El día siguiente, la cosa no se demora. A las nueve de la mañana, vienen a buscarme para ver a un señor que me espera en el despacho del comandante. Cuando llego, el policía se queda fuera y me encuentro ante una persona de unos sesenta años, vestido de color gris claro, con corbata gris. Sobre la mesa, un gran sombrero de fieltro tipo cowboy. Una gran perla gris azul plata destella como en un estuche prendido en la corbata. Ese hombre flaco o enjuto no carece de cierta elegancia.
– Bonjour, Monsieur.
– ¿Habla usted francés?
– sí, señor, soy libanés de origen. Creo que tiene usted monedas de oro de cien pesos, me interesan. ¿Quiere usted quinientos por cada una?
– No, seiscientos cincuenta.
– ¡Está usted mal informado, señor! Su precio máximo por moneda es de quinientos cincuenta.
– Mire, como se queda con todas, se las dejo en seiscientos.
– No, quinientos cincuenta.
Total, que nos ponemos de acuerdo en quinientos ochenta. Trato hecho.
– ¿Qué han dicho?
– Trato hecho, comandante, a quinientos ochenta. la venta se hará mañana a mediodía.
Se va. El comandante se levanta y me dice:
– Muy bien. Entonces, ¿cuánto me toca?
– Doscientos cincuenta por moneda. Ve usted, le doy dos veces y media más de lo que quería usted ganar, cien pesos por moneda.
Sonríe y dice:
– ¿Y el otro asunto?
– Primero, que venga el cónsul después de mediodía para cobrar el dinero. Cuando se haya marchado, te diré el segundo asunto.
– ¿Así, pues, es verdad que hay otro?
– Tienes mi palabra.
– Bueno, ojalá.
A las dos, el cónsul y el libanés están ahí. Este me da veinte mil ochocientos pesos. Entrego doce mil seiscientos al cónsul y ocho mil doscientos ochenta al comandante. Firmo un recibo al comandante certificando que me ha entregado las treinta y seis monedas de oro. Nos quedamos solos, el comandante y yo. Le cuento la escena de la superiora.
– ¿Cuántas perlas?
– Quinientas o seiscientas.
– Hubiese debido traértelas o mandártelas, o entregarlas a la Policía. Voy a denunciarla.
– No, irás a verla y le entregarás una carta de mi parte, en francés. Antes de hablar de la carta, le pedirás que haga venir a la irlandesa.
la irlandesa es quien debe leer la carta escrita en francés y traducirla. Muy bien. Voy allá.
– ¡Espera a que escriba la carta!
– ¡Ah, es verdad! José, ¡prepara el coche con dos policías! -grita por la puerta entreabierta.
Me siento al escritorio del comandante y, en papel con membrete de la prisión, escribo la carta siguiente:
Madre Superiora del convento: Para entregar a la buena y caritativa hermana irlandesa.
Cuando Dios me condujo a su casa, donde creí recibir la ayuda a la que todo perseguido tiene derecho según la ley cristiana, tuve el gesto de confiarle un talego de perlas de mi propiedad para garantizarle que no me iría clandestinamente de su techo que alberga una casa de Dios. Un ser vil ha creído que era su deber denunciarme a la Policía que, rápidamente, me detuvo en su casa. Espero que el… alma abyecta que cometió aquella acción no sea un alma que pertenezca a una de las hijas de Dios, de su casa. No puedo decirle que le la perdono, a esa alma putrefacta, pues sería mentir. Por el contrario, pediré con fervor que Dios o uno de sus santos castigue sin misericordia a la o al culpable de un pecado tan monstruoso. Le ruego, madre superiora, que entregue al comandante Cesario el talego de perlas que le confié. El me las entregará religiosamente, estoy seguro. Esta carta le servirá a usted de recibo.
Le ruego, etc…
Como el convento dista ocho kilómetros de Santa Marta, el coche no regresa hasta hora y media después. El comandante, entonces, me envía a buscar.
– Ya está. Cuéntalas por si falta alguna.
Las cuento. No por saber si falta alguna, pues no sé exactamente su número, sino para saber cuántas perlas están ahora en manos de ese rufián: quinientas sesenta y dos.
– ¿Es eso?
– Sí.
