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Timms parecía mareado. Hizo un amago de levantarse pero volvió a sentarse.

– ¿Quiere decir que Gershwin mató a ese Everett Jorie? ¡No me diga!

Leaphorn y Bernie ya estaban en la puerta y, mientras Chee iba cojeando detrás de ellos, oyó murmurar a Timms:

– ¡Ay, Dios! ¡Me lo temía!

Capítulo 28

Fue fácil encontrar el lugar donde la camioneta de Gershwin se había desviado del sendero y distinguir el rastro que había dejado entre el polvo reseco y los hierbajos, aunque seguirlo no fue tan sencillo. La camioneta de Gershwin tenía mejor tracción y una capacidad de maniobra muy superior al coche patrulla unidad 11 de Bernie, que, a pesar de la pintura oficial, no era más que un viejo sedán Chevy.

Perdió tracción en el lomo de un gran montículo de los que la erosión y el viento forman alrededor del té de roca en los climas desérticos. Las ruedas de atrás patinaron. Leaphorn comprobó el instinto de supervivencia de Bernie con su ahogado «¡No!».

– Creo que ya podemos bajar del coche -dijo-. Voy a echar un vistazo.

Sacó los prismáticos de la guantera, abrió la portezuela, salió, se subió al montículo y permaneció un minuto mirando antes de volver.

– Los restos de la mina se encuentran a unos quinientos metros -dijo, señalando al frente-. Allá, cerca del borde del precipicio. La camioneta de Gershwin está a unos doscientos metros por delante de nosotros y parece desocupada. También da la impresión de que la ha dejado en un sitio que no pueda verse desde la mina.

– Y ahora ¿qué? -dijo Chee-. ¿Llamamos por radio y pedimos refuerzos? -Al tiempo que hacía la pregunta, pensaba en cómo sonaría la llamada y se imaginó el diálogo: «Un ranchero de la zona ha ido con su camioneta a una vieja mina, ¿por qué necesitas refuerzos? Porque creemos que los atracadores del casino se esconden ahí. ¿De qué mina se trata? De una que el FBI registró y dijo que estaba vacía».

Leaphorn lo miraba, socarrón.

– ¿O qué? -concluyó Chee, pensando que Leaphorn propondría acercarse andando, simplemente, preguntar si había alguien dentro y decirles que salieran con las manos en alto.

– No nos pueden ver, desde este lado -dijo Leaphorn-. ¿Por qué no nos acercamos a ver si averiguamos lo que está sucediendo? Tú has traído el arma, yo le pediré la suya a la agente Manuelito. Agente Manuelito, quiero que permanezca aquí, junto a la radio, pero quédese vigilando subida a ese montículo. Es posible que necesitemos que establezca contacto rápidamente. Présteme el arma reglamentaria.

– ¿Que le preste la pistola? -repitió Bernie con recelo.

Chee salía del coche pensando que el Lugarteniente Legendario había olvidado que ya no estaba en activo. De modo unilateral, había rescindido su jubilación y se había reincorporado a su puesto.

– La pistola -repitió, tendiendo la mano.

La expresión de Bernie pasó de recelosa a determinada.

– No, señor. Una de las primeras cosas que aprendemos es a no deshacernos de la pistola.

– Tiene razón -dijo Leaphorn, mirándola fijamente. Asintió-. Déjeme el rifle.

Lo sacó de su lugar y se lo pasó con la culata por delante. Leaphorn abrió la cámara.

– Bien, Manuelito, quiero que establezcas contacto por radio ahora mismo. Informe de nuestra posición con la mayor precisión posible, di que el sargento Chee está registrando las ruinas de una vieja mina y que necesitamos refuerzos. Di que vas a salir del coche unos minutos para cubrirle y que permanezcan a la espera. Luego, súbete a ese montículo de ahí a vigilar todo lo que pase y procede según sea necesario.

– El sargento Chee tendría que quedarse aquí -dijo Bernie-, no puede andar mucho. Yo le acompañaré a usted, él que se encargue de la radio.

– Manuelito -dijo Chee con su voz de sargento-, encargúese de la radio. Es una orden.

