– ¿Todavía lo tienes? ¿Para qué?
– Para defender mi pellejo, y el tuyo si es necesario.
Fernández no es español sino argentino. Es muy hombre, un auténtico aventurero, pero también ha quedado impresionado por las charlatanerías del viejo Carora. Un día, le oigo decir a Dega:
– Las Islas, al parecer, son muy saludables, no como aquí, y no hace calor. En esta sala se puede pillar la disentería, pues sólo con ir al retrete pueden pillarse los microbios.
Todos los días, uno o dos hombres, en esta sala de setenta, mueren de disentería. Cosa digna de destacar: todos mueren con la marea baja de la tarde o de la *noche. Por la mañana, nunca muere ningún enfermo. ¿Por qué? Enigmas de la naturaleza.
Esta noche, he tenido una discusión con Dega. Le he dicho que, a veces, por la noche, el llavero árabe comete la imprudencia de entrar en la sala y levantar las sábanas de los enfermos graves que tienen la cara tapada. Se le podría dejar sin sentido y ponerse sus ropas (todos vamos con camisa y sandalias, nada más). Una vez vestido, salgo y le quito por sorpresa el mosquetón a uno de los guardianes, les apunto a todos y les hago entrar en la celda, cuya puerta cierro. Después, salvamos el muro del hospital, por la parte del Maroni, nos arrojamos al agua y nos dejamos llevar por la corriente, a la deriva. Luego, ya veremos. Como tenemos dinero, compraremos una embarcación y víveres para hacernos a la mar. Los dos rechazan categóricamente este proyecto y hasta lo critican. Entonces, me doy cuenta de que están acoquinados, me siento muy decepcionado y los días pasan.
Hace tres semanas menos dos días que estamos aquí. Sólo quedan diez o quince días, a lo sumo, para probar suerte. Hoy, día memorable, 21 de noviembre de 1933, entra en la sala Joanes Clousiot, el hombre a quien intentaron asesinar en Saint-Martin, en la barbería. Tiene los ojos cerrados y está casi ciego, pues sus ojos están llenos de pus. Una vez se ha ido Chatal, voy a su lado. Rápidamente me dice que los otros internados salieron hacia las Islas hace más de quince días, pero que se olvidaron de él. Hace tres días, un responsable dio el aviso. Entonces se puso un grano de ricino en los ojos y los ojos purulentos han hecho que pudiese venir aquí. Está en plena forma para largarse. Me dice que está dispuesto a todo, hasta a matar si hace falta, pero quiere largarse. Tiene tres mil francos. Los ojos lavados con agua caliente le permiten ver en seguida con mucha claridad. Le explico mi proyecto de plan para evadirme. Le parece bueno, pero me dice que, para sorprender a los vigilantes, hay que ser dos, o mejor tres. Podríamos desmontar las patas de la cama y, cada uno con un hierro en la mano, dejarlos sin sentido. Pues, según él, ni siquiera empuñando sus mosquetones, pensarían que nos atreveríamos a disparar, y podrían llamar a los vigilantes de guardia en el otro pabellón, de donde se escapó Julot, y que se halla a menos de veinte metros del nuestro.
TERCER CUADERNO. PRIMERA FUGA
Evasión del hospital
Esta noche, le he metido una bronca a Dega y, después, a Fernández. Dega me dice que no tiene confianza en ese proyecto, que, si es necesario, pagará una fuerte cantidad para salir de su internamiento. Me pide que le escriba a Sierra diciéndole que se le ha ocurrido esa proposición y que nos diga si es aceptable. Chatal, el mismo día, lleva la nota y nos trae la respuesta. “No pagues a nadie para que quiten el intemamiento, es una medida que viene de Francia y nadie, ni siquiera el director de la penitenciaría, puede quitárnoslo. Si estáis desesperados en el hospital, podéis tratar de salir a la mañana siguiente misma del día en que el barco que va a las islas y que se llama Mana haya zarpado.”
