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DUODÉCIMO CUADERNO. GEORGETOWN

La vida en Georgetown

Por la tarde, tras haber recibido diferentes vacunas, somos trasladados al puesto de Policía de la ciudad, una especie de Comisaría gigantesca donde centenares de policías entran y salen sin cesar. El superintendente de la Policía de Georgetown, primera autoridad policial responsable de la tranquilidad de este importante puerto, nos recibe inmediatamente en su despacho. A su alrededor, oficiales ingleses vestidos de caqui, impecables en sus shorts y sus calcetines blancos. El coronel nos hace seña de que nos sentemos ante el y, en perfecto francés, nos pregunta:

– ¿De dónde venían ustedes cuando les localizaron en el mar? -Del presidio de la guayana francesa.

– Haga el favor de decirme los puntos exactos de donde se han evadido ustedes.

– Yo, de la isla del Diablo. Los otros, de un campo semipolítico de Inini, cerca de Kourou, Guayana francesa.

– ¿A cuánto le condenaron?

– A perpetuidad.

– ¿Motivo?

– Asesinato.

– ¿Y los chinos?

– Asesinato también.

– ¿Condena?

– Perpetuidad.

– ¿Profesión?

– Electricista.

– ¿Y ellos?

– ¿Es usted partidario de De Gaulle o de Pétain?

– Nosotros no sabemos nada de eso. Somos prisioneros que tratamos de volver a vivir honradamente en libertad.

– Les asignaremos una celda que está abierta día y noche. Les pondremos en libertad cuando hayamos examinado sus declaraciones. Si han dicho ustedes la verdad, no tienen nada que temer. Comprendan que estamos en guerra y, por lo tanto, obligados a tomar aún más precauciones que en tiempo normal.

En suma, que al cabo de ocho días estamos en libertad. Nos hemos aprovechado de esos ocho días en el puesto de Policía para procurarnos efectos decentes. Correctamente vestidos, mis dos chinos y yo nos encontramos a las nueve de la mañana en la calle, provistos de una tarjeta de identidad con nuestras fotografías.

La ciudad, de 250 000 habitantes, es casi toda de madera, edificada a la inglesa: la planta baja, de cemento, y el resto, de madera. Las calles y avenidas bullen de público de todas las razas: blancos, achocolatados, negros, hindúes, coolíes, marinos ingleses y americanos y nórdicos. Estamos un poco abrumados por encontrarnos ante esta muchedumbre abigarrada. Nos invade un gozo desbordante tan grande en nuestros corazones, que hasta debe de verse en nuestras caras, incluso en las de los indochinos, pues muchas personas nos miran y nos sonríen amablemente.

– ¿Adónde vamos? -pregunta Cuic.

– Tengo una dirección aproximada. Un policía negro me ha dado las señas de dos franceses en Penitence River's.

Una vez informados, resulta ser un barrio donde viven exclusivamente hindúes. Me dirijo a un policía vestido de blanco, impecable. Le muestro la dirección. Antes de responder, nos pide nuestras tarjetas de identidad. Orgullosamente, se la doy.

– Muy bien; gracias.

Entonces, se toma la molestia de meternos en un tranvía, después de haber hablado con el conductor. Salimos del centro de la ciudad y, veinte minutos después, el conductor nos hace bajar. Debe ser aquí. Por la calle, preguntamos:

– ¿Frencbmen?

Un joven nos hace señal de que le sigamos. Todo derecho, nos conduce a una casita baja. Apenas me aproximo, cuando tres hombres salen de ella haciendo ademanes acogedores.

– ¿Cómo? ¿Estás aquí, Papi?

– ¡No es posible! dice el mayor, de cabellos completamente blancos-. Entra. Esta es mi casa. ¿Van contigo los chinos?

– Sí.

– Entrad y sed bien venidos.

Este viejo forzado se llama Guittou Auguste, llamado el Guittou. Es un marsellés de pura cepa que vino en el mismo convoy que yo, en el La Martiniére, en 1933, hace nueve años. Tras una fuga malograda, fue liberado de su pena principal y, en calidad de liberado, se evadió hace tres años, me dice. Los otros dos son Petit-Louis, un tipo de Arlés, y un tolonés, Julot. También ellos partieron después de haber concluido su condena, pero hubieran debido quedarse en la Guayana francesa el mismo número de años a que habían sido condenados: diez y quince respectivamente (esta segunda condena se llama doblaje).

