El doctor me ha hecho coser en la blusa de marinero: “En tratamiento especial.” Nadie más que el galeno debe mandarme. Me ha dado orden de recoger las hojas desde las ocho a las diez de la mañana, frente al hospital. He bebido el café y he fumado algunos cigarrillos en compañía del galeno, en un sillón, ante su casa. Su esposa está sentada con nosotros, y el galeno trata de que yo le hable de mi pasado, ayudado por su mujer.
– ¿Y qué más, Papillon? ¿Qué le sucedió después de haber dejado a los indios pescadores de perlas…?
Todas las tardes las paso con estas personas admirables.
– Venga a verme cada día, Papillon -dice la esposa del doctor-. En primer lugar, quiero verlo y, luego también escuchar las historias que le han sucedido.
Cada día, paso algunas horas con el galeno y su mujer, y algunas veces, con ella sola. Al obligarme a narrar mi vida pasada, están convencidos de que eso contribuye a equilibrarme definitivamente. He decidido solicitar al galeno que me mande a la isla del Diablo.
Es cosa hecha: debo partir mañana. Este doctor y su esposa saben a qué voy a la isla del Diablo. Han sido tan buenos conmigo, que no he querido engañarlos:
– Matasanos, ya no soporto este presidio; haz que me envíen a la isla del Diablo, para que me las pire o la espiche, pero que esto se acabe de una vez.
– Te comprendo, Papillon. Este sistema de represión me disgusta, y la Administración está podrida.
Así que ¡adiós y buena suerte!
DÉCIMO CUADERNO. LA ISLA DEL DIABLO
El banco de Dreyfus
Es la más pequeña de las tres Islas de la Salvación. La más al Norte, también; y la más directamente batida por el viento y las olas. Después de una estrecha planicie que bordea toda la orilla del mar, asciende rápidamente hacia una elevada llanura en la que están instalados el puesto de guardia de los vigilantes y una sola sala para los presidiarios, alrededor de una docena. A la isla del Diablo, oficialmente, no se debe enviar presos por delitos comunes, sino tan sólo a los condenados y deportados políticos.
Cada uno vive en una casita de techo de chapa. El lunes se les distribuye los víveres crudos para toda la semana y, cada día, un bollo de pan. Son unos treinta. Como enfermero, tienen al doctor Léger, quien envenenó a toda su familia en Lyon o sus alrededores. Los políticos no se tratan con los presidiarios y, alguna vez, escriben a Cayena protestando contra tal o cual presidiario de la isla. Entonces, agarran al denunciado y lo devuelven a Royale.
Un cable une Royale con la isla del Diablo, pues, muy a menudo, el mar está demasiado embravecido para que la chalupa de Royale pueda atracar en una especie de pontón de cemento.
El guardián jefe del campamento (hay tres de ellos) se llama Santori. Es un zangón sucio que, a veces, lleva barba de ocho días.
– Papillon, espero que se porte usted bien, aquí. No me toque usted los cojones y yo le dejaré tranquilo. Suba al campamento. Le veré allá arriba.
En la sala me encuentro a seis forzados: dos chinos, dos negros, un bordelés y un tipo de Lille. Uno de los chinos me conoce bien; estaba conmigo en Saint-Laurent, en prevención por asesinato. Es un indochino, un superviviente de la rebelión del presidio de Poulo Condor, en Indochina.
Pirata profesional, atacaba los sampanes y, alguna vez, asesinaba a toda la tripulación con su familia. Excesivamente peligroso, tiene, sin embargo, una manera de vivir en común que capta la confianza y la simpatía de todo el mundo.
– ¿Qué tal, Papillon?
– ¿Y tú, Chang?
– Vamos tirando. Aquí estamos bien. Tú comer conmigo. Tú dormir allá, al lado de mí. Yo guisar dos veces al día. Tú pescar peces. Aquí, muchos peces.
Llega Santori.
