¿Tienes algún amigo pescador?
– Sí.
– ¿Puede ser capaz de sacarme al mar y venderme su embarcación?
– No lo sé.
– ¿Cuánto vale, más o menos, su barca?
– Dos mil pesos.
– Si le doy siete mil a él y veinte mil a ti, ¿qué tal?
– Francés, con diez mil me basta, guárdate algo para ti.
– Arregla las cosas.
– ¿Te irás solo?
– No.
– ¿Cuántos?
– Tres en total.
– Deja que hable con mi amigo pescador.
El cambio de ese tipo respecto a mí me deja estupefacto. Con su pinta de asesino, en el fondo de su corazón oculta hermosos sentimientos.
En el patio, he hablado con Clousiot y Maturette. Me dicen que obre según me venga en gana, que están dispuestos a seguirme. Ese abandono de sus vidas en mis manos me produce una satisfacción muy grande. No abusaré de ellos, seré prudente hasta el máximo, pues he cargado con una gran responsabilidad. Pero debo advertir a nuestros otros compañeros. Acabamos de terminar un torneo de dominó. Son casi las nueve de la noche. Es el último momento que nos queda para tomar café. Llamo:
– ¡Caletero!
Y nos hacemos servir seis cafés bien calientes.
– Tengo que hablaros. Escuchad. Creo que voy a poder fugarme otra vez. Desgraciadamente, sólo podemos irnos tres. Es normal que me vaya con Clousiot y Maturette, pues con ellos me evadí de los duros. Si uno de vosotros tiene algo en contra, que lo diga francamente, le escucharé.
– No -dice el bretón-, es justo desde todos los puntos de vista. Primero, porque os fuisteis juntos de los duros. Luego, porque si estáis en esta situación es por culpa nuestra, que quisimos desembarcar en Colombia. Papillon, gracias de todos modos por habernos preguntado nuestro parecer. Pero tienes perfecto derecho a obrar así. Dios quiera que tengáis suerte, pues si os cogen, la muerte es segura y en condiciones tremendas.
– Lo sabemos, dicen a la par Clousiot y Maturette.
El comandante me ha hablado por la tarde. Su amigo está conforme. Pregunta qué queremos llevarnos en la barca.
– Un barril de cincuenta litros de agua dulce, veinticinco kilos de harina de maíz y seis litros de aceite. Nada más.
– ¡Carajo! -exclama el comandante-. ¿Con tan pocas cosas quieres hacerte a la mar?
– Sí.
– Eres valiente, francés.
Muy bien. Está decidido a hacer la tercera operación. Fríamente, añade:
– Hago eso, lo creas o no, por mis hijos, y, después, por ti. Lo mereces por tu valentía.
Sé que es verdad y le doy las gracias.
– ¿Cómo harás para que no se note demasiado que yo estaba de acuerdo contigo?
– Tu responsabilidad no quedará en entredicho. Me iré por la noche, cuando esté de guardia el segundo comandante.
– ¿Cuál es tu plan?
– Mañana empiezas por quitar un policía de la guardia nocturna. Dentro de tres días, quitas otro. Cuando sólo quede uno, haces poner una garita frente a la puerta de la celda. La primera noche de lluvia, el centinela irá a resguardarse en la garita y yo saltaré por la ventana trasera. Contra la luz que alumbra los alrededores de la tapia, es menester que encuentres el medio de provocar tú mismo un cortocircuito. Es todo lo que te pido. Puedes hacer el cortocircuito lanzando tú mismo un hilo de cobre de un metro, atado a dos piedras, contra los dos hilos que van al poste, en la hilera de bombillas que alumbran la parte alta de la tapia. En cuanto al pescador, la barca debe estar amarrada con una cadena cuyo candado habría forzado él personalmente, de forma que yo no tenga que perder tiempo, con las velas a punto de ser izadas y tres grandes pagayas para tomar el viento.
– Pero, ¡si tiene un motorcito! -dice el comandante.
– ¡Ah! Entonces, mejor aún: que ponga el motor en punto muerto como si lo recalentase y que se vaya al primer café a tomar unas copas. Cuando nos vea llegar, debe apostarse al pie de la barca con un impermeable negro.
– ¿Y el dinero?
– Cortaré por la mitad tus veinte mil pesos, cada billete quedará partido. Los siete mil pesos los pagaré por adelantado al pescador. Primero, te daré la mitad de los medios billetes y, la otra mitad, te será entregada por uno de los franceses que se quedan, ya te diré cual.
