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– Un poco más allá, hay una oquedad bastante grande en ese depósito de carbón -dijo McKissack-. ¿Cree que es lo que está buscando?

– Podría ser -dijo Chee. Pasaron ante la oquedad y Chee tomó fotografías.

– ¿Se ha fijado en la estructura de allá arriba, en la cima del otero?-preguntó McKissack.

– ¿Puede subir un poco para tomar una foto?

El helicóptero subió. Casi justo encima de la boca de la mina se encontraban los restos de una construcción de piedra, casi sin techo y con algunas paredes derrumbadas; en el centro, se elevaba un esqueleto piramidal de vigas de pino.

– Bueno -dijo McKissack-, ¿ya tiene bastante?

– He terminado, muchas gracias -dijo Chee.

– Desgraciadamente no ha terminado del todo -dijo McKissack-. Tenemos que arrastrar esto por todo el curso del San Juan, y luego volver, y después, regresar al otero y terminar el trazado.

– ¿Cuánto nos llevará?

– Una hora y media larga de vuelo para cubrir unos seis kilómetros hacia el norte, dar media vuelta describiendo una curva cerrada y ascendente, cubrir otros seis kilómetros hacia el sur, dar media vuelta otra vez y cubrir seis kilómetros hacia el norte, y así hasta que cubramos el cuadrante. Después, aterrizamos, repostamos y volvemos a repetir la operación; pero entonces, será ya la hora de cerrar y terminaremos la jornada.

– Mañana volvemos y hacemos lo mismo otra vez en otro cuadrante de seis kilómetros cuadrados -dijo el técnico-. La monotonía sólo se rompe cuando nos disparan.

Capítulo 22

Joe Leaphorn recogió los platos del desayuno, se sirvió otra taza de café y extendió el mapa sobre la mesa de la cocina. Estaba estudiándolo cuando oyó unas llantas en la grava del aparcamiento, frente a su casa. Descorrió la cortina y vio una camioneta Dodge Ram de color verde oscuro, sucia. No conocía aquel vehículo, pero el hombre que se apeó y que se acercaba a paso ligero a la puerta era Roy Gershwin, con una expresión que reflejaba problemas.

Leaphorn abrió la puerta, le invitó a pasar a la cocina y dijo:

– ¿Qué te trae tan temprano por Window Rock?

– Anoche me llamaron por teléfono -dijo Gershwin- y me amenazaron. Era un hombre y, por la voz, me pareció bastante joven. Dijo que irían a por mí.

– ¿Quiénes? ¿Y por qué iban a ir a por usted?

Gershwin se había dejado caer en la silla de la cocina, estirando sus largas piernas por debajo de la mesa. Estaba nervioso y enfadado.

– No lo sé -dijo-. Bueno, quizá sí. Su voz me resultaba familiar, pero creo que o cubría el auricular con algo o intentaba distorsionar la voz. Si fue quien me imagino, es uno de la maldita milicia. De todos modos, era un asunto de la milicia. El tipo dijo que se habían enterado de que yo les había acusado y que lo pagaría caro.

– Bien -dijo Leaphorn-, por lo visto, tenía razón al preocuparse. Voy a servirle una taza de café.

– No quiero café -dijo Gershwin-, quiero saber qué ha hecho usted para que me achuchen de esta manera.

– ¿Qué he hecho yo? -Leaphorn apartó la cafetera de la taza limpia y volvió a llenarse la suya-. Veamos. En primer lugar, sólo me dediqué a pensar en lo que me pidió que hiciera, pero no encontré forma de hacerlo sin meterme en un lío: o le revelaba al juez que mi fuente de información era usted o iba a la cárcel por desacato a la autoridad. -Se sentó a la mesa frente a Gershwin y tomó un sorbo de café-. ¿Está seguro de que no quiere una taza?

Gershwin negó con la cabeza.

– Así pues, fui a hablar con algunas personas de Bluff y los alrededores sobre esos hombres. Pocas cosas me contaron sobre ellos, pero sí me enteré de muchas otras sobre Jorie -dijo Leaphorn, observando a Gershwin por encima de la taza-. Entonces, pensé ir a ver si alguno estaba en su casa. Jorie sí estaba.

– Se suicidó, ¿verdad? O sea que fue usted quien descubrió el cadáver.

Leaphorn asintió.