Fuera por lo que fuese, por la emoción, por la descarga de adrenalina, quizá por la molesta noción de que, dentro de unos minutos, un francotirador condecorado de los boinas verdes podía estar disparándole, el caso es que Chee subió el montículo cojeando sin acordarse apenas del tobillo vendado ni darse cuenta de la cantidad de arena que se le iba metiendo en la zapatilla. Empezaron a divisar las ruinas de la antigua mina, la parte trasera de lo que Chee había fotografiado desde el helicóptero. Tal como había dicho Leaphorn, por ese lado no había nada más que un muro de piedra sin aberturas.

Leaphorn hizo un gesto para indicar que la puerta de entrada se encontraría probablemente a su izquierda, señaló el lado suave de la pendiente por la que creía que debía descender Chee y observó la cobertura de que dispondrían en caso de que alguien saliera de entre las ruinas. Ya no quedaba rastro de la persona civil, nuevamente era un agente de la policía tribal navaja al mando.

– Yo iré hacia la derecha -concluyó Leaphorn-. Estate atento a cualquier señal. Si sale alguien, dejaremos que se aleje lo suficiente de la construcción. Seguramente, se dirigirá o se dirigirán hacia la camioneta de Gershwin y ya veremos qué oportunidad se nos presenta.

– Sí, señor -dijo Chee. Volvió a comprobar el estado de su arma e hizo exactamente lo que le habían dicho.

Al cabo de cinco minutos y tras avanzar con cautela unos cincuenta metros, Chee oyó la primera voz.

Se levantó, hizo una seña a Leaphorn con la mano indicando la pared y, gesticulando, le dio a entender que oía hablar. Leaphorn asintió.

Un momento después, se oyó una carcajada.

Después, un disparo como un portazo brusco y, luego, dos tiros más.

Chee miró a Leaphorn, que a su vez lo miraba a él. Leaphorn le indicó que se agachara y los dos siguieron esperando. Iban pasando los segundos. Leaphorn le indicó que se acercara y luego se aproximó lentamente a la pared. Chee hizo lo mismo.

Un hombre mayor y alto salió de detrás del muro. En una mano llevaba algo parecido a una mochila de estudiante. Llevaba una camisa blanca con los faldones por fuera, pantalones vaqueros y un sombrero oscuro de paja. Tal como había previsto Leaphorn, se dirigió a la camioneta de Gershwin.

Chee se ocultó detrás de unos matojos sin dejar de apuntar al hombre con la pistola. Estaba a menos de veinte metros, un tiro fácil, en caso de necesidad.

Leaphorn estaba de pie a plena vista, con el rifle apoyado en el brazo.

– ¡Señor Gershwin! -gritó-. Roy, ¿qué hace usted por aquí?

Gershwin se detuvo, se quedó inmóvil un momento y luego se volvió hacia Leaphorn.

– Vaya, vaya; pues no sé qué decirle, la verdad. Si le hubiera visto yo primero, le habría hecho la misma pregunta.

Leaphorn se echó a reír.

– Pues seguramente, yo le habría contestado que andaba por aquí cazando codornices. Pero entonces, usted se habría dado cuenta de que esto es un rifle, y no una escopeta de matar pájaros, y no me habría creído.

– Seguramente no -dijo Gershwin-. Diría que está usted pensando en todo el dinero que robaron en el casino, en que tendrían que haberlo escondido en alguna parte y que, a lo mejor, lo habían escondido en esta vieja mina.

– Bueno -dijo Leaphorn-, es cierto que la pensión de jubilación de la nación navaja no es muy alta. ¿Y la suya? ¿Necesita unos cuantos billetes sin marcar?

– ¿Habla usted como agente de la ley o como persona civil?

– Soy la misma persona civil a la que entregó la lista de nombres -contestó Leaphorn-. Cuando uno abandona el cuerpo, ya no vuelve a entrar.

– Bien, en ese caso, espero que tenga mejor suerte que yo. Ahí dentro no hay dinero; he removido hasta el último trozo de chatarra y no hay nada. ¡Una pérdida de tiempo! -Gershwin reanudó sus pasos.

– He oído unos disparos -dijo Leaphorn-, ¿a qué se debían?

Gershwin dio media vuelta otra vez y se quedó mirando hacia la mina fijamente.

– Venga -dijo-, se lo voy a enseñar, y también se lo voy a contar. ¿Se acuerda de que le dije que iba a retirarme, a trasladarme a un motel, porque no quería quedarme esperando a que esos malditos de la milicia vinieran a por mí? Bueno, pues pensé que ni hablar, que ya soy muy viejo como para dejarme atosigar por esos canallas, y decidí enfrentarme.

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