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– En efecto -dijo Leaphorn-. Seguramente no hay motivo alguno de preocupación.

Pero no aminoró la marcha.

Capítulo 25

El sargento Jim Chee estaba en su casa móvil, arrellanado en una silla, con el pie apoyado en un cojín encima de la cama y el tobillo envuelto en una bolsa llena de hielo picado. Bernadette Manuelito estaba preparando café, muy callada, porque Chee no tenía ganas de hablar ni de hacer nada.

Había repasado todo lo que había ocurrido en el despacho de Largo, había vuelto a sufrir la humillación de que Cabot le devolviera las fotos de la mina, su sonrisa insidiosa, la despedida fría del capitán Largo, la salida del despacho sin una pizca de dignidad… Y luego, con la mente ocupada en el ultraje, en la indignación, en la vergüenza, no miró por dónde pisaba y tropezó con algo en el aparcamiento, perdió el equilibrio y fue a dar de bruces contra el suelo, con todo el peso en el tobillo lesionado.

Naturalmente, un enjambre de policías de todas clases que participaban en la búsqueda fueron testigos de aquello: dos agentes de la policía tribal navaja que iban a informar, la chica de la sección de radio que salía, tres o cuatro rastreadores de las patrullas de la frontera que habían llegado de El Paso, un policía de la BIA con el que había trabajado en una ocasión y, dada su superabundancia, dos agentes del FBI que esperaban a Cabot hurgándose las narices. Naturalmente, cuando quiso levantarse esforzándose por no apoyarse en el pie lesionado, allí estaba Bernie, sujetándolo por el brazo.

Y ahora, ahí estaba Bernie también, en su caravana, ocupada con la cafetera. Largo había aparecido y, a pesar de las objeciones de Chee, había ordenado a Bernie que se lo llevara a la clínica para que le curaran el tobillo. Bernie obedeció, luego lo llevó a casa y, aunque hacía rato que se había terminado su turno de guardia y que tenía que haberse marchado, ahí estaba, preparando café en su tiempo libre.

Y estaba guapa. Se resistía a pensar en eso, no quería renunciar a la autocompasión en la que se estaba regodeando. Pero, al verla allí, tan atractiva desde cualquier ángulo, se dio cuenta de que estaba comparándola de nuevo con Janet Pete. Bernie no tenía el gran atractivo de Janet ni su perfección física (aunque eso dependía del gusto de cada uno), ni era tan sofisticada. Aunque, ¿cómo se medía la sofisticación? ¿Por los parámetros de la Ivy League, Stanford y demás clases privilegiadas y políticamente correctas, o por los de la sociedad rural y ovejera de Chuska Mountain, donde la sofisticación consistía en el arte, más profundo y difícil de alcanzar, de desenvolverse con belleza y satisfacción en un mundo difícil? Esos pensamientos le hacían sentirse mejor, de modo que rápidamente volvió al recuerdo del momento en que Cabot le devolvía las fotografías, y así recuperó la ira.

En ese mismo momento sonó el teléfono. Era el Lugarteniente Legendario en persona, el mismo cuyas ideas sobre las leyendas de las tribus utes formaban la raíz de su humillación.

– ¿Informaste al departamento de la localización de la mina?

– Sí -dijo Chee.

Silencio. Leaphorn esperaba algo más detallado.

– Y ¿qué se ha hecho al respecto? ¿Lo sabes?

– Nada.

– ¿Nada?

Por el tono de voz, cualquiera habría adivinado que Leaphorn no podía creérselo.

– Así es -confirmó Chee.

Se dio cuenta de que estaba jugando con Leaphorn al mismo juego infantil que había jugado con Cabot, y no le gustó. Admiraba a Leaphorn. Tenía que reconocer que Leaphorn era un amigo, de modo que interrumpió el silencio.

– El agente especial encargado del caso dijo que ya habían registrado esa mina. No encontraron nada más que huellas de animales y heces de ratón. Me devolvió las fotos que había tomado y me dijeron que me fuera por donde había venido.

– Maldita sea -dijo Leaphorn. Chee le oyó resoplar unos momentos-. ¿Te dijo cuándo la habían registrado?

– Dijo que tan pronto como apareció la camioneta abandonada. Dijo que habían registrado toda la zona por completo.

– Ya -dijo Leaphorn-. ¿Qué quedaba de la edificación, en la cima del otero?