– ¿No te fías de mí? Haces mal.
– No, no es que no me fíe de ti, pero puedes cometer un error en el cortocircuito y, entonces, no pagaré, pues si no hay cortocircuito no puedo irme.
– Bien.
Todo está listo. Por mediación del comandante, he dado los siete mil pesos al pescador. Hace ya cinco días que sólo hay un centinela. La garita está colocada y esperamos la lluvia que no viene. El barrote ha sido aserrado con limas facilitadas por el comandante, la muesca bien rellena y, por si fuese poco, disimulada por una jaula donde vive un loro que- ya empieza a decir mierda en francés. Estamos sobre ascuas. El comandante tiene una mitad de los medios billetes. Cada noche, esperamos. No llueve. El comandante debe provocar, una hora después de la lluvia, el cortocircuito en la tapia, por el lado exterior. Nada nada, no hay lluvia en esta estación, es increíble. La más pequeña nube que aparece temprano a través de nuestras rejas nos llena de esperanza y, luego, nada. Es como para volverse majareta perdido. Hace ya dieciséis días que todo está a punto, dieciséis días de vela, con el corazón en un puño. Un domingo, por la mañana el comandante viene personalmente a buscarme en el patio y me lleva a su despacho. Me devuelve el paquete de los medios billetes y tres mil pesos en billetes enteros.
– ¿Qué pasa?
– Francés, amigo mío, sólo te queda esta noche. Mañana a las seis os vais todos a Barranquilla. Sólo te devuelvo tres mil pesos del pescador, porque él se ha gastado el resto. Si Dios quiere que llueva esta noche, el pescador te esperará y, cuando tomes la barca, le darás el dinero. Confío en ti, sé que no tengo nada que temer.
Intentos de fuga en Barranquilla
A las seis de la mañana, ocho soldados y dos cabos acompañados por un teniente nos ponen las esposas y marchamos hacia Barranquilla en un camión militar. Hacemos los ciento ochenta kilómetros en tres horas y media. A las diez de la mañana, estamos en la prisión llamada la “80”, en la calle de Medellín, Barranquilla. ¡Tantos esfuerzos para no ir a Barranquilla y, pese a todo, estar aquí! Es una ciudad importante. El primer puerto colombiano del Atlántico, pero situado en el interior del estuario de un río, el río Magdalena. En cuanto a su prisión, hay que decir que es importante: cuatrocientos presos y casi cien vigilantes. Ha sido organizada como cualquier prisión de Europa. Dos muros de ronda, de más de ocho metros de altura.
Nos recibe el estado mayor de la prisión con don Gregorio, el director, al frente. La prisión se compone de cuatro patios. Dos a un lado, dos en el otro. Están separados por una larga capilla donde se celebra misa y que también sirve de locutorio. Nos ponen en el patio de los más peligrosos. Durante el registro, han encontrado los veintitrés mil pesos y las flechitas. Considero mi deber advertir al director que están emponzoñadas, lo cual no es como para hacernos pasar por buenos chicos.
– ¡Hasta tienen flechas envenenadas esos franceses!
Encontrarnos en esta prisión de Barranquilla es, para nosotros, el momento más peligroso de nuestra aventura. Pues aquí, en efecto, es donde seremos entregados a las autoridades francesas. Sí, Barranquilla, que para nosotros se reduce a su enorme prisión, representa el punto crucial. Hay que evadirse a costa de cualquier sacrificio. Debo jugarme el todo por el todo.
Nuestra celda está en medio del patio. Por lo demás, no es una celda, sino una jaula: un techo de cemento que descansa sobre gruesos barrotes de hierro con los retretes y los lavabos en uno de los ángulos. Los otros presos, un centenar, están repartidos en celdas abiertas en los cuatro muros de ese patio de veinte por cuarenta, por una reja que da al patio. Cada reja está rematada por una especie de sobradillo de chapa para impedir que la lluvia penetre en la celda. En esa jaula central sólo estamos nosotros, los franceses, expuestos día y noche a las miradas de los presos, pero, sobre todo, de los guardianes. Pasamos el día en el patio, de las seis de la mañana hasta las seis de la tarde. Entramos y salimos como queremos. Podemos hablar, pasear y hasta comer en el patio.