La casa tiene cuatro piezas: dos habitaciones, una cocina-comedor y un taller. Hacen calzado de balata, especie de caucho natural que se recoge en la selva y que se puede, con agua caliente, trabajar y modelar muy bien. El único inconveniente es que sí se expone mucho al sol, se funde, pues ese caucho no está vulcanizado. Esto se remedia intercalando láminas de tejido entre – las capas de balata.

Maravillosamente recibidos, con el corazón ennoblecido por el sufrimiento, Guittou nos prepara una habitación para nosotros tres y nos instala en su casa sin dudarlo. Sólo hay un problema: el cerdo de Cuic, pero Cuic pretende que no ensuciará la casa, que es seguro que irá a hacer sus necesidades él solo afuera.

Guítou dice:

– Bueno, ya veremos; por el momento, quédatelo.

Provisionalmente, hemos preparado tres camas en el suelo con viejos capotes de soldado.

Sentados ante la puerta, fumando los seis algunos cigarrillos, le cuento a Guittou todas mis aventuras de nueve años. Sus dos amigos y él escuchan todo oídos, y viven con intensidad mis aventuras, pues las sienten en su propia experiencia. Dos de ellos conocieron a Sylvain y se lamentan sinceramente de su horrible muerte. Ante nosotros, pasan y traspasan gentes de todas las razas. De vez en cuando, entra alguien que compra zapatos o una escoba, pues Guittou y sus amigos fabrican también escobas para ganarse la vida. Me entero por ellos de que, entre presidiarios y relegados, hay una treintena de evadidos en Georgetown. Por la noche se reúnen en un bar del centro, donde beben juntos ron o cerveza. Todos trabajan para subvenir a sus necesidades, cuenta Julot, y en su mayoría se portan bien.

Mientras tomamos el fresco a la sombra, a la puerta de la casita, pasa un chino a quien Cuic interpela. Sin decirme nada, Cuic se va con él, y también el manco. No deben de ir lejos) pues el cerdo los sigue. Dos horas después, Cuic regresa con un asno que tira de una pequeña carreta. Orgulloso como Artabánín detiene su borrico, al que habla en chino. El asno parece comprender esa lengua. En la carreta, hay tres camas de hierro desmontables, tres colchones, almohadas y tres maletas. La que me da está llena de camisas, calzoncillos, jerséis de piel, más dos pares de zapatos, corbatas, etcétera.

– ¿Dónde has encontrado esto, Cuíc?

– Me lo han dado mis compatriotas. Mañana iremos a visitarlos, ¿quieres?

– De acuerdo.

Esperábamos que Cuíc volviera a marcharse con el asno y la carreta, pero no ocurre nada de eso. Desunce el asno y lo ata en el patio.

– También me han regalado la carreta y el asno. Con esto, puedo ganarme la vida fácilmente. Mañana por la mañana, un paisano mío vendrá a adiestrarme.

– Se dan prisa, los chinos.

Guittou acepta que el vehículo y el asno estén, provisionalmente, en el patio. Todo va bien en nuestro primer día libre Por la noche, los seis, alrededor de la mesa de trabajo, comemos una buena sopa de legumbres hecha por Julot, y un buen plato de spaghetti.

– Cada cual, por turno, se encargará de la vajilla y de la limpieza de la casa -dice Guíttou.

Esta comida en común es el símbolo de una primera pequeña comunidad llena de calor. Esta sensación de saberse ayudado en los primeros pasos en la vida libre es muy reconfortante. Cuic, el manco y yo nos sentimos verdadera y plenamente felices. Tenemos un techo, una cama y amigos generosos que, en su pobreza, nos han ayudado noblemente.

– ¿Qué querrías hacer esta noche, Papillon? -me pregunta Guittou-. ¿Quieres que bajemos al centro, a ese bar al que van todos los evadidos?

– Esta noche preferiría quedarme aquí. Baja tú, si quieres; no te molestes por mí.

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