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– Bueno -dijo ella-, eso es lo que soy. -Pero también se rió-. Supongo que es deformación profesional, y cada vez más aguda. Ahora, lo que se lleva es el minimalismo, con su propia jerga. De todos modos, Bashe Lady es una buena fuente. Cuando menos, deja traslucir la hostilidad que todavía conservan hacia los Cuchillos Sangrientos, como los serbios hacia los croatas.

– Sólo que, actualmente, nos hemos civilizado tanto que ya no nos matamos unos a otros, sino que nos casamos unos con otros, nos compramos coches usados unos a otros y sólo los invadimos para reventar sus máquinas tragaperras.

– Está bien, me rindo.

Pero Leaphorn todavía estaba algo irritado, después de un largo día escuchando tratar a su pueblo de brutal invasor.

– Y, como muy bien sabes, profesora, los agresores fueron los utes, que eran chochonis, guerreros de las grandes llanuras; ellos nos atacaban a nosotros, que somos atapascos pacíficos, agricultores y pastores.

– Y ¿a quién robaban las ovejas esos pastores pacíficos? -dijo Louisa-. Bueno, da lo mismo; estoy tratando de calcular la cronología de nuestro segundo Ironhand. ¿No crees que ahora sería muy viejo para ser el bandido al que todos buscan?

– Quizá no -dijo Leaphorn-. El primer Ironhand todavía estaba activo en 1910, cuando aquí empezó a imponerse de verdad el orden público. Dijo que el Ironhand de ahora fue un hijo tardío del primero. Pongamos que el hijo naciera a principios de los cuarenta. Biológicamente, es posible y, además, tendría la edad apropiada para haber ido al Vietnam.

– Eso creo. Por lo que dijo de él, si yo fuera uno de los que andan por ahí buscándolo, desearía que no se tratara del mismo.

Leaphorn asintió. Se preguntó cuánto sabría el FBI sobre Ironhand y, en caso de que supieran algo, cuántos datos habrían compartido con las autoridades locales. Pensó en lo que había dicho Bashe Lady sobre la facilidad con que Ironhand se escabullía de los navajos que lo perseguían; no como un pájaro, sino como un tejón. Los tejones, cuando no se enfrentaban a su enemigo, huían internándose en sus madrigueras. Las madrigueras de los tejones tenían una salida y una entrada. Una idea interesante, teniendo en cuenta que el terreno de caza era tierra de cañones y minas de carbón.

Capítulo 15

En los mapas dibujados por los geógrafos, se llama meseta del Colorado; son treinta y cuatro millones de hectáreas que se extienden por Arizona, Colorado, Nuevo México y Utah, una superficie mayor que cualquiera de esos estados, alta, seca y cortada por innumerables cañones erosionados hace millones de años, cuando los glaciares se fundieron y no dejó de llover en miles de años. Las pocas gentes que la habitan la llaman Four Corners, Altura Seca, Tierra de Cañones, Tierra de Roca Resbaladiza, Gran Vacío… En una ocasión, un escritor, en términos más poéticos, la denominó Tierra del Tiempo y el Espacio Suficiente.

Aquella tarde calurosa, al sargento Jim Chee de la policía tribal navaja se le ocurrían otros nombres con que bautizarla, ninguno de ellos halagador, y alguno, sobre todo cuando resbaló y cayó entre unos cardos, rotundamente obsceno. Había pasado el día con el agente Jackson Nez, recorriendo con precaución el pie de uno de los cañones, sudando profusamente a causa del chaleco proporcionado por el FBI, con un localizador electrónico por satélite, un aparato de detección de calor corporal y un rifle con mira telescópica. Lo que desesperaba a Chee más aún que todo el cúmulo de circunstancias era la certidumbre de que el agente Nez y él estaban perdiendo el tiempo.

– No es una pérdida de tiempo absoluta -dijo el agente Nez-, porque, en cuanto los federales den por registrados unos cuantos cañones, declararán muertos a los fugitivos y pondrán punto final al asunto.

– No cuentes con ello -dijo Chee.

– Entonces, los fugitivos nos verán llegar y nos dispararán, los federales detectarán un círculo de zopilotes, encontrarán nuestros cadáveres, traerán aquí sus equipos de forenses, harán comparaciones, decidirán de dónde provenían los tiros y localizarán a los malos.

