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– Hay una razón que me hace sentirme optimista -dijo Leaphorn-. La profundidad de las vetas de carbón es muy variable por aquí. Algunas están en la misma superficie, otras, a cientos de metros y otras a profundidad intermedia. No podría transportarse el carbón desde el pie del cañón hasta el río, es demasiado escarpado y hay muchos obstáculos. Estoy pensando que los mormones debieron de cansarse de transportarlo hasta la cima después de haberlo extraído de las profundidades, y excavaron hasta la veta desde la cima del otero. Para luego izarlo hasta la cima con una suerte de montacargas, como se hace todavía en muchas minas subterráneas.

– Lo cual explicaría la capacidad de Ironhand para volar desde el pie hasta la cima -dijo Chee- y las dos entradas de la guarida de nuestro Tejón.

Descolgó el teléfono, marcó el número de información y pidió el número de la delegación de Protección del Entorno de Flagstaff.

Capítulo 20

Después de hacer cuatro llamadas y explicar seis o siete veces lo que quería a los distintos funcionarios de las diversas oficinas del Ministerio de Energía y de la delegación de Protección del Entorno de Las Vegas, en Nevada y en Flagstaff, Arizona, al sargento Jim Chee le mencionaron un prometedor número de teléfono de Nuevo México.

– Llame a este número de Farmington -dijo el amable funcionario de Albuquerque-, es el de la sede fija del proyecto, y pregunte por el operario de la sede fija o por el director del proyecto. -El teléfono lo devolvió al aeropuerto de Farmington, a menos de cincuenta kilómetros de su dolorido tobillo.

– Bob Smith al habla -contestó una voz.

Chee se identificó y resumió su petición.

– ¿Es usted el director del proyecto?

– Soy una mezcla entre mecánico del helicóptero y conductor del camión cisterna -dijo Smith-, y no soy la persona idónea para informarle de eso. Voy a ponerle con P.J. Collins.

– ¿Qué cargo tiene él?

– Se trata de una mujer -dijo Smith-, y podríamos decir que es la jefa de la sección científica de este trabajo. Espere un momento, que le paso.

P.J. contestó al teléfono con un «Sí» de los que utiliza la gente muy ocupada. Chee le explicó el caso apresurándose un poco.

– ¿Tiene que ver con el atraco al casino y con el ataque a los policías?

– Pues sí -dijo Chee-. Estamos comprobando los lugares donde han podido esconderse. Sabemos que hay una antigua mina de carbón en el cañón del Gothic, abandonada desde hace unos ochenta o noventa años, y pensamos que tal vez…

– Buena ocurrencia -dijo P.J.-, sobre todo lo de «tal vez». El carbón de esa parte del mundo contiene uranio. Bueno, todo el carbón tiene algo de radiactividad, pero, en esa zona, la concentración es mayor que en la mayoría. Pero si hace tantos años, la materia radiactiva habrá sido arrastrada o habrá perdido intensidad. De todos modos, si me indica de modo aproximado la ubicación de la mina, le diré si hemos supervisado esa zona. En caso afirmativo, le pediré a Jesse que compruebe los mapas del furgón y que me diga qué puntos de concentración han detectado, si es que han detectado alguno.

– Muy bien -dijo Chee-. Creemos que la mina fue excavada en la ladera oriental del cañón del Gothic. Debe de estar en un radio de unos quince kilómetros alrededor del cañón, donde se une al San Juan en dirección sur.

– No hay problema -dijo P.J.-. Esa zona pertenece a la reserva navaja, la que cubre nuestro contrato, precisamente. El Ministerio de Energía nos ha contratado para arreglar los desperfectos que causaron después de la búsqueda de uranio. Nos proporcionan helicópteros y pilotos y nosotros ponemos los técnicos.

– ¿Cree que ya han supervisado esa zona?

– Hoy, posiblemente -dijo-. Hemos cubierto el sur de Bluff y el río Montezuma esta semana. Si no han estado hoy allí, irán mañana.

Chee se había sentido como un pelele durante casi todas las conversaciones telefónicas anteriores, lo que le había hecho caer de nuevo en el escepticismo. Pero de pronto empezó a emocionarse de nuevo; parecía que P.J. se lo tomaba en serio.

