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– ¿Cómo?

– Es muy sencillo: diremos al pequeño Maturette que enamore al chivo. Ya sabes, a los árabes les gustan los jóvenes. De ahí a hacerle venir por la noche para cepillarse al chaval, no hay más que un paso. A éste le toca hacerse el melindroso diciendo que tiene miedo de ser visto, para que el árabe entre a las horas que nos convienen.

– Yo me encargo de ello.

Voy adonde está Maturette, quien me recibe con una sonrisa alentadora. Cree que me ha impresionado con su primera sonrisa incitante. Pero le digo en seguida:

– Te equivocas, vete al retrete.

Va al retrete y, una vez allí, le advierto:

– Si repites una sola palabra de lo que voy a decirte, eres hombre muerto. Mira, ¿quieres hacer eso, eso y eso por dinero ¿Cuánto? ¿Para hacernos un favor? ¿ ¿O quieres irte con nos otros?

– Quiero irme con vosotros, ¿conforme?

Prometido, prometido. Nos estrechamos la mano.

Va a acostarse y yo, tras decirle unas cuantas palabras a Clousiot, me acuesto también. Por la noche, a las ocho, Maturette está sentado en la ventana. No tiene que llamar al árabe, pues éste viene por su propia voluntad. La conversación se entabla entre ellos en voz baja. A las diez, Maturette se acuesta. Nosotros estamos acostados, sin pegar ojo, desde las nueve. El chivo entra en la sala, da dos vueltas, encuentra un hombre muerto Llama a la puerta y, poco después, entran dos camilleros que se llevan el cadáver. Esa muerte nos será útil, pues justificará las rondas del árabe a cualquier hora de la noche. Por consejo nuestro, Maturette le da cita a las once de la noche. El llavero llega a esa hora, pasa delante de la cama del chico, le tira de los pies para despertarle y, luego, se dirige a los retretes. Maturette le sigue. Un cuarto de hora después, el llavero sale, va directamente a la puerta y desaparece. Al cabo de un minuto, Maturette se acuesta sin hablarnos. En fin, el día siguiente, lo mismo, pero

A medianoche. Todo va al pelo, el chivo acudirá a la hora que le indique el pequeño.

El 27 de noviembre de 1933, con dos patas de camastro a punto de ser quitadas para servir de mazas, espero, a las cuatro de la tarde, unas letras de Sierra. Chatal, el enfermero, llega sin traer ningún papel. Me dice tan sólo:

– François Sierra me encarga decirte que Jésus te espera en el sitio convenido. Buena suerte.

A las ocho de la noche, Maturette le dice al árabe:

– Ven después de medianoche, pues a esa hora podremos estar más tiempo juntos.

El árabe dice que vendrá después de medianoche. A las doce en punto, estamos preparados. El árabe entra alrededor de las doce y cuarto, va directamente a la cama de Maturette, le tira de los pies y continúa hacia el retrete. Maturette entra con él. Arranco la pata de mi cama, que hace un leve ruido al venirse abajo. De Clousiot, no se oye nada. Debo situarme detrás de la puerta de los retretes y Clousiot acercarse a él para llamarle la atención. Tras una espera de veinte minutos, todo sucede muy de prisa. El árabe sale del retrete y, sorprendido al ver a Clousiot, pregunta:

– ¿Qué haces ahí, en medio de la sala, a estas horas? Ve a acostarte.

En el mismo momento, recibe el golpe del conejo en pleno cerebelo y se desploma sin hacer ruido. Sin perder un segundo, me pongo su ropa y me calzo sus zapatos, le arrastramos bajo una cama y, antes de meterlo completamente dentro, le asesto otro golpe en la nuca. Tiene su merecido.

