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Flor de Canela ha muerto en mis brazos. La recogí después de haberme cargado a aquel animal de un golpe de black-jack de la Policía americana que siempre llevo conmigo. Por haber tropezado yo con una camarera y su bandeja, lo que ha retrasado mi intervención, ese bruto ha tenido tiempo de cometer semejante locura. Resultado: la Policía ha cerrado “La Cabaña de Bambú” y nosotros hemos vuelto a Georgetown.

Henos de nuevo en nuestra casa. Indara, como una verdadera hindú fatalista, no cambia de carácter. Para ella, esta ruina no tiene ninguna importancia. Nos dedicaremos a otra cosa, eso es todo. Los chinos, igual. Nada cambia en nuestro armonioso equipo. Ni un reproche por mi extravagante idea de echar a suertes a las chicas, idea que, sin embargo, es la causa de nuestro fracaso. Con nuestros ahorros, después de haber pagado escrupulosamente todas nuestras deudas, hemos entregado una suma a la mamá de Flor de Canela. No nos hacemos mala sangre. Todas las noches vamos al bar donde se reúnen los evadidos. Pasamos veladas encantadoras, pero Georgetown, en razón de las restricciones de la guerra, empieza a fatigarme. Además, mi princesa nunca había sido celosa y yo siempre había conservado toda mi libertad. Ahora, no me deja ni a sol ni a sombra, y se queda durante horas sentada a mi lado, cualquiera que sea el lugar donde me encuentre.

Las probabilidades de dedicarme al comercio en Georgetown se complican. Así, un buen día, me entran ganas de irme de la Guayana inglesa y trasladarme a otro país. No corremos ningún riesgo, es la guerra. Ningún país nos devolverá. Al menos, así lo supongo.

Fuga de Georgetown

Guittou está de acuerdo. También él piensa que debe de haber países mejores y donde sea más fácil vivir que en la Guayana inglesa. Comenzaremos a preparar una fuga. En efecto, salir de la Guayana inglesa es un grave delito. Estamos en tiempo de guerra y ninguno de nosotros tiene pasaporte.

Chapar, que se evadió de Cayena después de haber sido desinternado, está aquí desde hace tres meses. Trabaja por un dólar cincuenta diario haciendo hielo en una pastelería china. También él quiere partir de Georgetown. Un prófugo de Dijon, Deplanque, y un bordelés son también candidatos a la fuga. Cuic y el manco prefieren quedarse. Se encuentran bien aquí.

Como la salida del Demerara está muy vigilada y bajo el fuego de nidos de ametralladoras, lanzatorpedos y cañones, copiaremos exactamente una embarcación de pesca matriculada en Georgetown y saldremos haciéndonos pasar por ella. Me recrimino por no guardarle agradecimiento a Indara y por no corresponder como debiera a su amor total. Pero nada puedo hacer, se me pega tanto, que ahora me saca los nervios de quicio, me exaspera. Los seres sencillos, puros, no retienen sus deseos y no esperan que aquel a quien aman los solicite para hacer el amor. Esta hindú reacciona exactamente como las hermanas indias de la Guajira. En el momento en que sus sentidos tienen deseos de expansionarse, se ofrecen, y si no se las toma, la cosa es muy grave. Un dolor verdadero y tenaz germina en lo más profundo de su yo, y eso me irrita, pues como con las hermanas indias, no quiero hacer sufrir a Indara y debo esforzarme para que, en mis brazos, goce lo más posible.

Ayer, he asistido a la cosa más linda que puede verse en materia de mímica para expresar lo que se siente. En la Guayana inglesa, existe una especie de esclavitud moderna. Los javaneses vienen a trabajar en las plantaciones de algodón, de caña de azúcar o de cacao con contratos de cinco y diez años. Marido y mujer se ven obligados a salir todos los días al trabajo' salvo cuando están enfermos. Pero si el doctor no los reconoce, tienen que efectuar como castigo un mes de trabajo suplementario al final del contrato. Y se añaden otros meses por otros delitos menores. Como todos son jugadores, contraen deudas con la plantación y, para pagar sus deudas, firman, a fin de conseguir una prima, un enganche de uno o varios años.

