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– Un minuto -dijo Leaphorn-, quiero presentarle a un amigo mío. -Hizo una seña a Chee para que se acercara.

Chee enfundó la pistola y salió de detrás de los matojos saludando con la mano en alto. Si Gershwin llevaba algún arma, no la tenía a la vista. Si fuera grande, tendría que llevarla en el cinturón, tapada con la camisa, y no en un bolsillo. El ruido de los disparos le pareció de arma grande, no de un veintidós de bolsillo.

– Le presento al sargento Jim Chee -dijo Leaphorn-. Roy Gershwin.

– Sí -dijo Gershwin, sorprendido, e hizo un gesto de asentimiento hacia Chee.

– Chee también anda mal de dinero -dijo Leaphorn-. Es soltero, pero malvive con el sueldo de policía.

Gershwin miró a Chee otra vez, asintió y volvió a ponerse en camino hacia la mina.

– Bueno, como le decía, vine aquí pensando que tendría que enfrentarme a esos desgraciados, para llevármelos, entregarlos y cobrar la recompensa, o echarlos y matarlos si me obligaban. Se supone que la recompensa vale igual, vivos o muertos. Preferí no huir, soy muy viejo ya, para andar huyendo.

– ¿Los ha matado? -preguntó Leaphorn.

– A uno. He matado a Baker. George Ironhand ha escapado.

Ya habían alcanzado las ruinas; cruzaron la doble entrada que se abría en el muro medio derruido y entraron en una sala enorme moteada de luz y oscuridad. La luz que se colaba por las grietas del tejado iluminaba a franjas la gran cantidad de trastos esparcidos por el suelo de tierra. Estaba más o menos como lo había descrito el agente especial Cabot, vacío, a excepción de la chatarra y la porquería. El suelo estaba lleno de cascotes del tejado que se había derrumbado, planchas de contrachapado envueltas y capas de arena, polvo y basura que el viento había ido depositando a lo largo de los años. Contra la pared del fondo se amontonaban plantas rodadoras y, junto a ellas, yacía el cadáver de un hombre vestido con un mono gris verdoso de camuflaje.

– Baker -dijo Gershwin, señalando el cadáver-. El muy cabrón quiso matarme.

– Cuéntenos cómo fue -dijo Leaphorn.

– Bien, aparqué ahí fuera, un poco lejos para que no me oyeran llegar. Me acerqué muy sigilosamente y miré dentro, y ése -Gershwin señaló el cadáver que yacía junto a la pared- parecía que estaba dormido. El alto estaba sentado por allá y, cuando entré, se abalanzó a por su pistola enseguida; le grité para que se detuviera, pero la agarró y, entonces, le disparé y cayó. Entonces, el otro se despertó, se levantó de un brinco y sacó una pistola, y también le pedí que la dejara, pero me disparó y yo también le disparé.

– ¿Adonde fue el primero al que disparó? -preguntó Chee.

– Que me aspen si lo sé -contestó Gershwin-. Creí que ya no volvería a levantarse y me distraje con el otro; cuando fui a ver cómo estaba, había desaparecido. Supongo que salió de aquí, pero no sé cómo. ¿No lo vieron ustedes escapar?

– No -dijo Leaphorn-, y ahora, vamos al coche. Tenemos que informar de esto para que vengan a levantar el cadáver e inicien la búsqueda del que se fugó.

– Me sorprende que no le vieran -dijo Gershwin.

– ¿Dónde está su arma? -preguntó Leaphorn-. Tiene que entregársela al sargento Chee.

– La tiré -dijo Gershwin-. Nunca había disparado a un hombre hasta ahora y, al darme cuenta de lo que había hecho, me entraron ganas de vomitar, así que me acerqué a esa puerta lateral de ahí y tiré la pistola al cañón.

Habían salido a la luz del sol por el umbral derrumbado. Chee mantenía la mano cerca de la culata de la pistola, pensando que era imposible que Leaphorn se lo hubiera creído, que se trataría de un arma de mano y que, seguramente, la llevaría en la mochila, o escondida en el cinturón y tapada con la camisa.

– Es una sensación horrible -dijo Gershwin-, matar a un hombre de un tiro. -Y, mientras hablaba, se metió la mano rápidamente bajo la camisa y la sacó empuñando una pistola.

Pero Chee ya le apuntaba al pecho.

– ¡Suéltela! -le ordenó-. ¡Suéltela o disparo!

Gershwin lanzó un gruñido y dejó caer la pistola.

– ¡Cuidado! -gritó Leaphorn.

Se oyó una fuerte detonación procedente de la oscuridad y Gershwin cayó al suelo de bruces.

