Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Perdido tiene aproximadamente noventa y dos mil habitantes. Por suerte, algunos conciudadanos de Dana Jaffe se habían apresurado a llamarla en cuanto había saltado a la prensa el hallazgo del Lord. A todo el mundo le gusta compartir las desdichas de los demás. Hay una curiosidad excitante, mezclada con temor y gratitud, que nos permite experimentar la desgracia a una distancia confortable. Cuando llegué, colegí que el teléfono de Dana había sonado sin parar durante más de una hora. No quería ser yo quien le contara lo de la posible deserción de Wendell. La noticia de su muerte la habría animado una barbaridad, pero me parecía injusto revelarle mis sospechas sin pruebas en la mano. ¿De qué iban a servirle sin el cadáver de Wendell? A no ser que lo hubiese matado ella, naturalmente, en cuyo caso ya sabía más que yo.

El VW amarillo de Michael estaba estacionado en el sendero del garaje. Llamé a la puerta de la calle y me abrió Juliet. Brendan dormía sobre su hombro, demasiado cansado para quejarse de aquella incómoda postura vertical.

– Están en la cocina. Yo tengo que acostar a éste -murmuró.

– Gracias, Juliet.

Cruzó el vestíbulo y subió por las escaleras, aliviada sin duda por disponer de aquel pretexto para escapar. Una mujer dejaba un mensaje en el contestador automático con la voz más solemne de este mundo: «Bueno, querida, eso es todo. Sólo quería que lo supieras. Si nos necesitas para algo, no tienes más que llamar. Ya hablaremos. Chao».

Dana estaba sentada a la mesa de la cocina, pálida y hermosa. Su pelo rubio platino parecía de seda bañado por la luz; lo llevaba recogido en la nuca en un moño de aire descuidado. Llevaba unos tejanos azul claro y una camisa de seda de manga larga, de un matiz azul que armonizaba con el color de sus ojos. Apagó un cigarrillo y me miró sin hacer ningún comentario. El olor del tabaco flotaba en el aire, mezclado con el del azufre de las cerillas. Michael le preparaba una taza de café recién hecho. Si Dana parecía aturdida, Michael parecía transido de dolor.

Me habían visto tanto últimamente que nadie hizo preguntas sobre mi imprevista presencia en la casa. Michael se sirvió una taza para él, abrió un armario pequeño y sacó otra taza para mí. En el centro de la mesa había un cartón de leche y un azucarero. Di las gracias a Michael y me senté.

– ¿Alguna novedad?

Dana negó con la cabeza.

– No puedo creerlo.

Michael se apoyó en el mármol.

– No sabemos dónde está, mamá.

– Eso es lo que me saca de quicio. Se presenta de pronto, nos parte por la mitad y a los dos minutos desaparece.

– ¿Habló usted con él? -pregunté.

Pausa. Dana bajó los ojos.

– Estuvo aquí -dijo con un tono de voz ligeramente a la defensiva. Cogió un paquete de tabaco y encendió otro cigarrillo. Si no ponía fin a aquello envejecería prematuramente.

– ¿Cuándo?

Frunció el entrecejo.

– No sé, anoche no, anteanoche. El miércoles, creo. Después fue a casa de Michael para ver al niño. Me pidió su dirección.

– ¿Habló con él largo y tendido?

– Yo no calificaría de larga la conversación. Dijo que lo sentía. Que había cometido una equivocación imperdonable. Que haría cualquier cosa por recuperar los cinco años perdidos. Todo era mentira, pero parecía sincero y supongo que yo necesitaba oír cosas por el estilo. Yo estaba furiosa, como es lógico. Le dije que aquello era imposible, que no podía recuperar el tiempo perdido, así, por las buenas, después de todo lo que habíamos pasado por su culpa. Le dije que me importaban muy poco sus excusas y lamentaciones, que la situación en que nos había dejado ya era lamentable de por sí. Qué desfachatez.

– ¿Cree usted que era sincero?

– Siempre ha sido sincero. Nunca ha sido capaz de tener el mismo punto de vista durante dos minutos seguidos, pero siempre ha sido sincero.

– ¿No volvió a hablar con él?

Negó con la cabeza.

– Una vez fue suficiente, créame. Habría tenido que ser el final, el careo definitivo, pero aún estoy que muerdo -dijo.