– Qué visión tan reconfortante -dijo. Chee-; resulta agradable trabajar con alguien tan optimista.

Nez hablaba sentado a la sombra en un bloque de piedra arenisca, con el chaleco antibalas a modo de cojín. Sonreía, satisfecho de su propio sentido del humor. Chee estaba de pie en el fondo arenoso del río Gothic, con el chaleco puesto, ajustando el localizador. Allí, lejos de los precipicios, se suponía que el aparato entraba en contacto directo con el satélite, y que los números exactos de longitud y latitud aparecerían en su diminuta pantalla.

Así ocurría a veces, en efecto, como en ese momento. Chee apretó el botón de enviar, leyó los números acercándose al micrófono incorporado, cerró el aparato y consultó el reloj.

– Vamonos a casa -dijo-, a menos que quieras acumular muchas más horas extraordinarias.

– El dinero me vendría bien -dijo Nez.

Chee se rió.

– A lo mejor te lo incluyen en el cheque de jubilación. Todavía no nos han pagado las horas extra de la maratón de escalada del Gran Cañón que hicimos en el noventa y ocho. Vámonos de aquí antes de que anochezca.

Lo consiguieron, pero cuando Chee llegó a Bluff, a su hogar en el alojamiento Recapture, las estrellas ya habían salido. Estaba sucio y cansado. Se quitó las botas, los calcetines, la camisa y los pantalones, se dejó caer en la cama y desenvolvió el bocadillo de jamón y queso que había comprado en la gasolinera de la carretera. Descansaría un poco, se ducharía, se metería en la cama y dormiría, dormiría y dormiría. No pensaría en la operación de busca y captura, ni en Janet Pete ni en ninguna otra cosa. Tampoco pensaría en Bernie Manuelito. Pondría el despertador a las seis de la mañana y dormiría. Dio un mordisco al bocadillo. Delicioso; guardaba otro en el macuto. Tenía que haber comprado dos más para el desayuno. Terminó de masticar, tragó, bostezó con ganas y se preparó para dar el segundo mordisco.

En la puerta se oyó toc, toc, toc, toc.

Ghee se quedó inmóvil mirando hacia la puerta. «A lo mejor se han equivocado -pensó-. A lo mejor se marchan».

A los toc, toc, toc, les siguió un: «Jim, ¿estás en casa?».

La voz del Lugarteniente Legendario.

Chee envolvió de nuevo el bocadillo, lo dejó en la mesilla de noche, suspiró y, cojeando, fue a abrir la puerta.

Allí estaba Leaphorn en actitud contrita y, a su lado, la profesora, que le sonreía.

– Vaya -dijo Chee, apartándose del campo visual de la mujer mientras cogía los pantalones-. Disculpen, tengo que ponerme algo encima.

Mientras se vestía, Leaphorn le pedía disculpas y le decía que sólo sería cuestión de un minuto. Chee les hizo seña de que entraran y se sentaran en las dos sillas disponibles; él se sentó en la cama.

– Parece agotado -dijo la profesora-. La agente de policía del control de carretera dijo que había pasado el día rastreando en los cañones, pero Joe se ha enterado de cosas que creemos usted debe saber -dedicó una sonrisa irónica a Chee-, aunque le dije que, seguramente, ya las sabría.

– Más vale prevenir -dijo Chee, y miró a Leaphorn, que permanecía inquieto en el borde de la silla.

– Son sólo un par de cosas sobre George Ironhand -dijo Leaphorn-. Seguro que sabías que es veterano del Vietnam, pero hoy nos hemos enterado de que era un boina verde, un francotirador que ganó la estrella de plata. Dicen que mató a cincuenta y tres soldados norvietnamitas en Camboya.

Leaphorn se detuvo y Chee se quedó pensado un momento.

– Cincuenta y tres -dijo finalmente-. Le agradezco que me lo haya dicho. Creo que si el FBI nos hubiera dado a conocer ese pequeño secreto, el agente Nez no se habría quitado el chaleco antibalas en el cañón.

– Me imagino que el FBI sabe que ese hombre es un veterano de guerra -dijo Leaphorn-, consultan los archivos a conciencia, pero es posible que ignoren lo demás. De saberlo, tendrían que revelar el asunto de la condecoración.

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