– Está bajo esa plancha grande de contrachapado -gritó Leaphorn-. Vi que se levantaba por un lado y luego, el fogonazo de la boca de un cañón.

La plancha se encontraba debajo de la estructura triangular de vigas que se elevaba por encima de los restos del tejado. Chee y Leaphorn se acercaron como quien se acerca a una serpiente de cascabel, con precaución. Chee se aproximó por la puerta lateral, donde estaba mejor cubierto. Llegó el primero e hizo una seña a Leaphorn para que avanzara. Se apostaron a ambos lados de la puerta, mirando hacia el interior.

– Gershwin ha muerto -dijo Leaphorn.

– Eso me pareció -contestó Chee.

– Si apartamos esa plancha de contrachapado, supongo que encontraremos un pozo vertical -dijo Leaphorn-, pero el que la ha levantado un poco y ha sacado la boca del rifle tenía que estar de pie en algún sitio.

– Probablemente, en una escala de cuerda -dijo Chee- o, a lo mejor, cavaron una especie de nicho. -Trató de imaginarse lo que habría debajo de la plancha, pero no lo consiguió.

Leaphorn le observaba.

– ¿Quieres levantarla y ver lo que hay?

Chee se rió.

– Prefiero esperar a que llegue el agente especial Cabot con sus hombres y que lo hagan ellos. No quiero estropearle al departamento el escenario del crimen.

Capítulo 29

Jim Chee se despatarró en el asiento trasero de la unidad 11 con el pie en alto sobre un cojín; tenía el tobillo dolorido y se acordó de lo que le había dicho el médico respecto a apoyar el pie del esguince antes de que se curase. Por lo demás, no le dolía nada, estaba tranquilo y satisfecho. Era cierto que George Ironhand seguía libre por los cañones, herido o no, pero eso no le concernía.

Se relajó y se quedó escuchando el ruido de los limpiaparabrisas, que combatían el chaparrón con su movimiento continuo; de vez en cuando, prestaba atención a la conversación de el Lugarteniente Legendario y la agente Manuelito (Leaphorn la llamaba Bernie) y repasaba los acontecimientos de la tensa y agotadora jornada.

Los refuerzos habían llegado un poco antes de que se pusiera el sol. Primero se presentaron dos grandes helicópteros del FBI, que se quedaron en suspenso unos momentos hasta encontrar un lugar apropiado donde aterrizar entre los montículos de té de roca; entonces, los agentes especiales salieron como un enjambre, como guerreros enfundados en sus trajes oficiales antibalas, apuntando a Leaphorn con sus armas automáticas, molestos porque el lugarteniente no les hacía el menor caso. Después, las explicaciones sobre lo que había ocurrido allí, las aclaraciones sobre Gershwin con el agente especial al mando, que quería preguntarlo todo, que buscaba respuestas para apoyar la tesis del departamento respecto a Everett Jorie, como suicida y líder del grupo, y que se quedó estupefacto cuando se enteró de que el tipo que le estaba enmendando la plana no era más que un simple civil.

Chee sonreía al recordarlo. Leaphorn había interrumpido los argumentos del agente especial al mando insinuándole que pusiera fin a sus dudas mandando a unos cuantos hombres a la camioneta de Gershwin a que abrieran unos cuantos bultos, en los que encontrarían, dijo Leaphorn con total seguridad, unos cuarenta y ocho kilos con cuatrocientos sesenta y un gramos, aproximadamente, en billetes de banco, robados en el casino. Así lo hizo el agente especial al mando y así sucedió; parte del dinero estaba ordenadamente guardado en paquetes y repartido en ocho bolsas de basura de color blanco, de la marca Earth-Smart, apiladas debajo del equipaje de Gershwin; los billetes grandes se encontraban dispuestos en capas en las maletas, con la ropa. Entre tanto, llegaron las tropas de tierra: dos coches del sheriff, uno de la policía estatal de Utah y una unidad de las fuerzas del orden de la BIA con una mezcolanza de agentes, entre los que se encontraban los rastreadores de la patrulla de fronteras con sus perros. Los rastreadores miraron con inquietud los cúmulos de nubes, con las cimas encendidas por el sol poniente y las barrigas negras y preñadas de electricidad, que prometían una lluvia esperada desde hacía días. Los rastreadores no escondían su preferencia por la luz del día y el terreno seco. Por fin, las explicaciones se terminaron, llegó una ambulancia para llevarse a los dos muertos tras una intensa sesión de fotografía, y ahí estaba Chee, seco, cómodo, de camino a casa y asistiendo con interés a la revelación del lado humano del Lugarteniente Legendario.

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