– Pero, hombre, hace apenas una hora que estás en verdadera libertad, y ¿ya piensas en emborracharte?
– ¡Oh! Por favor, Papi, ¡no exageres! De tomarse dos cervezas a emborracharse, hay mucha distancia.
– Quizá tengas razón, pero encuentro que, decorosamente, no debemos arrojarnos sobre los placeres que nos brinda el momento. Creo que debemos saborearlos poco a poco, no como glotones. En primer lugar, ese dinero no es nuestro.
– Sí, es verdad, tienes razón. Aprenderemos a ser libres con cuentagotas, será mucho mejor.
Salimos y bajamos la gran calle de Watters Street, bulevar principal que cruza la ciudad de un extremo a otro y, sin darnos cuenta, tan asombrados estamos por los tranvías que pasan, por los borricos con su carrito, los automóviles, los anuncios llameantes de cines y de bares-boires, los ojos de las jóvenes negras o hindúes que nos miran riendo, nos encontramos en el puerto sin querer. Ante nosotros, los barcos muy iluminados, barcos de turistas con nombres embrujadores: Los Ángeles, Boston, Québec, barcos: Hamburgo, Amsterdam, Londres, etc., y, alineados a lo largo del muelle, pegados unos a otros, bares, cabarets, restaurantes abarrotados de hombres y de mujeres que beben, cantan, discuten a grandes voces. De golpe, una irresistible necesidad me impulsa a mezclarme con esa multitud, vulgar quizá, pero ¡tan llena de vida.! En la terraza de un bar, puestos en hielo, erizos de mar y ostras, gambas, navajas. mejillones, toda una exhibición de frutos del mar que provocan al transeúnte. Las mesas con mantel de cuadros blancos y rojos, la mayoría ocupadas, invitan a sentarse. Chicas de piel morena clara, perfil fino, mulatas que no tienen ningún rasgo negroide, ceñidas en corpiños multicolores generosamente escotados, convidan aún más a disfrutar de todo eso. Me acerco a una de ellas y le digo: “French money good?”, mostrándole un billete de mil francos.
– Yes, I change for You.
OK.
Toma el billete y desaparece en la sala repleta de gente. Vuelve.
– Come here -dice.
Y me lleva a la caja, donde está un chino. -¿Usted francés?
– Sí.
– ¿Cambiar mil francos?
– ¿Todo dólares antillanos? -Sí.
– ¿Pasaporte? -No tengo.
– ¿Tarjeta de marinero? -No tengo.
– ¿Documentos de inmigración? -No tengo.
– Bien.
Dice dos palabras a la chica, ésta mira hacia la sala, se acerca a un tipo que tiene pinta de marinero y que lleva una gorra como la mía, con un galón dorado y un ancla, y le lleva hacia la caja. El chino dice:
– Tu tarjeta de identidad. -Ahí va.
Y, fríamente, el chino rellena una ficha de cambio de mil francos a nombre del desconocido, se la hace firmar, la mujer le coge del brazo y se lo lleva. El otro, seguramente, no sabe lo que pasa, yo cobro doscientos cincuenta dólares antillanos, cincuenta dólares en billetes de uno y dos dólares. Doy un dólar a la chica, salimos a la calle y, sentados a una mesa, nos damos un atracón de mariscos, acompañados de un vino blanco, seco, que está delicioso.
CUARTO CUADERNO. PRIMERA FUGA (CONTINUACIÓN)
Trinidad
Veo de nuevo, como si fuese ayer, aquella primera noche de libertad pasada en esa ciudad inglesa. Íbamos a todas partes, borrachos de luz, de calor en nuestros corazones, palpando a cada momento el alma de aquella multitud dichosa y risueña que rebosaba felicidad. Un bar lleno de marineros y de esas chicas de los trópicos que les aguardan para desplumarlos. Pero esas chicas no tienen en absoluto la sordidez de las mujeres de los bajos fondos de París, El Havre o Marsella. Es una cosa diferente. En vez de aquellas caras demasiado maquilladas, marcadas por el vicio, iluminadas por ojos febriles llenos de astucia, hay chicas de todos los colores de piel, de la china a la negra africana, pasando por el chocolate claro de pelo liso, a la hindú o a la javanesa cuyos padres se conocieron en las plantaciones de cacao o de azúcar, o la coolí mestiza de chino e hindú con la concha de oro en la nariz, la llapana de perfil romano, con su rostro cobrizo iluminado por dos ojos enormes, negros, brillantes, de pestañas larguísimas, que abomba un pecho generosamente descubierto como diciendo: “Mira mis senos, qué perfectos son”; todas esas chicas, cada una con flores multicolores en el pelo, exteriorizan el amor, provocan el gusto del sexo, sin nada de sucio, de comercial; no dan la impresión de hacer un trabajo, se divierten de veras con él y es que el dinero, para ellas, no es lo principal en sus vidas.