– Entonces, no hubo reconciliación.

– ¿Reconciliación? Pero ¿qué dice usted? Yo jamás transigiría. El arrepentimiento ajeno no me conmueve. -Me miró a los ojos-. Bueno, ¿qué pasará ahora? Supongo que la compañía de seguros querrá recuperar el dinero.

– No piensan reclamarle lo que ya ha gastado, pero tampoco tienen intención de que se quede usted con medio millón de dólares. A no ser que Wendell haya muerto.

Se quedó totalmente inmóvil y desvió la mirada.

– ¿Por qué dice eso?

– Es algo que al final nos sucede a todos -dije. Aparté el café con la mano y me levanté de la silla-. Avíseme si sabe algo de Wendell. Hay muchas personas pendientes del desenlace. Una en particular.

– Acompáñala a la puerta, por favor -dijo Dana a Michael.

Michael se apartó del mármol y me acompañó hasta la puerta de la calle. Cabizbajo y meditabundo.

– ¿Estás bien? -pregunté.

– La verdad es que no. ¿Cómo te sentirías tú?

– Creo que la historia no ha terminado todavía. Tu padre hizo lo que hizo por razones propias. Su comportamiento no tuvo nada que ver contigo -dije-. No creo que debas tomártelo como una ofensa personal.

Se puso a cabecear con movimientos exagerados.

– No quiero volver a verlo. Espero no tener que verlo nunca más.

– Entiendo lo que te pasa. No trato de defender a tu padre, pero no es tan mala persona como parece. Es mejor aceptar lo que hay. No conoces todo lo que hay por medio, sólo una versión de los hechos. Hay muchas más cosas: sucesos, sueños, conflictos, conversaciones que desconoces por completo. La causa de lo que tu padre hizo se encuentra en estas cosas -dije-. Tienes que aceptar que había en juego algo de más bulto y que tal vez nunca conozcas.

– Saber, conocer, ¿el qué? Me trae sin cuidado. Te lo juro por Dios, no me importa en absoluto.

– Puede que a ti no, pero Brendan podría pensar lo contrario algún día. Estos asuntos suelen repercutir en las generaciones sucesivas. Nadie acepta de buen grado el abandono.

– Ya.

– Hay una expresión que me viene a la cabeza en situaciones como ésta: «El inmenso e ingobernable mar de la verdad».

– ¿Y eso qué quiere decir?

– La verdad duele a veces. Y en ocasiones es demasiado grande para asimilarla de golpe. Puede desbordarnos y amenazar con engullirnos. En este mundo he visto muchas cosas desagradables.

– Sí, bueno, pero yo no. Ésta es mi primera experiencia y no me gusta.

– Pues ya sabes -dije-. A cuidar de tu hijo. Es una preciosidad.

– Es lo único bueno que ha salido de esto.

Esbocé una sonrisa.

– No te descartes tan rápidamente -dije.

Se le ensombreció la mirada y me sonrió de manera enigmática, pero creo que en el fondo se dejaba llevar por los sentimientos.

De casa de Dana fui a la de Renata. Fueran cuales fuesen los defectos de Wendell Jaffe, había sabido hacerse querer por dos mujeres de carácter. No podían ser más diferentes: Dana era elegantemente fría; Renata, morena y exótica. Aparqué delante de su casa y eché a andar hacia ésta. Si había policías vigilándola, tenían que tener una habilidad innata para el camuflaje. No había coches ni furgonetas ni cortinas moviéndose en las casas de enfrente. Llamé al timbre y aguardé de cara a la calle. Me volví y pegué la cara al vidrio, haciéndome visera con la mano. Volví a pulsar el timbre.

Renata apareció por fin, procedente del fondo de la casa. Vestía una falda blanca de algodón y una camiseta azul del mismo tejido, y calzaba unas zapatillas de playa blancas que le realzaban el color oliváceo de las piernas. Abrió la puerta y se detuvo unos instantes con la mejilla pegada en la hoja de madera.

– Hola. He oído por la radio que han encontrado la goleta. No habrá muerto, ¿verdad?

– No lo sé, Renata. Te lo digo con toda franqueza. ¿Puedo pasar?

Me abrió la puerta para permitirme la entrada.

68
{"b":"115534","o":1}