Dos días después de nuestra llegada, nos reúnen a los seis en la capilla en presencia del director, de algunos policías y de siete u ocho periodistas gráficos.
– ¿Son ustedes los evadidos del presidio francés de la Guayana?
– No lo hemos negado nunca.
– ¿Por qué delitos habéis sido condenados tan severamente cada uno de vosotros?
– Eso no tiene ninguna importancia. Lo importante es que no hemos cometido ningún delito en tierra colombiana y que su nación no sólo nos niega el derecho a rehacer nuestra vida, sino que también sirve de cazador de hombres, de gendarme, al Gobierno francés.
– Colombia cree que no debe aceptaros en su territorio.
– Pero yo, personalmente, y otros dos camaradas estábamos y estamos muy decididos a no vivir en este país. Nos detuvieron a los tres en alta mar y no en vías de desembarcar en esta tierra. Por el contrario, hacíamos todos los esfuerzos posibles para alejarnos de ella.
– LOS franceses, -dice un periodista de un diario católico- son casi todos católicos, como nosotros los colombianos.
– Es posible que ustedes se digan católicos, pero su forma de obrar es muy poco cristiana.
– ¿Qué nos echa usted en cara?
– El ser colaboradores de los esbirros que nos persiguen. Es más, el hacer la labor de éstos. De habernos despojado de nuestra embarcación con todo lo que nos pertenecía y que era muy nuestro, donación de los católicos de la isla de Curasao, tan notablemente representados por el obispo Irénée de Bruyne. No podemos encontrar admisible que no queráis correr el riesgo de la experiencia de nuestra problemática regeneración y que, por si fuese poco, nos impidáis ir más lejos, por nuestros propios medios, hasta un país donde, quizás, aceptarían correr ese riesgo. Eso es inaceptable.
– ¿Nos guardáis rencor a los colombianos?
– No a los colombianos en sí, sino a su sistema policiaco y judicial.
– ¿Qué quiere usted decir?
– Que cualquier error puede ser rectificado cuando se quiere. Déjennos ir por mar a otro país.
– Intentaremos conseguir eso.
Cuando de nuevo estamos en el patio, Maturette me dice:
– ¡Vaya! ¿Has comprendido? Esta vez no hay que hacerse ilusiones, macho. Estamos en la fritada y no nos va a ser nada fácil saltar de la sartén.
– Queridos amigos, no sé si, unidos, seríamos más fuertes. Yo sólo os digo que cada uno puede hacer lo que mejor le parezca. En cuanto a mí, es preciso que me fugue de esta famosa “80”.
El jueves me llaman al locutorio y veo a un hombre bien vestido, de unos cuarenta y cinco años. Le miro. Se parece asombrosamente a Louis Dega.
– ¿Eres tú Papillon?
– sí.
– Soy Joseph, hermano de Louis Dega. He leído los periódicos y vengo a verte.
– ¿Viste a mi hermano allí? ¿Le conoces?
Le cuento exactamente la odisea de Dega hasta el día en que nos separamos en el hospital. Me hace saber que su hermano está en las Islas de la Salvación, noticia que le ha llegado desde Marsella. Las visitas tienen lugar en la capilla, 207 los jueves Y dice que, en Barranquilla, viven una docena de franceses venidos a buscar fortuna con sus mujeres. Todos son chulos de putas. En un barrio especial de la ciudad, una docena y media de prostitutas mantienen la alta tradición francesa de la prostitución distinguida y hábil. Siempre los mismos tipos de hombres, los mismos tipos de mujer que, desde El Cairo al Líbano, de Inglaterra a Australia, de Buenos Aires a Caracas, de Saigón a Brazzaville, pasean por la tierra su especialidad, vieja como el mundo, la prostitución y la forma de vivir de ella.
Joseph Dega me comunica algo sensacional: los chulos franceses de Barranquilla están preocupados. Tienen miedo de que nuestra llegada a la prisión turbe su tranquilidad y cause perjuicio a su floreciente comercio. En efecto, si uno o varios de nosotros se fugan, la Policía irá a buscarles en las casetas de las francesas, aunque al evadido nunca se le ocurra pedir asistencia allí. De ahí, indirectamente, la Policía puede descubrir muchas cosas: documentación falsa, autorizaciones de residencia caducadas o irregulares. Buscarnos provocaría verificaciones de identidad y de residencia. Y hay mujeres y hasta hombres que, si son descubiertos, podrían sufrir graves molestias.