Seguiremos ocho días más en los cuarteles celulares antes de que nos lleven a las Islas, y quizá sea mejor para evadirse que la sala donde hemos ido a recalar en el hospital. En la misma misiva, Sierra me dice que, si quiero, me mandará un presidiario liberado a hablar conmigo para prepararme el barco detrás del hospital. Es un tolosense que se llama Jésus, el mismo que preparó la evasión del doctor Bougrat hace ahora dos años. Para verle, he de hacerme radiografiar en un pabellón especialmente equipado para ello. Ese pabellón está dentro del hospital, pero los liberados tienen acceso a él mediante una falsa orden para ser radiografiados. Me dice que antes de que vaya a hacerme la radiografía me quite el estuche, pues el doctor podría verlo si mira más abajo de los pulmones. Envío unas letras a Sierra, diciéndole que mande a Jésus a hacerse la radiografía y que se ponga de acuerdo con Chatal para que me manden también allí. Será pasado mañana a las nueve, me advierte Sierra aquella misma noche.
El día siguiente, Dega pide salir del hospital, así como Fernández. El Mana ha zarpado esta mañana. Ellos esperan fugarse de las celdas del campamento, les deseo buena suerte yo no varío mis proyectos.
He visto a Jésus. Es un viejo Presidiario liberado, flaco como una sardina, de rostro curtido, cruzado por dos tremendas cicatrices. Tiene un ojo que llora constantemente cuando te mira. Mala pinta, mala mirada. No me inspira mucha confianza, el futuro me dará la razón. Hablamos rápidamente:
– Puedo facilitarte una embarcación para cuatro hombres, a lo sumo cinco. Un barrilito de agua, víveres café, y tabaco; tres palas de canoa india, sacos de harina vacíos, aguja e hilo para que te hagas la vela y un foque tú mismo; una brújula, un hacha, un cuchillo, cinco litros de tafia -ron de Guayana-, por dos mil quinientos francos. La luna se pone dentro de tres días. De aquí a cuatro días, si aceptas, te esperaré en la lancha botada todas las noches, desde las once hasta las tres de la madrugada, durante ocho días. Al primer cuarto creciente de la luna, ya no te espero. La embarcación estará exactamente frente al ángulo de abajo de la tapia del hospital. Dirígete por la tapia, pues hasta que no estés junto a la embarcación, no la verás ni a dos metros.
No me fío, pero de todos modos digo que sí.
– ¿La pasta? -me dice Jésus.
– Te la mandaré por Sierra.
Y nos separamos sin estrecharnos la mano. No lo veo claro.
A las tres, Chatal se va al campamento a llevar la pasta, dos Mil quinientos francos, a Sierra. Me he dicho: “Me juego esa pasta gracias a Galgani, pues resulta arriesgado. ¡Con tal de que no se las sople en tafia, esas dos mil quinientas leandras! “
Clousiot está radiante, confía en sí mismo, en mí y en el proyecto. Sólo una cosa le preocupa: no todas las noches, aunque a menudo, el árabe llavero entra en la sala y, sobre todo, raras veces muy tarde. Otro problema: ¿a quién se podría escoger como tercero para hacerle la proposición? Hay un corso del hampa de Niza, llamado Biaggi. Está en el presidio desde 1929, habiendo matado a un tipo después, sujeto a estricta vigilancia en esta sala y en estado preventivo por ese homicidio. Clousíot y yo discutimos sobre si debemos hablarle y cuándo. Mientras estamos conversando en voz baja, se acerca a nosotros un efebo de dieciocho años, lindo como una mujer. Se llama Maturette y fue condenado a muerte e indultado después, dada su temprana edad diecisiete años-, por el asesinato de un taxista. Eran dos, de dieciséis y de diecisiete años, y aquellos dos niños, en la Audiencia, en vez de acusarse recíprocamente, declararon cada uno haber matado al taxista. Ahora bien, el taxista sólo recibió un balazo. Aquella actitud de cuando su proceso les hizo simpáticos a todos los presidiarios, a los dos chavales.
Maturette, muy afeminado, se acerca, pues, a nosotros y, con voz de mujer, nos pide lumbre. Se la damos y, además, le regalo cuatro cigarrillos y una caja de fósforos. Me da las gracias con una incitante sonrisa. Dejamos que se vaya. De golpe, me dice Clousiot:
– Papi, estamos salvados. El chivo vendrá aquí tantas veces como queramos y en el momento que queramos, lo tenemos en el bolsillo.