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Cuando llegamos al lugar donde habíamos pensado abandonar el vehículo y volver a nuestras casas, terminé de comprender que toda la violencia había sido planeada entre Ironhand y Baker, así como mi propia muerte y el destino del botín, para uso privado y personal. Por lo tanto, me escabullí en cuanto tuve ocasión.

No pido disculpas por la operación, pues la causa era justa: financiar los continuos esfuerzos de los que, como yo, valoramos la libertad política por encima de la vida misma; adelantar la campaña para salvar la República Americana de los abusos crecientes de nuestro gobierno socialista y frustrar la conspiración del mismo encaminada a someter a los ciudadanos americanos al yugo del gobierno mundial.

De nada serviría a la causa mi comparecencia ante la parodia de juicio que seguiría a mi detención. Los serviles medios de comunicación lo utilizarían para presentar a los patriotas como meros ladrones. Prefiero condenarme a muerte yo mismo antes que soportar una ejecución pública o una condena de por vida.

No obstante, detener a Ironhand y a Baker y recuperar la recaudación del casino que ellos se han llevado demostraría al mundo que sus actos asesinos no han sido acciones patrióticas sino fechorías de dos delincuentes comunes que sólo buscan el lucro propio. Si no los encontráis en sus casas, echad un vistazo por el cañón del río Recapture, por las escarpaduras de Bluff Bench y al sur de la reserva ute de White Mesa. Ironhand tiene amigos y familiares entre los ute de la reserva, y además le oí hablar con Baker de un manantial y de una cabaña de pastor abandonada por allí.

También debo advertir que, después de dar el golpe en el casino, esos dos hombres hicieron juramento solemne en mi presencia de que no se dejarían apresar vivos. Me acusaron de cobardía y se jactaron de que matarían a todos los policías que fuera necesario. Dijeron que si llegaban a rodearlos y los amenazaban con detenerlos, seguirían matando policías so pretexto de rendirse.

Larga vida a la libertad y a los hombres libres. Larga vida, América.

Ahora, muero por ti.

Everett Emerson Jorie

Leaphorn volvió a leer el texto. Luego descolgó el teléfono y marcó el número de la oficina del sheriff, se identificó, preguntó por el agente al mando y describió lo que había encontrado en el rancho de Everett Jorie.

– No hace falta la ambulancia -dijo Leaphorn, y añadió que esperaría la llegada de los agentes para asegurarse de que todo permaneciera igual en el lugar de los hechos.

Tras la llamada, Leaphorn recorrió despacio el resto de la casa de Jorie, observando sin tocar nada. Cuando volvió al despacho de Jorie, las grullas canadienses volaban de nuevo por las alturas en la pantalla del ordenador y proyectaban una rara iluminación intermitente sobre las paredes en penumbra de la habitación. Volvió a tocar el ratón con el bolígrafo y leyó por tercera vez el texto de Jorie. Comprobó si había papel en la impresora, apretó el icono de imprimir y se guardó la copia doblada en el bolsillo trasero de los pantalones. Luego salió al porche principal y se sentó a contemplar los ribetes plateados que el sol poniente encendía en las nubes de tormenta del oeste, para luego teñirlas de amarillo fuego y rojo oscuro hasta desvanecerse en la oscuridad.

Venus lucía con fuerza en el oeste cuando oyó llegar los coches de la policía.

Capítulo 10

Jim Chee tomó un camino lateral en la parte alta de Ship Rock y aparcó en un lugar desde el cual se veían la comisaría de la policía tribal navaja del distrito, junto a la carretera general 666, y la caravana donde vivía, bajo los álamos de Virginia, a la orilla del río San Juan. Salió, enfocó los prismáticos y miró a ambos lados.