Como dos abejorros que, atraídos por la luz, topan con las bombillas, Maturette y yo vamos tropezando de bar en bar. Al desembocar en una placita inundada de luz, veo la hora en el reloj de una iglesia o templo. Las dos. ¡Las dos de la mañana! De prisa, volvamos de prisa al hotel. Hemos abusado de la situación. El capitán del Ejército de Salvación debe haber sacado una extraña opinión de nosotros. Pronto, volvámonos. Paro un taxi que nos lleva, two dollars. Pago y entramos muy avergonzados en el hotel. En el vestíbulo, una mujer soldado del Ejército de Salvación, rubia› muy joven, de veinticinco o treinta años, nos recibe amablemente. No parece sorprendida ni irritada de que regresemos tan tarde. Tras decirnos unas cuantas palabras en inglés que nos parecen amables y acogedoras, nos da la llave de la habitación y nos desea buenas noches. Nos acostamos. En la maleta, he encontrado un pijama. Cuando voy a apagar la luz, Maturette me dice:
– Deberíamos dar gracias a Dios por habernos dado tantas cosas en tan poco tiempo. ¿Qué te parece, Papi?
– Dale las gracias por mí, a tu Dios; es un gran tipo. Y, como muy bien dices, ha sido la mar de generoso con nosotros. Buenas noches.
Y apago la luz.
Esa resurrección, ese retorno de la tumba, esa salida del cementerio donde estaba enterrado, todas las emociones sucesivas y el baño de esta noche que me ha reincorporado a la vida entre otros seres, me han excitado tanto que no consigo dormir. En el caleidoscopio de mis ojos cerrados, las imágenes, las cosas, toda esa mezcla de sensaciones que llegan sin orden cronológico y se presentan con precisión, pero de una manera completamente deshilvanada: la Audiencia, la Conciergerie, luego los leprosos, después Saint-Martin-de-Ré, Tribouillard, Jésus, la tempestad… Es una danza fantasmagórica, diríase que todo cuanto he vivido desde hace un año quiere presentarse al mismo tiempo en la galería de mis recuerdos. Por mucho que intente alejar esas imágenes, no lo consigo. Y lo más raro es que van mezcladas con los chillidos de puercos, de guacos, con el ulular del viento, el ruido de las olas, todo ello envuelto en la música de los violines de una cuerda que los hindúes tocaban hace unos instantes en los diversos bares por los que hemos pasado.
Por fin, cuando ya despunta el día, me duermo. Sobre las diez, llaman a la puerta. Es Master Bowen, sonriente.
– Buenos días, amigos míos. ¿Acostados todavía? Han vuelto tarde. ¿Se han divertido mucho?
– Buenos días. Sí, hemos vuelto tarde, dispénsenos.
– ¡Nada de eso, hombre! Es normal, después de todo lo que han sufrido. Hacía falta aprovechar bien su primera noche de hombres libres. Vengo para acompañarles al puesto de Policía. Deben ustedes presentarse a la Policía para declarar de modo oficial que han entrado clandestinamente en el país. Después de esa formalidad, iremos a ver a su amigo, Le han hecho radiografías muy temprano. El resultado se sabrá más tarde.
Tras un rápido aseo, bajamos a la sala donde, en compañía del capitán, nos ha estado esperando Bowen.
– Buenos días, amigos míos -dice en mal francés el capitán -Buenos días a todos ustedes. ¿Qué tal?
Una mujer del Ejército de Salvación con graduación, nos dice: -¿Les ha parecido simpático, Port of Spain?
– ¡Oh, sí, señora! Nos ha gustado.