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Este tifón, por otra parte, ha sido memorable, según he sabido después en Trinidad por Monsíeur Agostini, el cónsul francés. Le costó más de seis mil cocoteros de su plantación. Este tifón en forma de tijera ha aserrado literalmente todos esos cocoteros a la altura de un hombre. Han sido arrancadas casas y llevadas por los aires muy lejos, volviendo a caer en tierra o en el mar. Nosotros lo hemos perdido todo: víveres y equipaje, así como los barriles de agua. El mástil se ha partido a menos de dos metros, adiós vela y, lo que es más grave, el gobernalle se ha roto. Por milagro, Chapar ha salvado una pequeña pagaya, y con ella trato de conducir la canoa. Mientras todo el mundo se ha quedado en cueros para confeccionar una especie de vela. Lo hemos utilizado todo, chaquetas, pantalones y camisas. Los cinco vamos en stíp. Esta vela, fabricada con nuestros vestidos y cosida con un canutillo de hilo que estaba a bordo, nos permite casi navegar con nuestro mástil tronchado.

Los vientos alisos han vuelto a soplar, y yo me aprovecho de ello para tratar de poner rumbo al Sur para alcanzar cualquier tierra, aunque sea la Guayana inglesa. Mis camaradas se han comportado todos dignamente durante y después de esta no diré tempestad, porque no sería bastante sino de este cataclismo, de este diluvio, de este ciclón más bien.

Tan sólo al cabo de seis días, dos de ellos de calma absoluta, vemos tierra. Con este trozo de vela que el viento empuja pese a sus agujeros no podemos navegar exactamente como quisiéramos. La pequeña pagaya ya no basta para dirigir con firmeza y seguridad la embarcación. Como estamos todos en cueros, tenemos vivas quemaduras en todo el cuerpo, lo que disminuye nuestras fuerzas para luchar. Ninguno de nosotros tiene ya piel en la nariz, está en carne viva. Los labios, los pies, la entrepierna y los muslos están también en carne viva. La sed nos atormenta hasta tal punto que Deplanque y Chapar han llegado a beber agua salada. Después de esa experiencia, aún sufren más. Pese a la sed y al hambre que nos atenazan, hay algo que sí marcha bien: nadie, absolutamente nadie se queja. El que quiere beber agua salada, y el que se echa agua de mar por encima diciendo que refresca, se da cuenta por sí solo de que el agua salada ahonda sus llagas y le quema aún más a causa de la evaporación.

Soy el único que tiene un ojo completamente abierto y sano, pues todos mis camaradas tienen los ojos llenos de pus y se les pegan constantemente. Los ojos obligan a lavarse cueste lo que cueste, pese al dolor, porque hay que abrir los ojos y ver claro. Un sol de plomo ataca nuestras quemaduras con tan intensidad, que es casi irresistible. Deplanque, medio loco, habla de arrojarse al agua.

Hace casi una hora me parecía distinguir tierra por el horizonte. Por supuesto, me he dirigido en seguida hacia ella sin decir nada, pues no estaba muy seguro. Unas aves llegan y vuelan alrededor de nosotros, así pues no me he equivocado. Sus gritos advierten a mis camaradas que, entontecidos por el sol y la fatiga, se han acostado en el fondo de la canoa, protegiéndose el rostro del sol con sus brazos.

Guittou, después de haberse enjuagado la boca para poder emitir un sonido, me dice:

– ¿Ves tierra, Papi?

– Sí.

– ¿En cuánto tiempo crees que podremos llegar?

– En cinco o siete horas. Escuchad, amigos, yo ya no puedo más. Además de las mismas quemaduras que vosotros, tengo las nalgas en carne viva por el roce con la madera de mi banco y por el agua de mar. El viento no es muy fuerte, avanzamos lentamente y mis brazos tienen constantes calambres, así como mis manos, que están cansadas de agarrarse desde hace tanto tiempo a la pagaya que me sirve de gobernalle. ¿Queréis aceptar una cosa? Quitamos la vela y la tendemos sobre la canoa, como un techo para abrigarnos de este sol de fuego, hasta la noche. La embarcación irá a la deriva por sí sola hacia tierra. Esto es necesario, a menos que uno de vosotros quiera ocupar mi puesto al gobernalle.

– No, no, Papi. Hagamos eso y durmamos todos menos uno a la sombra de la vela.

Al sol, hacia la una de la tarde, hago que se tome esta decisión.