– ¡Ah! ¿Ya está instalado? Mañana por la mañana, irá usted con Chang a dar de comer a los cerdos. El traerá los cocos y usted los partirá en dos con un hacha. Hay que poner aparte los cocos cremosos para dárselos a los lechoncitos que aún no tienen dientes. Por la tarde, a las cuatro, el mismo trabajo. Aparte de esas dos horas, una por la mañana y otra por la tarde, es usted libre de hacer lo que quiera en la isla. Todos los pescadores deben subirle un kilo de pescado todos los días a mi cocinero, o bien langostinos. Así, todo el mundo está contento, ¿conforme?
– Sí, Monsieur Santori.
– Sé que eres hombre de fuga, pero como aquí es imposible fugarse, no voy a hacerme mala sangre. Por la noche, estáis encerrados, pero sé que, aun así, hay quien sale. Cuidado con los deportados políticos. Todos tienen un machete. Si te aproximas a sus viviendas, creen que vas a robarles una gallina o huevos. De este modo, puedes conseguir que te maten o te hieran, pues ellos te ven, y tú no.
Después de haber dado de comer a más de doscientos cerdos, he recorrido la isla durante todo el día, acompañado por Chang, quien la conoce a fondo. Un anciano, con una larga barba blanca, se ha cruzado con nosotros en el camino que rodea a la isla por la orilla del mar. Era un periodista de Nueva Caledonia que, durante la guerra de 1914, escribía contra Francia en favor de los alemanes. También he visto al asqueroso que mandó fusilar a Edith Cavell, la enfermera inglesa o belga que salvaba a los aviadores ingleses en 1917. Este repugnante personaje, gordo y macizo, tenía un bastón en la mano y con él azotaba una murena enorme, de más de un metro cincuenta de largo y gruesa como mi muslo.
El enfermero, por su parte, vive también en una de esas casitas que sólo deberían ser para los políticos.
El tal doctor Léger es un hombre alto, de aspecto apacible, sucio y robusto. Tan sólo su cara está limpia, coronada por cabellos grisáceos y muy largos en el cuello y las sienes. Sus manos están llenas de heridas mal cicatrizadas que debe de inferirse al agarrarse, en el mar, a las asperezas de las rocas.
– Si necesitas algo, ven y te lo daré. Pero ven sólo si estás enfermo. No me gusta que me visiten y, menos aún que me hablen. Vendo huevos y, alguna vez, un pollo o una gallina. Si matas a escondidas un lechoncito, tráeme un jamón y yo te daré un pollo y seis huevos. Ya que estás aquí, llévate este frasco de ciento veinte pastillas de quinina. Como seguramente has venido aquí para escaparte, en el caso de que, por milagro, lo consiguieras, la necesitarías mucho en la selva.
Pesco por la mañana y por la tarde cantidades astronómicas de salmonetes de roca. Envío de tres a cuatro kilos cada día a los guardianes.
Santori está radiante, pues jamás le habían dado tanta variedad de pescado y langostinos.
Ayer, el galeno Germain Guibert vino a la isla del Diablo. Como el mar estaba tranquilo, le acompañaba el comandante de Royale y Madame Guibert. Esta admirable mujer era la primera que ponía pie en la isla. Según el comandante, jamás un civil había estado en ella. He podido hablar más de una hora con la esposa del galeno. Ha venido conmigo hasta el banco donde Dreyfus se sentaba a mirar el horizonte, hacia la Francia que lo había repudiado.
– Si esta piedra pudiera transmitirnos los pensamientos de Dreyfus…dice, acariciando la piedra-. Papillon, seguramente es ésta la última vez que nos vemos, ya que me dice que dentro de poco intentará fugarse. Rogaré a Dios para que le haga triunfar. Le pido que, antes de partir, venga a pasar un minuto en este banco que he acariciado y que lo toque para decirme así adiós.
El comandante me ha autorizado a enviar por el cable, cuando yo lo desee, langostinos y pescado para el doctor. Santori está de acuerdo.
– Adiós, doctor; adiós, señora.
Con la mayor naturalidad posible, los saludo antes de que la chalupa se separe del pontón. Los ojos de Madame Guibert me miran muy abiertos, como queriendo decirme: “Acuérdate siempre de nosotros, que tampoco te olvidaremos nunca. “
El banco de Dreyfus está en lo más alto del extremo norte de la isla. Domina el mar desde más de cuarenta metros.