Ya estoy bien informado. Añade que él está a mi disposición para lo que sea y que vendrá a verme los jueves y domingos. Le doy las gracias a ese buen chico, quien después me demostró que sus promesas eran sinceras. Me informa asimismo de que, según los periódicos, nuestra extradición ha sido concedida a Francia. ¡Bien! Señores, tengo muchas cosas que decirles.
– ¿Qué? -exclaman los cinco a coro.
– En primer lugar, que no debemos hacernos ilusiones. La extradición es cosa hecha. Un barco especial de la Guayana francesa vendrá a buscarnos para devolvernos allí de donde vinimos. Luego, que nuestra presencia es causa de preocupación para nuestros chulos, bien afincados en esta ciudad. No para el que me ha visitado. Este se ríe de las consecuencias, pero sus colegas de corporación temen que, si uno de nosotros se evade, les ocasionemos molestias.
Todo el mundo suelta la carcajada. Creen que me guaseo. Clousiot dice:
– Señor chulo Fulano de tal, ¿me da usted permiso para evadirme?
– Basta de bromas. Si vienen a vernos putas, hay que decirles que no vuelvan. ¿Entendido?
– Entendido.
En nuestro patio hay, como dije, un centenar de presos colombianos. Distan de ser unos imbéciles. Los hay auténticos, buenos ladrones, falsificadores distinguidos, estafadores de mente ingeniosa, especialistas del atraco a mano armada, traficantes de estupefacientes y algunos pistoleros especialmente preparados en esa profesión, tan trivial en América, para numerosos ejercicios. Allí, los ricos, los políticos y los aventureros que han tenido éxito alquilan los servicios de esos pistoleros, que actúan por ellos.
Las pieles de esos hombres son de colores varios. Van del negro africano de los senegaleses a la piel de té de nuestros criollos de la Martinica; del ladrillo indio mongólico de cabellos lisos negro violáceo, al blanco puro. Establezco contactos, trato de darme cuenta de la capacidad y del espíritu de evasión de algunos individuos escogidos. La mayoría de ellos son como yo: porque temen o han cumplido ya una larga pena, viven en permanente esperanza de evasión.
Por los cuatro muros de este patio rectangular discurre un camino de ronda muy alumbrado por la noche, con una torreta donde se cobija un centinela en cada ángulo del muro. Así, día y noche, cuatro centinelas están de servicio, más uno en el patio, delante de la puerta de la capilla. Este, sin armas. La comida es satisfactoria y varios presos venden comida y bebida, café o zumos de fruta del país: naranja, piña, papaya, etc., que les traen del exterior. De vez en cuando, esos pequeños comerciantes son víctimas de un atraco a mano armada ejecutado con sorprendente rapidez. Sin haber tenido tiempo de sospechar nada, se encuentran con una gran toalla que les aprieta la cara para impedirles gritar, y un cuchillo en los riñones o el cuello que penetraría profundamente al menor movimiento. La víctima es despojada de la recaudación antes de poder decir esta boca es mía. Un puñetazo en la nuca acompaña el ademán de quitar la toalla. Nunca, pase lo que pase, habla nadie. A veces, el comerciante guarda lo que vende como quien cierra la tienda- y trata de averiguar quién ha podido hacerle esa mala jugada. Si le descubre, hay pelea, siempre a navaja.
Dos ladrones colombianos vienen a hacerme una proposición. Les escucho con mucha atención. En la ciudad, al parecer, hay policías ladrones. Cuando están de vigilancia en un sector, avisan a cómplices para que puedan acudir allí a robar
Mis dos visitantes les conocen a todos y me explican que sería muy mala pata si, durante la semana, alguno de esos policías no viniese a montar guardia delante de la puerta de la capilla. Sería conveniente que yo me hiciese entregar una pistola a la hora de visita. El policía ladrón aceptaría sin dificultad ser obligado, aparentemente, a llamar a la puerta de salida de la capilla que da a un pequeño puesto de guardia de cuatro o cinco hombres a lo sumo. Sorprendidos por nosotros, pistola en mano, éstos no podrán impedirnos ganar la calle. Y, entonces sólo restaría perdernos en el tránsito, que es muy intenso en ella.