Ninguno de los ochenta hombres de la sala se ha movido. Rápidamente, me voy hacia la puerta, seguido por Clousiot y Maturette, ambos en camisa, y llamo. El vigilante abre, levanto mi barra y le doy en la cabeza. El otro, enfrente, deja caer su mosquetón. Seguramente, estaba dormido. Antes de que reaccione, le dejo sin sentido. Los míos no han gritado, el de Clousiot ha exclamado: “ i Ah! “, antes de desplomarse. Los dos míos han quedado sin sentido en sus sillas; el tercero está tumbado, tieso. Contenemos la respiración. Para nosotros, ese “ i Ah! “ lo ha oído todo el mundo. Es verdad que ha sido bastante fuerte, pero nadie se mueve. No los metemos en la sala, nos vamos con los tres mosquetones. Con Clousiot delante, el chaval en medio y yo detrás, bajamos las escaleras mal alumbradas por una linterna. Clousiot ha soltado su pata, yo sostengo la mía con la izquierda y el mosquetón con la derecha. Abajo, nadie. Alrededor de nosotros, la noche es como tinta. Hay que mirar muy fijamente para ver la tapia detrás de la cual está el río, a la que en seguida nos dirigimos. Al llegar a la tapia, hago estribo con las manos. Clousíot sube, se sienta a horcajadas, aúpa a Maturette y, luego, a mí. Saltamos en la oscuridad al otro lado de la tapia. Clousiot cae mal en un hoyo y se lastima un pie. A Maturette y a mí no nos pasa nada. Nos incorporamos; los mosquetones los hemos soltado antes de saltar. Cuando Clousiot intenta levantarse, no puede, dice que tiene la pierna rota. Dejo a Maturette con Clousiot y corro hacia la esquina, rozando la tapia con una mano. La noche es tan oscura que no me doy cuenta de que he llegado al extremo de la tapia y, al quedar mi mano en el aire, me doy de narices. Oigo una voz que, desde la parte del río, pregunta:

– ¿Sois vosotros?

– Sí. ¿Eres Jésus?

– Sí.

Enciende un fósforo durante una fracción de segundo. He localizado dónde está, me meto en el agua y voy hacia él. Va acompañado.

– Suba el primero. ¿Quién es?

– ¿Papillon?

– Está bien.

– Jésus, hay que volver atrás, mi amigo se ha roto una pierna al saltar desde la tapia.

– Entonces, toma esa pala y rema.

Las tres pagayas se hunden en el agua y la ligera canoa recorre rápidamente los cien metros que nos separan del sitio donde deben estar los otros, pues no se ve nada. Llamo.

– ¡Clousiot!

– ¡No hables, por Dios! dice Jésus. Hinchado, dale a la ruedecilla de tu mechero.

Saltan chispas, ellos las ven. Clousiot silba a la lyonesa entre dientes. Es un silbido que no hace ruido, pero que se oye bien. Parece el silbido de una serpiente. Silba sin parar, lo que permite guiarnos hasta él. El Hinchado baja, coge en brazos a Clousiot y le mete en la canoa. Maturette sube a su vez, seguido de El Hinchado. Somos cinco y el agua llega a dos dedos del borde de la canoa.

– No hagáis ni un gesto sin antes avisar,dice Jésus- Papillon, deja de remar y ponte la pagaya sobre las rodillas. ¡Arranca, Hinchado!

Y, rápidamente, a favor de la corriente, la embarcación se sume en las tinieblas.

Cuando, al cabo de un kilómetro, pasamos por delante de la penitenciaría, débilmente alumbrada por la luz de una mísera linterna, estamos en medio del río y vamos a una velocidad increíble, arrastrados por la corriente. El Hinchado ha sacado su pagaya. Sólo Jésus, con el extremo de la suya pegado al muslo, mantiene en equilibrio la embarcación. No la impulsa, sólo la dirige.

Jésus dice:

– Ahora, podemos hablar y fumar. Creo que nos ha salido bien. ¿Estás seguro de que no habéis matado a nadie?

– Creo que no.

– ¡Maldita sea! ¡Me has engañado, Jésus? -dice El Hinchado- Me dijiste que se trataba de una fuga sin complicaciones y, por lo que creo comprender, resulta que es una fuga de internados.

– Sí, son internados, Hinchado. No he querido decírtelo, porque no me habrías ayudado y necesitaba un hombre. No pases cuidado. Si la pifiamos, yo cargaré con toda la responsabilidad.

– Eso es lo correcto, Jésus. Por las cien leandras que me has pagado, no quiero arriesgar la cabeza si ha habido una muerte, ni que me enchironen si ha habido un herido.

– Hinchado -intervengo yo-, os regalaré mil francos a los dos.

– Entonces vale, macho. Es de justicia. Gracias. En la aldea, pasamos hambre; resulta peor ser liberado que cumplir condena. Al menos, de condenado, se come todos los días y tienes ropa que ponerte.

– Macho -le dice Jésus a Clousiot, ¿te duele mucho?

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