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En cuanto llegó, don Juan, de una manera muy audaz pese a su naturaleza taciturna, se presentó a todos los de la casa. Había allí siete hermosas mujeres y un hombre extraño, insociable, que no pronunció una sola palabra. Las siete mujeres eran exquisitas y lo hicieron sentir tan enormemente bien que le inspiraron instantánea confianza. Don Juan las deleitó con el relato de los esfuerzos que el hombre monstruoso había hecho por capturarlo. Estaban encantadas, sobre todo, con el disfraz que aún usaba y la historia relacionada con él. No se cansaban de oír los detalles de su odisea, y todas le dieron consejos para perfeccionar el conocimiento que había adquirido durante el viaje.

Lo que más sorprendió a don Juan de ellas fue su porte sereno y su actitud segura. Eso, en una mujer, le parecía a don Juan algo increíble.

Se le ocurrió la idea de que, para que esas mujeres fuertes y hermosas tuvieran tanta desenvoltura y olvidaran a tal punto las formalidades, debían de ser mujeres de la vida alegre. Pero era obvio que no lo eran.

En los días siguientes, lo dejaron vagar por su cuenta por toda la propiedad. Aquella enorme mansión y sus terrenos lo deslumbraron. Jamás había visto nada parecido. Era una vieja casa colonial, con un elevado muro que la circundaba. Adentro había balcones con macetas de flores y patios con enormes frutales que proporcionaban sombra, intimidad y quietud.

Las habitaciones eran grandes; en la planta baja había aireados corredores alrededor de los patios. La planta alta tenía misteriosos dormitorios donde no se le permitía entrar.

Durante esos días, le sorprendió el profundo interés que las mujeres se tomaban por su bienestar. Era como si él fuera el centro del mundo para ellas. Jamás antes le había mostrado nadie tanta amabilidad. Pero al mismo tiempo nunca se había sentido tan solitario. Estaba siempre en compañía de esas bellas y extrañas personas, pero nunca había estado tan solo. Algo en los ojos de esas mujeres, le indicaba que bajo aquellas fachadas encantadoras existía una terrorífica frialdad, una indiferencia imposible de atravesar.

Don Juan creía que esa sensación de soledad se debía a que no lograba prever la conducta de las mujeres ni conocer sus verdaderos sentimientos. Sólo sabía de ellas lo que ellas le decían.

Pocos días después de su llegada, la mujer que parecía estar a cargo de todas le entregó unas flamantes ropas de hombre, diciéndole que el disfraz de mujer ya no era necesario, pues el hombre monstruoso, quien quiera que fuese, no estaba a la vista. Le dijo que estaba libre y que podía partir cuando gustase.

Don Juan pidió ver a Belisario, a quien no había visto desde el día de su llegada. La mujer le dijo que Belisario estaba de viaje y que había dejado dicho que don Juan podía quedarse allí en la casa, pero sólo si estaba en peligro.

Don Juan declaró que estaba en peligro mortal. Durante los pocos días que llevaba en la casa había constatado que el monstruo estaba allí, siempre merodeando sigilosamente entre los jardines que rodeaban la casa. La mujer no quiso creerle y le dijo sin rodeos que él era un embustero, que fingía ver al monstruo para que lo hospedaran. Le dijo que esa casa no era lugar para holgazanear. Afirmó que todos allí eran gente muy seria, que trabajaban mucho y que no podían permitirse mantener a un arrimado.

Don Juan se sintió insultado y salió furioso de la casa, pero, al ver al monstruo escondido tras los arbustos al borde de un jardín, su enojo se convirtió en terror.

Se apresuró a entrar en la casa, preso de un pánico mortal. Allí le suplicó a la mujer que le diera refugio. Prometió trabajar como peón sin salario con tal de quedarse en la hacienda.

Ella aceptó siempre y cuando él aceptara dos condiciones: que no hiciera preguntas y que hiciera cuanto se le ordenara sin pedir explicaciones. Le advirtió que si violaba esas reglas su estadía en la casa se daría por terminada.