– Los muros de piedra, derrumbados en parte, y, del tejado, poca cosa. También había una estructura de vigas, una especie de triángulo, que sobresalía.

– Podría ser el soporte de la polea con la que se izaba y se volcaba el carbón.

– Eso creo -dijo Chee, preguntándose a qué venía todo eso. Los federales habían ido a mirar y habían encontrado la casa vacía.

– ¿Y dices que registraron toda la zona? ¿El mismo día?

– Sí -dijo Chee; se dio cuenta de dónde Leaphorn quería ir a parar y sintió un leve estremecimiento de ilógico optimismo.

– ¿No dijo Dashee, el ayudante del sheriff, que habían descubierto la camioneta hacia el mediodía?

– Sí -dijo Chee-, y supongo que registrarían el rancho de Timms, la casa, los cobertizos, los edificios anejos y todos los caminos que llevan a todos los pozos de petróleo de la Mobil Oil y… -Chee se quedó sin ejemplos. Casa del Eco Mesa era una extensión enorme, pero prácticamente vacía.

– No les daría tiempo más que a echar un vistazo, como mucho -dijo Leaphorn.

– Sí, claro. ¿No cree que resultara suficiente para saber que no había nadie?

– Creo que voy a ir allá arriba a echar un vistazo a los alrededores. ¿Todavía hay controles de carretera por la zona?

– Ayer sí -dijo Chee. Luego añadió exactamente lo que sabía que esperaba oír el Lugarteniente Legendario-: Iré con usted y les enseñaré la placa.

– De acuerdo -dijo Leaphorn-. Te llamo desde Two Grey Hills. La profesora Bourebonette está conmigo, pero se ha encontrado con un par de colegas suyos que están regateando por una alfombra. Espera un momento, voy a ver si pueden acompañarla a Flagstaff.

Chee esperó.

– Sí -dijo Leaphorn-. Voy para allá ahora a recogerte.

– De acuerdo; estaré preparado.

Bernadette Manuelito lo miraba fijamente.

– Un momento -le dijo-. ¿Adónde piensas ir y con quién? No puedes moverte con ese tobillo. Tienes que mantenerlo en alto, y tapado con hielo.

Chee se relajó, cerró los ojos y reconoció que se encontraba muchísimo mejor. ¿Por qué le haría sentir tan bien hablar con Joe Leaphorn? Pero ahí estaba Bernie, preocupándose por su tobillo, controlando su vida. ¿Por qué eso le hacía sentir tan bien? Abrió los ojos y la miró. Era una jovencita preciosa, aunque lo mirase con el ceño fruncido.

Capítulo 26

El sargento Jim Chee mantuvo el pie en alto, apoyado en varios cojines en el asiento trasero de la vieja y destartalada unidad 11 de la agente Bernie Manuelito, envuelto en una bolsa de plástico llena de cubitos. El tobillo no le dolía tanto, y se sentía mucho mejor. El vendaje y los cuidados profesionales que le habían procurado en la clínica habían logrado efectos maravillosos en la lesión, y el respeto que su antiguo jefe le había demostrado le había aliviado las magulladuras morales.

Bernie conducía en dirección oeste por la U.S. 160. Dejó atrás Red Mesa School y continuó hacia el cruce con la Navajo 35, en Mexican Water. Chee iba detrás de ella, desplomado hacia el lado del conductor y mirando el perfil canoso de Leaphorn. El lugarteniente no estaba tan taciturno como Chee lo recordaba. Iba contando a Bernie que Gershwin le había dejado los nombres escritos en un papel en la taberna navaja, que por eso había ido a casa de Jorie, que luego se enteró de que Jorie había denunciado a Gershwin y todo lo demás. Bernie escuchaba con atención cada una de sus palabras, y Leaphorn disfrutaba con un auditorio tan entregado. Acababa de explicarle por qué nunca había creído en las coincidencias, pero Chee había oído esos argumentos tantas veces, cuando trabajaba como ayudante suyo en la comisaría de Window Rock, que se los sabía de memoria. Era pura filosofía navaja; todo estaba interconectado, no había efecto sin causa, las alas de un insecto afectan a la brisa, el canto de la alondra doblega el estado de ánimo del guerrero, una nube negra en el horizonte occidental se abre, deja pasar el sol del poniente, tiñe las montañas de oro, influye en el humor y en las decisiones del consejo tribal navajo… O, como dijo el poeta, ningún hombre es una isla.

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