Tal como temía, el aparcamiento de la policía tribal navaja estaba atestado de vehículos, los blancos y negros de la policía estatal de Nuevo México, algunas patrullas de los sheriffs de los condados navajo y apache, y tres brillantes Ford negros que todo el mundo, policías y ladrones por igual, identificaba perfectamente: los vehículos camuflados del FBI. Tal como se lo esperaba, por lo que había oído en las noticias. Había corrido la voz de que el L-17 robado había sido hallado en un cobertizo cerca de Red Mesa. Así pues, se había evaporado la ferviente esperanza de todos los policías de Four Corners de que los bandidos del casino ute hubieran huido y fueran ya problema de otra jurisdicción lejana. Eso significaba que se anularían los permisos y que todo el mundo trabajaría horas extraordinarias, incluido el sargento Jim Chee, a menos que lograra pasar desapercibido.

Luego enfocó hacia su casa. No había vehículos aparcados entre los álamos virginianos que daban sombra a su caravana, de modo que quizá no hubiera nadie esperándole para ordenarle que se reincorporase al trabajo. Todavía le quedaban unos días de vacaciones. Había dedicado la mañana al largo viaje hasta la vertiente occidental de la cadena montañosa Chuska, al altiplano donde Hosteen Frank Sam Nakai había pasado siempre los veranos cuidando de sus ovejas, y donde los pasaba también ahora, mientras se acercaba lentamente hacia la muerte, aquejado de un cáncer de pulmón. Pero Nakai no estaba allí, ni tampoco su esposa, Blue Woman, ni su camioneta.

Se sintió defraudado. Quería contarle a Nakai que no se había equivocado respecto a Janet Pete, que el matrimonio con una abogada tan guapa, chic, sobresaliente, fina y de tanta vida social jamás funcionaría. O bien ella renunciaba a sus ambiciones y se quedaba con él en Dinetah sintiéndose desgraciada, o él daba el amargo y largo paso de abandonar la tierra que se extendía entre las Montañas Sagradas para buscar un éxito que también lo haría un ser desgraciado. De esa forma indirecta, Nakai había tratado de hacérselo comprender, y deseaba comunicarle que por fin se había dado cuenta. Se quedó por allí un rato, pensando que Nakai no tardaría en volver. Aunque estuviera pasando por un paréntesis de mejoría en su proceso canceroso, no tenía fuerza suficiente como para emprender viajes largos. Y, por descontado, tampoco estaba en condiciones de dirigir las ceremonias de curación propias de sus funciones de yataalii.

Cuando el sol empezó a esconderse tras las nubes de tormenta que cubrían Black Mesa, en el horizonte occidental, Chee se dio por vencido y se dirigió a casa. Lo intentaría otra vez al día siguiente, siempre y cuando el capitán Largo no lo localizara, en cuyo caso, pasaría lo que le quedaba de permiso recorriendo los cañones, sirviendo de cebo vivo para tres tipos armados con rifles automáticos y con el deseo manifiesto de disparar contra los policías.

Entonces, guardó los prismáticos en la funda, bajó la cuesta y aparcó la furgoneta al abrigo de un matorral de enebro que crecía detrás de la caravana. En el mosquitero de la puerta habían dejado una nota prendida con un sujetapapeles doblado.

«Jim: el capitán dice que te presentes inmediatamente».

Chee volvió a fijarla en la puerta y entró. La luz del contestador automático parpadeaba. Se sentó, se quitó las botas y apretó el botón del contestador.

Era la voz de Cowboy Dashee:

«Oye, Jim. Le conté al sheriff lo del hallazgo del aeroplano del viejo Timms. Él llamó a los federales y me hicieron ponerme a mí al teléfono también (risas de Cowboy). El agente que me interrogó no quería creer que era el mismo aparato, y no me extraña, yo tampoco quería creerlo. De todos modos, mandaron agentes allí para comprobar si nosotros, los indígenas, somos capaces de distinguir un L-17 de un zepelín. Ahora están organizando el mismo circo que en el noventa y ocho para perseguir a los fugitivos. Si no quieres perder lo que te queda de vacaciones, te recomiendo que no aparezcas por la comisaría».

El siguiente mensaje era breve.

«Capitán Largo al habla. Mueve el culo y preséntate aquí inmediatamente. Los federales han encontrado el puñetero avión y tenemos que volver a hacer de sabuesos en su cacería».

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