El día es limpio y claro cuando me despierto. El sol está saliendo de su lecho, el mar está un poco revuelto y su azul verdoso indica que el fondo es de coral.
– ¿Qué hacemos? ¿Nos decidimos a ir a tierra? Reviento de hambre y sed.
Es la primera vez que alguien se queja tras estos días de ayuno, hoy hace exactamente siete días.
– Estamos tan cerca de tierra, que no es un pecado grave hacerlo -,dice Chapar.
Sentado en mi puesto, veo con claridad a lo lejos, delante de mí, más allá de las dos inmensas rocas que emergen del mar, la ruptura de la tierra. A la derecha, pues, está Trinidad, y a la izquierda, Venezuela. Sin ninguna duda, estamos en el golfo de Paria, y si el agua es azul y no amarillenta a causa de los aluviones del Orinoco, es que estamos en la corriente del canal que pasa entre los dos países y se dirige hacia mar abierto.
– ¿Qué hacemos? Mejor votar, ¿no? Esto es demasiado grave para que yo tome solo la decisión. A la derecha, la isla inglesa de Trinidad; a la izquierda, Venezuela. ¿Adónde queréis ir? Dadas las condiciones de nuestra embarcación y nuestro estado físico, debemos ir a tierra lo antes posible. Entre nosotros hay dos liberados: Guitou y Corbiére. Nosotros tres: Chapar, Deplanque y yo corremos mayor peligro. A nosotros nos toca decidir. ¿Qué decís vosotros?
– Lo más inteligente es ir a Trinidad. Venezuela significa lo desconocido.
– No hay necesidad de tomar una decisión. Esa canoa de vigilancia lo hará por nosotros -dice Deplanque.
En efecto, una canoa de vigilancia avanza con rapidez hacia nosotros. Se detiene a más de cincuenta metros. Un hombre toma un megáfono. Diviso una bandera que no es inglesa. Llena de estrellas, muy hermosa, nunca en mi vida la había visto. Debe ser venezolana. Más tarde, será “mi bandera”, la de mi nueva patria, el símbolo, para mí, más emotivo, el de tener, como todo. hombre normal, reunidas en un trozo de tela las cualidades más nobles de un gran pueblo: mi pueblo.
– ¿Quién son vosotros? (sic)?
– Somos franceses.
– ¿Están locos?
– ¿Por qué?
– Porque son amarrados a minas (sic).
– ¿Por eso no se acercan ustedes?
– Sí. Desátense pronto.
– Ya está.
En tres segundos, Chapar ha desatado la cuerda. Estamos, ni más ni menos, atados a una cadena de minas flotantes. Es un milagro que no hayamos saltado, me explica el comandante de la lancha guardacostas a la que nos hemos amarrado. Sin subir a bordo, la tripulación nos pasa café, leche caliente bien azucarada y cigarrillos.
– Vayan a Venezuela, serán bien tratados, se lo aseguro. No podemos remolcarlos a tierra porque tenemos que ir a recoger un hombre gravemente herido al faro de Barinas. Sobre todo, no traten de desembarcar en Trinidad, porque tienen nueve probabilidades entre diez de chocar con una mina, entonces…
Después de un “Adiós, buena suerte”, la lancha se va. Nos ha dejado dos litros de leche. Arreglamos la vela. A las diez de la mañana, con el estómago a punto de restablecerse gracias al café y la leche, con un cigarrillo en la boca, desembarco sin tomar ninguna precaución en la arena fina de una playa en la que cincuenta personas esperaban para ver quién llegaba en una embarcación tan extraña, rematada por un mástil tronchado y una vela hecha de camisas, pantalones y chaquetas.
DECIMOTERCER CUADERNO. VENEZUELA
Los pescadores de Irapa
Descubro un mundo, unas gentes, una civilización completamente desconocidos para mí. Estos primeros minutos en suelo venezolano son tan emotivos, que sería preciso un talento superior al poco que yo tengo, para explicar, expresar pintar la atmósfera de la acogida calurosa que nos hace esta población generosa. Los hombres, blancos o negros, pero en su gran mayoría de color muy claro, de un tono blanco tras muchos días de sol, llevan casi todos los pantalones arremangados hasta las rodillas.
– ¡Pobres hombres! ¡En qué estado se encuentran!
