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Una tacita de café y nos vamos al puesto de Policía. A pie, queda a doscientos metros aproximadamente. Todos los policías nos saludan y nos miran sin especial curiosidad. Tras haber pasado ante dos centinelas de ébano con uniforme caqui, entramos en un despacho severo e imponente. Un oficial cincuentón, con camisa y corbata caqui, cuajado de insignias y medallas, se pone en pie. Lleva pantalón corto y nos dice en francés:

– Buenos días. Siéntense. Antes de tomar oficialmente su declaración, deseo hablar un poco con ustedes. ¿Qué edad tienen?

– Veintiséis y diecinueve años.

– ¿Por qué han sido condenados?

– Por homicidio.

– ¿Cuál es su pena?

– Trabajos forzados a perpetuidad.

– Entonces, no es por homicidio. ¿Es por asesinato?

– No, señor, en mi caso es por homicidio.

– En el mío, por asesinato dice Maturette-. Tenía diecisiete años.

– A los diecisiete años, uno sabe lo que se hace, dice el oficial. En Inglaterra, si el hecho hubiese sido probado, le habrían ahorcado a usted. Bien, las autoridades inglesas no tienen por qué juzgar a la justicia francesa. Pero en lo que no estamos de acuerdo es en que manden a la Guayana francesa a los condenados. Sabemos que es un castigo infrahumano y poco digno de una nación civilizada como Francia. Pero, por desgracia, no pueden ustedes quedarse en Trinidad ni en ninguna otra isla inglesa. Es imposible. Por lo cual, les pido que se jueguen la partida honradamente y no busquen escapatoria, enfermedad u otro pretexto, a fin de retrasar la marcha. Podrán ustedes descansar libremente en Port of Spain de quince a dieciocho días. Su canoa es buena, al parecer. Haré que se la traigan aquí, al puerto. Si hay que hacer reparaciones, los carpinteros de la Marina Real se encargarán de ello. Para irse recibirán ustedes todos los víveres necesarios, así como una buena brújula y una carta marina. Espero que los países sudamericanos les acepten. No vayan a Venezuela, pues serán detenidos y obligados a trabajar en las carreteras hasta el día en que les entregarán a las autoridades francesas. Después de una grave falta, un hombre no está obligado a ser un perdido toda la vida. Son ustedes jóvenes y sanos, parecen simpáticos. Por eso, espero que, después de lo que han debido soportar, no querrán ser vencidos para siempre. El mero hecho de haber venido aquí demuestra lo contrario. Me alegro de ser uno de los elementos que les ayudarán a convertirse en hombres buenos y responsables. Buena suerte. Si tienen algún problema, telefoneen a este número; les contestarán en francés.

Llama y un paisano viene a buscarnos. En una sala donde varios policías y paisanos escriben a máquina, un paisano toma nuestra declaración.

– ¿Por qué han venido a Trinidad?

– Para descansar.

– ¿De dónde vienen?

– De la Guayana francesa.

– Para evadirse, ¿han cometido ustedes un delito, causando lesiones o la muerte de otras personas?

– No hemos herido gravemente a nadie.

– ¿Cómo lo saben?

– Lo supimos antes de marcharnos.

– Suedad, su situación penal con respecto a Francia… Señores, tienen ustedes de quince a dieciocho días para descansar aquí. Son completamente libres de hacer lo que quieran durante ese tiempo. Si cambian de hotel, avisen. Soy el sargento Willy. Aquí, en mi tarjeta, hay dos teléfonos: éste es mi número oficial de la Policía; ése, mi número particular. Sea lo que sea, si les pasa algo y necesitan ayuda, llámenme inmediatamente. Sabemos que la confianza que les otorgamos está en buenas manos. Estoy seguro de que se portarán bien.

Unos instantes más tarde, Mr. Boweri nos acompaña a la clínica. Clousiot está contento de vernos. No le contamos nada de la noche pasada en la ciudad. Le decimos tan sólo que somos libres de ir adonde nos venga en gana. Se queda tan sorprendido que dice:

– ¿Sin escolta?

– Sí, sin escolta.

– Pues ¡mira que son raros los rosbifs!'.

Bowen, que había salido en busca del doctor, regresa con éste. El doctor pregunta a Clousiot:

– ¿Quién le redujo la fractura, antes de atarle las tablillas?