– En el periódico decían que había dejado una nota. ¿Es cierto?

– Sí -dijo Leaphorn-, la dejó. -Se preguntó qué le diría a Gershwin cuando le preguntara por el contenido de la carta, pero Gershwin no se lo preguntó.

– No sé por qué… -empezó Gershwin, pero cortó la frase y empezó de nuevo-. El artículo del periódico decía que la carta era una especie de confesión y que daba el nombre de los otros dos. ¿Es cierto?

Leaphorn asintió.

– Entonces, no entiendo por qué esos desgraciados de la milicia me culpan a mí -dijo, con furia en la voz y en la mirada.

– Es extraño -dijo Leaphorn-. ¿Cree que sospechan que usted sabe muchas cosas acerca del atraco y que ha hablado más de la cuenta?

– Es imposible. Cuando yo iba a las reuniones, siempre había alguno que proponía alguna acción violenta, algo sensacionalista con que llamar la atención sobre su pequeña revolución. Pero de atracos no habló nadie nunca.

Leaphorn no insistió más. Tomó otro sorbo de café, miró a Gershwin y siguió esperando.

– ¡Maldita sea! -exclamó Gershwin, dando un puñetazo en la mesa-. ¿Por qué no los atrapa la policía de una vez? Andan sueltos por ahí, saben quiénes son, saben cómo son, saben dónde viven, conocen sus costumbres. Esto es como el lío del noventa y ocho. Había agentes del FBI por todas partes, había policías navajos, patrullas fronterizas y cuatro clases de agentes estatales, y sheriffs y agentes de otros veinte cuerpos de policía controlando las carreteras. ¿Por qué demonios no hacen su trabajo de una puñetera vez?

– No lo sé -dijo Leaphorn-, pero tenemos cañones suficientes como para emplear a diez mil policías.

– Será eso, sí. Supongo que estoy obcecado -dijo, meneando la cabeza-. Para serle sincero, estoy asustado. Lo reconozco. Ese tipo que fue a la gasolinera de Bluff el otro día por la mañana podía haberse presentado en mi casa con la misma facilidad. Podría estar muerto ahora, en la cama, esperando a que pasara alguien por allí y descubriera mi cadáver.

Leaphorn se esforzó en decir algo que le consolara, pero sólo se le ocurrió comentar que los bandidos seguramente preferirían huir; sin embargo, no le pareció que eso aliviara a Gershwin.

– ¿Sabe si la policía los ha localizado? ¿Ya saben dónde pueden haberse escondido?

Leaphorn negó con un movimiento de la cabeza.

– Si al menos lo supiera, dormiría un poco mejor; pero es que ahora no puedo pegar ojo, me siento en la silla con todas, las luces apagadas y el rifle sobre las piernas. -Le dirigió a Leaphorn una mirada suplicante-. Estoy convencido de que usted sabe algo, de que conoce muy bien a todos los policías y a los del FBI, seguro que le cuentan cosas.

– Lo último que me contaron es más o menos lo que sabe todo el mundo. Abandonaron la camioneta robada en el otero del sur del San Juan, y creo que es ahí donde están rastreando. Al sur de Bluff y del río Montezuma y más allá de la explotación petrolífera de Aneth…

Una llamada telefónica los interrumpió. Leaphorn descolgó el aparato desde la mesa.

– Leaphorn.

– Soy Jim Chee. Hemos encontrado la mina. -Su tono de voz era alto, eufórico.

– ¡Ah! ¿Dónde?

– ¿Tiene el mapa ahí?

– Un momento. -Leaphorn se acercó el mapa y cogió un bolígrafo-. Ya está.

– La boca está a menos de diez metros del borde del cañón y a unos treinta del fondo, sobre una repisa bastante ancha. Y, por encima de la boca, hay restos de una construcción bastante grande. Casi no queda nada del techo, pero casi todos los muros están en pie. Además, sobresalen los restos de un armazón que debía de ser una especie de grúa o montacargas.

– Parece que es lo que buscabas -dijo Leaphorn.

– Encaja perfectamente con la teoría, porque desde el fondo del cañón no se ve la boca de la mina. Está muy alta y oculta sobre la repisa.

– ¿Cómo la has encontrado?

– De la manera más fácil -dijo Chee, riéndose-. Pedí a los del helicóptero de Protección del Entorno que me llevaran a dar una vuelta.

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