La aldea de pescadores a la que hemos llegado se llama Irapa, comunidad de un Estado llamado Sucre. Las mujeres jóvenes, muy lindas, más bien pequeñas, pero muy graciosas, y las más maduras, así como las más ancianas, se transforman todas sin excepción en enfermeras, en hermanas de la caridad o en madres protectoras.
Reunidos bajo el almacén de una casa en el que han instalado cinco hamacas de lana y han puesto una mesa y sillas, nos han untado de manteca de cacao de pies a cabeza. No se han olvidado de untar ni un centímetro de carne viva. Muertos de hambre y de fatiga, pues nuestro prolongado ayuno ha provocado cierta deshidratación en nosotros, estas gentes de la costa saben que debemos dormir, pero también comer en pequeñas cantidades.
Cada uno bien acostado en una hamaca recibe, mientras duerme, la ración que nos mete en la boca una de nuestras improvisadas enfermeras. Me sentía tan rendido, me habían abandonado tan por completo mis fuerzas cuando me extendieron en la hamaca, con mis llagas en carne viva bien untadas de manteca de cacao, que me derrito literalmente mientras duermo y como y bebo sin darme perfecta cuenta de lo que sucede.
Las primeras cucharadas de una especie de tapioca no han podido ser aceptadas por mi estómago vacío. Por supuesto que esto no me sucede a mí solo. Todos nosotros hemos vomitado varias veces una parte o la totalidad de alimento que estas mujeres introducían en nuestra boca.
Las gentes de esta aldea son excesivamente pobres. Sin embargo, todos, sin excepción, contribuyen a ayudarnos. Tres días después, gracias a los cuidados de esta colectividad y gracias a nuestra juventud, estamos casi en pie. Nos levantamos muchas horas y, sentados bajo el cobertizo de hojas de cocotero, que nos dan una sombra fresca, mis camaradas y yo conversamos con estas gentes. No son lo bastante ricos para vestirnos a todos de golpe. Se han formado grupitos. Uno se ocupa principalmente de Guittou, otro de Deplanque, etc. Casi diez personas cuidan de mí.
Los primeros días nos han vestido con cualquier ropa usada, pero escrupulosamente limpia. Ahora, cada vez que pueden, nos compran una camisa nueva, un pantalón, un cinturón, un par de zapatillas. Entre las mujeres que se ocupan de mí las hay muy jóvenes, de tipo indio, pero ya mezclado con sangre española o portuguesa. Una se llama Tibisay; otra, Nenita. Me han comprado una camisa, un pantalón y un par de alpargatas. Tienen la suela de cuero, sin talones, y para cubrir el pie llevan un tejido trenzado. Sólo el empeine está cubierto, los dedos aparecen desnudos y el tejido va a cogerse al talón.
– No hay necesidad de preguntarles de dónde han venido. Por sus tatuajes sabemos que son ustedes evadidos del penal francés.
Esto me emociona más aún. ¡Cómo! ¿Sabiendo que somos hombres condenados por delitos graves, evadidos de una prisión cuya severidad conocen por libros o artículos, estas gentes humildes consideran natural socorrernos y ayudarnos? Vestir a uno cuando se es rico o de posición desahogada, dar de comer a un extranjero que tiene hambre cuando nada falta en casa para la familia y para uno mismo, demuestra, por lo menos, que se es bueno. Pero cortar en dos un pedazo de torta de maíz o de mandioca, cocida al horno por ellos mismos, cuando no -hay bastante para uno mismo y los suyos, compartir la comida frugal que subalimenta más que nutre a su propia comunidad, con un extranjero que, además, es un fugitivo de la justicia, eso es admirable.
Por la mañana, todo el mundo, hombres y mujeres, están silenciosos. Tienen aspecto contrariado y preocupado. ¿Qué sucede? Tibisay y Nenita están junto a mí. He podido afeitarme por vez primera desde hace quince días. Hace ocho que estamos entre estas gentes que llevan su corazón en la mano. Como ha vuelto a formarse una piel muy fina sobre mis quemaduras, he podido arriesgarme a afeitarme. A causa de mi barba, las mujeres tenían sólo una idea vaga sobre mi edad. Están encantadas, y me lo dicen ingenuamente, de saberme joven. Sin embargo, tengo treinta y cinco años, pero represento veintiocho o treinta. Sí, todos estos hombres y mujeres hospitalarios están preocupados por nosotros, lo presiento.