– Yo mismo y otro que no está aquí.

– Lo hicieron tan bien que no hay necesidad de refracturar la pierna. El peroné fracturado ha quedado bien encajado. Nos limitaremos a escayolar y poner un hierro para que pueda usted andar un poco. ¿Prefiere quedarse aquí o ir con sus compañeros?

– Irme con ellos.

– Bien, mañana podrá usted reunirse con ellos.

Nos deshacemos en palabras de agradecimiento. Mr. Boweri y el doctor se retiran y pasamos el fin de la mañana y parte de la tarde con nuestro amigo. Estamos radiantes cuando, al día siguiente, nos encontramos reunidos los tres en nuestra habitación de hotel, con la ventana abierta de par en par y los ventiladores en marcha para refrescar el ambiente. Nos felicitamos recíprocamente por el buen semblante que tenemos y el excelente aspecto que nos dan nuestros nuevos trajes, Cuando veo que la conversación se reanuda acerca del pasado, les digo:

– Ahora, esforcémonos en olvidar el pasado y fijémonos más bien en el presente y el futuro. ¿Adónde iremos? ¿Colombia? ¿Panamá? ¿Costa Rica? Habría que consultar a Bowen sobre los países donde tenemos posibilidades de ser admitidos.

Llamo a Bowen a su bufete, no está. Llamo a su casa, en San Fernando. Su hija se pone al aparato. Tras cruzarnos varias frases amables, me dice:

– Monsieur Henri, cerca del hotel, en el Frencb Market, hay autobuses que vienen a San Fernando. ¿Por qué no vienen a pasar la tarde en casa? Vengan, les espero.

Y hétenos aquí a los tres camino de San Fernando. Clousiot está magnífico con su traje semimilitar de color regaliz.

Ese retorno a la casa que con tanta bondad nos acogiera nos emociona a los tres. Parece como si esas mujeres comprendiesen nuestra emoción, pues dicen al unísono:

– Ya están de regreso en su casa, queridos amigos. Siéntense cómodamente.

Y en vez de decirnos “señor”, cada vez que se dirigen a nosotros nos llaman por el nombre de pila:

– Henri, páseme el azúcar.

André -Maturette se llama André-, ¿un poco más pudding?

Mrs. y Miss Bowen, espero que Dios las haya recompensado por tanta bondad como tuvieron para con nosotros y que sus elevadas almas, que tantas finas alegrías nos prodigaron, hayan gozado de inefables dichas.

Discutimos con ellas y desplegamos el mapa sobre una mesa. Las distancias son grandes: mil doscientos kilómetros para llegar al primer puerto colombiano: Santa Marta; dos mil cien kilómetros, para Panamá; dos mil quinientos para Costa Rica. Llega Master Bowen:

– He telefoneado a todos los Consulados y traigo una buena noticia: pueden recalar, algunos días en Curasao para descansar. Colombia no tiene establecido ningún compromiso a propósito de los evadidos. Que sepa el cónsul, nunca han llegado evadidos por mar a Colombia. En Panamá y otras partes, tampoco.

– Conozco un sitio seguro para ustedes -dice Margaret, la hija de Mr. Bowen-. Pero queda muy lejos, a tres mil kilómetros por lo menos.

– ¿Dónde es? -pregunta su padre.

– En Honduras británica. El gobernador es mi padrino.

Miro a mis amigos y les digo:

– Destino: Honduras británica.

Es una posesión inglesa, que, al Sur, linda con la República de Honduras y, al Norte, con México.

Pasamos la tarde, ayudados por Margaret y su madre, trazando la ruta. Primera etapa: Trinidad-Curasao, mil kilómetros. Segunda etapa: de Curasao a una isla cualquiera en nuestra derrota. Tercera etapa: Honduras británica.

Como nunca se sabe lo que puede pasar en el mar, además de víveres que nos dará la Policía, decidimos que en una caja especial, cargaremos conservas de reserva: carne, legumbres, mermelada, pescado, etc. Margaret nos dice que el supermercado “Salvattori” estará encantado de regalarnos esas conservas.

– En caso de negativa -añade con sencillez-, se las compraremos mamá y yo.

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