Con una satisfacción animal, me tiendo en el fondo de la canoa, por fin a la sombra. Mis camaradas me han cedido el sitio mejor para que, desde la proa, pueda recibir aire del exterior.

El que está de guardia permanece sentado, pero abrigado a la sombra de la vela. Todo el mundo, hasta el de guardia, cae en seguida en la inconsciencia. Rendidos de fatiga y gozando de esta sombra que, al fin, nos permite escapar a este sol inexorable, nos hemos quedado dormidos.

Un aullido de sirena despierta de golpe a todo el mundo. Aparto la vela. Fuera, es de noche. ¿Qué hora puede ser? Cuando me siento en mí sitio, al gobernalle, una brisa fresca me acaricia todo mi pobre cuerpo, con su piel arrancada, e inmediatamente tengo frío. Pero, ¡qué sensación de bienestar al no sentir quemaduras!

Quitamos la vela. Después de haberme limpiado los ojos con agua de mar -por suerte sólo tengo uno que escuece y supura-, veo tierra muy claramente a mi derecha y a mí izquierda. ¿Dónde estamos? ¿Hacia qué lado debo dirigirme? Se oye de nuevo el aullido de la sirena. Comprendo que la señal viene de la tierra de la derecha. ¿Qué diablos quieren decirnos?

– ¿Dónde crees que estamos, Papi? -pregunta Chapar.

– Francamente, no lo sé. Si esta tierra no está aislada y es un golfo, quizá estemos en el extremo de la punta de la Guayana inglesa, en la parte que va hasta el Orinoco (gran río de Venezuela que hace frontera). Pero si la tierra de la derecha está separada de la de la izquierda por un espacio bastante grande, entonces esta península es una isla, y es Trinidad. A la izquierda, sería Venezuela, o sea, que nos encontraríamos en el golfo de Paria.

Mis recuerdos de las cartas marinas que he tenido ocasión de estudiar me brindan esta alternativa. Si Trinidad está a la derecha y Venezuela a la izquierda, ¿qué escogeremos? Esta decisión pone en juego nuestro destino. No será demasiado difícil, con esta buena brisa, dirigirme a la costa. Por el momento, no vamos ni hacia una ni hacia otra. En Trinidad están los rosbits, el mismo Gobierno que en la Guayana inglesa.

– Estamos seguros de que seremos bien tratados -, dice Guittou.

– Sí, pero ¿qué decisión tomarán por haber abandonado en tiempo de guerra su territorio sin autorización y clandestinamente?

_¿Y Venezuela?

– No se sabe qué tal se pasa -dice Deplanque-. En la época del presidente Gómez, los duros eran obligados a trabajar en las carreteras, en condiciones extremadamente penosas, y luego devolvían a Francia a los cayeneses, como llaman allí a los duros.

– Sí, pero ahora no es lo mismo, estamos en guerra.

– Ellos, por lo que he oído en Georgetown, no están en guerra, son neutrales.

– ¿Seguro?

– Seguro.

– Entonces, es peligrosa para nosotros.

Se distinguen luces en tierra, a la derecha, y también a la izquierda. Otra vez la sirena que, esta vez, aúlla tres veces seguidas. Nos llegan señales luminosas de la derecha. Acaba de salir la luna, está bastante lejos, pero en nuestra trayectoria. Delante, dos inmensas rocas puntiagudas y negras emergen arriba del mar. Debe ser la razón de la sirena: nos advierten que hay peligro.

– ¡Toma, boyas flotantes! Hay todo un rosario de ellas. ¿Por qué no esperamos que se haga de día amarrados a una de ellas? Arría la vela, Chapar.

De un tirón descuelga esos trozos de pantalones y de camisas que, pretenciosamente, llamo vela. Frenando con mi pagaya, pongo proa a una de las “boyas”. Por suerte, la canoa ha conservado un gran trozo de cuerda tan bien atado a su anillo, que el tifón no ha podido arrancarlo. Ya está, ya hemos amarrado. No directamente a esa extraña boya, porque no hay nada en ella para atar la cuerda, sino al cable que la une a otra boya. Estamos bien amarrados al cable de esta delimitación de un canal, sin duda. Sin preocuparnos de los aullidos que continúa emitiendo la costa de la derecha, nos acostamos todos en el fondo de la canoa, cubiertos por la vela para protegernos del viento. Un calor dulce invade mi cuerpo, transido por el viento y el fresco de la noche, y soy, ciertamente, uno de los primeros en roncar a pierna suelta.

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