eran los tres requisitos que debía cumplir. Tenía que esforzarse seriamente por aprender cuanto las mujeres le enseñasen. Su conducta con todos los miembros de la casa debía ser ejemplar, lo cual significaba que tendría que examinar su actitud para con ellos cada minuto del día. Y tendría que dirigirse al joven, en la conversación directa, llamándolo nagual y, el nagual Julián, cuando hablara de él con una tercera persona.
Don Juan aceptó esas condiciones a regañadientes. Pero, a pesar de que se hundió inmediatamente en su habitual malhumor, aprendió con prontitud a hacer su trabajo. Lo que no alcanzaba a entender era lo que se esperaba de él en cuestiones de actitud y conducta. Y aunque no podía encontrar, por más que buscaba, un ejemplo concreto, creía francamente que esa gente le mentía y lo explotaba.
A medida que su carácter taciturno ganaba terreno, fue entrando en un permanente malhumor y rara vez decía una palabra a nadie. Fue entonces cuando el nagual Julián reunió a todos los miembros de la casa y les explicó que, pese a que necesitaba desesperadamente un ayudante, se atendría a la decisión de todos. Si no les gustaba el malhumor y la actitud desagradable de su nuevo asistente, tenían derecho a decirlo. Si la mayoría lo decidía, el asistente tendría que marcharse y vérselas con lo que le esperaba afuera, ya fuese un verdadero monstruo o una invención suya.
El nagual Julián condujo entonces a todos al frente de la casa y desafió a don Juan a que les mostrara al hombre monstruoso. Don Juan se los señaló con el dedo, pero nadie lo veía. Corrió frenéticamente de uno a otro, insistiendo en que el monstruo estaba allí, implorándoles que lo ayudaran. Todos ignoraron sus súplicas y dijeron que estaba loco.
El nagual Julián entonces puso a votación el destino de don Juan. El hombre insociable se abstuvo de votar. Simplemente se encogió de hombros y se fue. Todas las mujeres se opusieron a que él siguiera allí. Arguyeron que era demasiado sombrío y malhumorado. Durante la acalorada discusión, empero, el nagual Julián cambió completamente de parecer y se convirtió en su defensor. Sugirió que las mujeres estaban juzgando mal al pobre muchacho; quizá no tenía nada de loco y sí veía realmente un monstruo. Dijo que tal vez su actitud malhumorada era el resultado de preocupaciones. Y surgió un enconado debate. Se acaloraron los ánimos, y, en cuestión de segundos, las mujeres estaban gritándole al nagual.
Don Juan oía la discusión, pero ya nada le importaba. Sabía que iban a expulsarlo y que por seguro el monstruo lo capturaría para llevarlo a la esclavitud. En el colmo de la desolación comenzó a llorar.
Su desesperación y su llanto influyeron a algunas de las enfurecidas mujeres. La mujer en jefe propuso otra alternativa: un período de prueba de tres semanas, durante el cual todas ellas evaluarían diariamente los actos y la actitud de don Juan. Le advirtió a don Juan que, si alguien presentaba una sola queja sobre su actitud se lo expulsaría definitivamente.
El nagual Julián, con una actitud muy paternal, se lo llevó a un lado y le dijo algo que lo dejó frío de terror. Le susurró en el oído que él estaba seguro, no sólo de la existencia del monstruo, sino de que merodeaba por la hacienda, pero que debido a ciertos acuerdos previos con las mujeres, acuerdos que no podía divulgar, no se permitía revelar a las mujeres nada de lo que sabía. Instó a don Juan a dejar su terquedad y malhumor, y a fingir ser lo opuesto.
– Compórtate como si estuvieras feliz y satisfecho -le dijo a don Juan-. De lo contrario las mujeres te echarán a patadas. Esto debería bastar para asustarte. Usa el miedo como fuerza impulsora. Es lo único que tienes.
Cualquier duda o reticencia que don Juan pudiera haber sentido desapareció instantáneamente al ver al hombre monstruoso, que esperaba, impaciente, en la línea invisible, como si se diera cuenta de cuán precaria era la situación de don Juan. Era como si estuviera horriblemente hambriento y esperara con ansias un festín.
El nagual Julián empujó su terror un poco más hondo.
– Si yo estuviera en tu lugar -dijo-, me comportaría como un ángel. Haría todo lo que esas mujeres me dijeran, con tal de no vérmelas con esa bestia infernal.
– Entonces, ¿usted ve al monstruo? -preguntó don Juan.
– Por supuesto que sí -respondió él-. Y también veo que, si te vas de aquí o si las mujeres te botan a patadas, el monstruo te capturará y te pondrá cadenas. Eso acabará con tu malhumor, sin duda alguna. Los esclavos no tienen mas posibilidad que la de comportarse bien con sus amos. Dicen que el dolor provocado por un monstruo como ése está más allá de toda comparación.
Don Juan supo ahí mismo que su única esperanza radicaba en ser tan simpático como le fuera posible. El miedo de caer presa de ese hombre monstruoso fue, por cierto, una poderosa fuerza psicológica.
Don Juan me dijo que, por algún capricho de su propia naturaleza, era muy pesado justamente con las personas que más quería: las mujeres. Pero que nunca se comportó mal en presencia del nagual Julián. Por algún motivo que no podía determinar, en el fondo él sabía que el nagual no era alguien a quien él podía afectar con su conducta.
El otro miembro de la casa, el hombre antisociable, no tenía importancia para él. Don Juan no lo tenía en cuenta. Se había formado una mala opinión de él con sólo verlo. Lo creía débil, indolente y dominado por esas bellas mujeres. Más adelante, cuando entendió mejor la personalidad del nagual Julián, comprendió que ese hombre estaba decididamente opacado por el esplendor de los otros.
Con el correr del tiempo la naturaleza del liderazgo y la autoridad se le hicieron evidentes a don Juan. Estaba sorprendido pero encantado de notar que nadie era mejor ni más augusto que los otros. Algunos de ellos llevaban a cabo funciones que los otros no podían hacer, pero eso no los tornaba superiores, sino sólo diferentes. Sin embargo, la decisión definitiva en todo corría automáticamente por cuenta del nagual Julián; éste, al parecer, gozaba mucho expresando sus decisiones en forma de estupendas y, a veces bárbaras, bromas que jugaba a todos.
Había también entre ellos una misteriosa mujer. La llamaban Talía, la mujer nagual. Nadie le explicó a don Juan quién era o qué significaba aquello de mujer nagual. Le expresaron claramente sin embargo, que una de las siete mujeres era Talía. Hablaban tanto de ella que la curiosidad de don Juan ascendió a tremendas alturas. Hizo tantas preguntas que la mujer en jefe le prometió enseñarle a leer y a escribir, para que pudiera así hacer mejor uso a sus habilidades deductivas. Le dijo que él debía aprender a anotar las cosas en vez de encomendarlas a la memoria; de ese modo acumularía una gran colección de datos sobre Talía, que podría leer y estudiar hasta que la verdad fuera evidente.
Como anticipándose a la cínica respuesta de "a quién le importa" que don Juan estaba a punto de decir, ella arguyó que, si bien podía parecer una empresa absurda, descubrir quién era Talía podía ser una tarea muy fructífera.
Esa era la parte divertida, dijo; la parte seria era que don Juan necesitaba aprender las reglas básicas de la teneduría de libros, a fin de ayudar al nagual a administrar la propiedad.