Prácticamente, no salen nunca. Para ellos, que son capaces de jugarse a su mujer y mantener escrupulosamente su palabra, una sola cosa es sagrada: sus hijos. Hacen todo para conservarlos free (libres). Vencen las mayores dificultades y pasan privaciones, pero muy raramente uno de sus niños firma un contrato con la plantación.

Hoy, se celebra una boda de una muchacha hindú. Todo el mundo va vestido con largas túnicas: las mujeres con velo blanco y los hombres, con túnicas blancas que les llegan hasta los pies. Muchas flores de azahar. La escena, después de muchas ceremonias religiosas, se desarrolla en el momento en que el novio se va a llevar a su mujer. Los invitados están a derecha e izquierda de la puerta de la casa. A un lado, las mujeres; al otro, los hombres. Sentados en el umbral de la casa, con la puerta abierta, el padre y la madre. Los recién casados abrazan a los miembros de la familia y pasan entre las dos hileras de varios metros de largo. De súbito, la novia se escapa de los brazos de su marido y corre hacia su madre. La madre se tapa los ojos con una mano y, con la otra, se la devuelve al marido.

Este tiende los brazos y la llama. Ella gesticula o expresa que no sabe qué hacer. Su madre le ha dado la vida y, muy bien, hace ver como que del vientre de su mamá sale una cosita. Luego su madre le ha dado el pecho. ¿Va a olvidarse de todo eso para seguir al hombre que ama? Quizá, pero no tengas prisa, le dice mediante gestos y ademanes; espera un poco todavía, déjame contemplar otra vez a estos padres tan buenos que, hasta que te he encontrado, han sido la única razón de mi vida.

Entonces, también él gesticula dando a entender que la vida exige de ella que también sea esposa y madre. Todo esto al son de los cánticos de las muchachas y de los muchachos que les responden. Al final, después de haberse vuelto a escapar de los brazos de su marido, después de haber abrazado a sus padres, da unos pasos corriendo y salta a los brazos de su marido, que se la lleva rápidamente hasta la carreta adornada con guirnaldas de flores que los espera.

La fuga se prepara minuciosamente. Una canoa ancha y larga, con una buena vela, un foque y un gobernalle de primera calidad son preparados tomando precauciones para que la Policía no se dé cuenta.

Escondemos la embarcación en Penitence River, el riachuelo que desemboca en el gran río, el Demerara, pero más abajo de nuestro barrio. Está pintada y numerada exactamente como una barca de pesca de chinos matriculada en Georgetown. Iluminada por los focos, sólo la tripulación es distinta. Para disimular mejor, no podremos estar de pie, pues los chinos de la embarcación copiada son pequeños y enjutos, y nosotros, altos y fuertes.

Todo transcurre sin complicaciones y salimos flamantes del Demerara para hacernos a la mar. A pesar de la alegría por haber salido y evitado el peligro de ser descubiertos, una sola cosa me impide saborear por completo este éxito, y es el hecho de haber partido como un ladrón, sin habérselo dicho a mi princesita hindú. No estoy contento de mí. Ella, su padre y su raza no me han hecho más que bien y, en cambio, yo les he pagado mal. No trato de buscar argumentos para justificar mi conducta. Considero que es poco elegante lo que he hecho, y no estoy del todo contento de mí. Sobre la mesa he dejado ostensiblemente seiscientos dólares, pero el dinero no paga las atenciones recibidas.

Debíamos tomar rumbo Norte durante cuarenta y ocho horas. Pensando de nuevo en mi antigua idea, quiero ir a Honduras británica. Y para eso debemos estar más de dos días en alta mar.

La expedición fugitiva está formada por cinco hombres: Guittou, Chapar, Barriére, un bordelés, Deplanque, un tipo de Dijon y yo, Papillon, capitán responsable de la navegación.

Apenas llevamos treinta horas en el mar, cuando nos vemos envueltos en una tempestad espantosa seguida de una especie de tifón o ciclón. Relámpagos, truenos, lluvia, olas enormes y desordenadas, viento huracanado que forma torbellinos en el mar nos arrastran, sin que podamos resistirnos a una dramática carrera por un mar como nunca lo había visto y ni siquiera lo había imaginado. Por primera vez, según mi experiencia, los vientos soplan cambiando de dirección, hasta el punto de que los alisos se han borrado completamente y la tormenta nos hace dar vueltas en dirección opuesta. Si esto hubiera durado ocho días, nos devolvía a los duros.

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