– ¿Le doy mi número de teléfono? ¿Me llamará después? Estaré aquí esta noche y mañana, y todo el tiempo que sea necesario.

– ¿Desde dónde llama?

– Desde Shiprock.

– El helicóptero volverá dentro de una hora aproximadamente, descargará todos los datos recogidos hoy y la jornada habrá terminado. ¿Por qué no se acerca usted hasta aquí y lo ve con sus propios ojos?

«Por qué no, desde luego».

– Allí estaré -dijo.

Chee renunció a ponerse el calcetín izquierdo, y estaba colocándose una sandalia en ese pie cuando oyó un vehículo que bajaba dando tumbos por el camino de entrada. Se detuvo y el viento del oeste arrastró una nube de polvo ante el mosquitero de la puerta. Unos momentos después, apareció la agente Bernadette Manuelito. Llevaba un bulto que parecía una bandeja tapada con una tela blanca. Mientras sujetaba el paño con una mano para que no se lo llevara el viento, con la otra llamó en el mosquitero.

– Ya'eeh te'h -dijo-. ¿Qué tal ese tobillo? ¿Te apetece comer algo?

Chee dijo que sí, pero no en ese momento, porque tenía que salir inmediatamente.

Bernie se quedó mirando la sandalia del pie izquierdo con el ceño fruncido, y meneó la cabeza al ver el mal aspecto que ofrecía.

– No puedes moverte de aquí -dijo-, no puedes conducir. ¿Qué pretendes hacer? -Dejó la bandeja en la mesa.

– Sólo quiero ir al aeropuerto de Farmington -dijo Chee-, y claro que puedo conducir. ¿Por qué no? El acelerador y el freno se pisan con el derecho.

– Quítate la sandalia -dijo la agente Manuelito-. Vamos a vendarte el pie otra vez. Si es tan importante, te llevo yo.

Y, naturalmente, así fue.

La mujer que Chee supuso era P.J. resultó ser la misma rubia bajita y bronceada que había visto cerca del helicóptero cuando fue a hablar con Jim Edgar. Estaba al lado del aparato sujetando una caja metálica unida por un cable, recubierto de material aislante, al gran tanque blanco montado en el patín de aterrizaje. Al ver a Chee, que se acercaba cojeando, lo miró con escepticismo. «No me extraña», pensó él. Iba vestido con su atuendo de estar por casa: unos pantalones vaqueros y una camiseta arrugados y viejos; además, se había manchado la camiseta con la salsa del guiso de cordero que Bernie le había traído, que le había salpicado al pisar un bache a demasiada velocidad.

Chee le presentó a la agente Bernadette Manuelito, que tenía un aspecto inusualmente sensacional y aseado con el uniforme; luego, se presentó él mismo.

P.J. sonrió.

– Me llamo Patti Collins. Un momento, por favor, que termino de descargar los datos.

Jim Edgar los observaba apoyado en el quicio de la puerta del hangar y saludó con la mano.

– Ya me he enterado de que fue usted quien encontró el avión del viejo Timms -dijo, y desapareció en dirección a su banco de trabajo.

– Ha tardado muy poco en llegar -dijo P.J. mientras desenchufaba el cable-. Vamos a llevar esto al laboratorio, a ver qué encontramos.

El laboratorio era una caravana Winnebago normal; su exterior pedía a gritos un lavado y su interior estaba inmaculado.

– Siéntense donde puedan -dijo P.J. Conectó la caja metálica negra que llevaba a una consola de aspecto caro empotrada al fondo del vehículo que realizaba las incompresibles tareas que los técnicos suelen hacer.

La consola emitió ruidos de ordenador y la impresora empezó a escupir papel continuo. P.J. lo examinó.

– Bien, veamos -dijo-. No sé si esto le servirá de algo, pero es interesante.

Arrancó medio metro de papel y lo colocó sobre el mapa a gran escala de la Inspección Geológica de los Estados Unidos que estaba desplegado en la mesa a la que se habían sentado Chee y Bernie.

– Mire -dijo, y pasó el dedo por un garabato de líneas apretadas en el papel impreso-. Eso encaja con esto. -Señaló con el dedo el curso del río Gothic en el mapa de la Inspección Geológica.

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