– ¿No falta ninguna?
– No. Ahora, cuéntame.
– Cuando he llegado al convento, la superiora estaba en el patio. Encuadrado por los dos policías, he dicho: “Señora, para un asunto muy grave que usted adivinará, es necesario que hable con la hermana irlandesa en presencia de usted. “
– ¿Y entonces?
– La hermana ha leído temblorosa esa carta a la superiora. Esta no ha dicho nada. Ha bajado la cabeza, ha abierto el cajón de su escritorio y me ha dicho: “Ahí está el talego, con sus perlas. Que Dios perdone a la culpable de un crimen semejante hacia ese hombre. Dígale que rezamos por él.” ¡Y ya está, hombre! -termina diciendo, radiante, el comandante.
– ¿Cuándo vendemos las perlas?
– Mañana. No te pregunto de dónde proceden, ahora sé que eres un matador peligroso, pero sé también que eres un hombre de palabra y persona honrada. Toma, llévate este jamón y esta botella de vino y este pan francés para que celebres con tus amigos este día memorable.
– Buenas noches…
Y llego con una botella de dos litros de chianti, un jamón ahumado de casi tres kilos y cuatro panes largos franceses. Es una cena de fiesta. El jamón, el pan y el vino menguan rápidamente. Todo el mundo come y bebe con buen apetito.
– ¿Crees que un abogado podría hacer algo por nosotros?
Me echo a reír. ¡Pobrecitos, también ellos han creído en el cuento del abogado!
– No lo sé. Hay que estudiar y consultar antes de pagar.
– Lo mejor -dice Clousiot- sería pagar sólo en caso de éxito.
– Sí, hay que encontrar un abogado que acepte esa proposición.
Y no hablo más del asunto. Estoy un poco avergonzado.
El día siguiente, vuelve el libanés:
– Resulta muy complicado dice-. Primero, hay que clasificar las perlas por tamaños; luego, por oriente; después según la forma; ver si son bien redondas o raras.
En suma, no sólo es complicado, sino que, además, el libanés dice que debe traer a otro posible comprador, más competente que él. En cuatro días, terminamos. Paga treinta mil pesos. En el último momento he retirado una perla rosa y dos perlas negras para regalárselas a la mujer del cónsul belga. Como buenos comerciantes, ellos lo han aprovechado para decir que esas tres perlas valen cinco mil pesos. De todos modos, me quedo con las perlas.
El cónsul belga pone dificultades para aceptar las perlas. Me guardará los quince mil pesos. Por lo tanto, poseo veintisiete mil pesos. Ahora, el problema estriba en llevar a buen término el tercer asunto.
¿Cómo y de qué manera lo emprenderé? Un buen obrero ganaba en Colombia de ocho a diez pesos diarios. Así pues, veintisiete mil pesos son una fuerte suma. Al hierro candente, batir de repente. Es lo que haré. El comandante ha cobrado veintitrés mil pesos. Con esos otros veintisiete mil, tendrá cincuenta mil francos.
¿cuánto vale una tienda que hiciese vivir a alguien mejor de lo que vive usted?
– Un buen comercio vale, al contado, de cuarenta a sesenta mil pesos.
– ¿Y qué renta? ¿Tres veces más de lo que usted gana? ¿Cuatro veces?
– Más. Produce cinco o seis veces más de lo que gano.
– ¿Por qué no se hace usted comerciante?
– Necesitaría el doble de lo que tengo.
– Escucha, comandante, tengo un tercer asunto que proponer.
– No juegues conmigo.
– No, te lo aseguro. ¿Quieres los veintisiete mil pesos que tengo? Serán tuyos cuando quieras.
– ¿Cómo?
– Déjame marchar.
– Escucha, francés, sé que no confías en mí. Antes, quizá, tenías razón. Pero ahora que, gracias a ti, he salido de la miseria o casi, cuando puedo comprarme una casa y mandar a mis hijos a un colegio de pago, sabe que soy tu amigo. No quiero robarte y que te maten; aquí no puedo hacer nada por ti, ni siquiera por una fortuna. No puedo hacerte evadir con posibilidades de éxito.
– ¿Y si te demuestro lo contrario?
– Entonces ya veremos, pero antes piénsalo bien.