– Me quedé realmente de mala gana -continuó don Juan-. No me gustó nada aceptar sus condiciones, pero no tuve otro remedio; afuera estaba el monstruo. Adentro yo estaba a salvo, porque yo sabía que el monstruo siempre se detenía ante una barrera invisible que rodeaba la casa, a una distancia de unos cien metros. Dentro de ese círculo yo estaba fuera de peligro. Hasta donde yo podía discernir, debía de haber algo en esa casa que detenía a ese hombre monstruoso, y eso era lo único que me interesaba.

"También me di cuenta que cuando la gente de la casa estaba conmigo el monstruo nunca aparecía.

Tras algunas semanas sin ningún cambio en su situación reapareció el joven que había estado viviendo en casa del monstruo, disfrazado de Belisario. Le dijo a don Juan que acababa de llegar, que se llamaba Julián y que él era el dueño de la hacienda.

Naturalmente, don Juan lo interrogó sobre su disfraz. Pero el joven, mirándolo a los ojos y sin el menor titubeo, negó saber nada.

– ¿Cómo te atreves, aquí, en mi propia casa, a decirme tales tonterías? -le gritó a don Juan- ¿Qué te crees que soy?

– Pero, usted es Belisario, ¿verdad? -insistió don Juan.

– No -dijo el joven-. Belisario es un viejo. Yo soy Julián y soy joven. ¿A poco no te das cuenta?

Don Juan admitió dócilmente no haber estado del todo convencido de que aquello fuera un disfraz; de inmediato se dio cuenta de lo absurdo de su declaración. Si ser viejo no era un disfraz, era entonces una transformación, y eso resultaba aún más absurdo.

La confusión de don Juan iba en aumento. Le preguntó su opinión sobre el monstruo y el joven le contestó que no tenía ni idea de qué le hablaba, pero reconoció que algo debía haberle sucedido, de otro modo el viejo Belisario no le hubiera dado asilo. Le afirmó fríamente a don Juan que cualquiera que fuese el motivo que lo obligaba a mantenerse escondido era sólo asunto suyo.

El tono y la manera fría de su anfitrión mortificaron a don Juan sin medida. Arriesgándose a provocar su enojo, le recordó que ya se conocían. El joven furioso, declaró no haberlo visto jamás antes de ese día. Se controló rápidamente y expresó su deseo de cumplir la promesa de Belisario.

El joven añadió que él no era sólo el propietario de la casa, sino también el encargado de velar por todas las personas que vivían en ella y de dirigirlas, incluyendo ahora a don Juan, quien, por el solo hecho de estar entre ellos, se había convertido en el pupilo de la casa. Si don Juan no estaba contento con ese arreglo, podía irse.

Antes de decidirse por una cosa o por la otra, don Juan sensatamente optó por preguntar en qué consistía ser pupilo de la casa.

El joven llevó a don Juan a una parte de la mansión, que todavía estaba en construcción, y le dijo que esa parte de la casa simbolizaba su propia vida y sus acciones. Estaba sin terminar. Las obras continuaban, por cierto, pero existía la posibilidad de que nunca se completaran.

– Tú eres uno de los elementos de esa construcción incompleta -le dijo a don Juan-. Digamos que eres la viga que sostendrá el techo. Hasta que la pongamos en su sitio y pongamos el tejado encima, no sabremos si será capaz de soportar el peso. El maestro carpintero dice que sí. El maestro carpintero soy yo.

Esa explicación metafórica no tuvo ningún sentido para don Juan, que tan sólo quería saber qué se esperaba de él en cuestiones de trabajo.

El joven trató de explicárselo de otra manera.

– Yo soy el nagual -explicó-. Yo traigo la libertad. Soy el regente de la gente que vive en esta casa. Tú vives en esta casa y, debido a eso, eres parte de ella; yo soy el que rige te guste o no te guste.

Don Juan lo miró boquiabierto, sin poder decir nada.

– Yo soy el nagual Julián -dijo su anfitrión, sonriente-. Sin mi intervención no hay modo de llegar a la libertad.

Don Juan seguía sin comprender. Pero comenzó a dudar de su certeza de estar a salvo en esa casa, en vista de que la mente de ese hombre estaba obviamente extraviada. Tanto le preocupó este inesperado giro de las circunstancias, que ni siquiera le llamó la atención el uso de la palabras "nagual". Sabía que nagual significaba brujo, pero no logró captar todo el sentido de las palabras de su anfitrión. O bien, de algún modo las comprendió a la perfección, aunque su mente consciente no lo hiciera.

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