– Hágalo, hágalo. Es una casa muy bonita.
– Por lo menos eso parece -observé-. Y hay embarcadero y todo. ¿Tiene la señora Huff alguna embarcación?
– Sí, un velero grande, precioso… de quince metros de largo. Ahora que lo dice, hace tiempo que no lo veo. Puede que lo estén reparando. Sé que lo saca del agua de vez en cuando. Bueno, la dejo, no sea que el perro se resfríe.
– Gracias por todo. Ha sido usted muy amable.
– De nada, mujer -dijo.
13
Dos faroles que imitaban los de los carruajes antiguos arrojaban círculos superpuestos de luz en el porche principal. La puerta estaba flanqueada por dos paneles de vidrio. Pegué la nariz a la ventana de la derecha con las manos en las sienes. Divisé el vestíbulo y un pasillo corto que parecía dar a un salón. Los suelos del interior eran de madera noble; habían sido fregados, blanqueados y frotados con una cera de color gris claro. Las jambas de las puertas habían sido retiradas para facilitar el paso de una silla de ruedas. La fila de puertas de cristales que llenaba la pared del fondo me permitió ver todo lo que había hasta la terraza de madera del fondo.
En el sector iluminado del salón vi que los productos para limpiar el suelo habían dejado salpicaduras en la alfombra oriental. A la derecha había una escalera que giraba en ángulo hacia el primer piso. La vecina había hablado de un ascensor, pero no había ninguno a la vista. Puede que Renata lo hubiera desmontado al morir su marido. ¿Sería el pasaporte de éste el que utilizaba Wendell Jaffe actualmente? Crucé el porche hacia la izquierda. De ventana en ventana, fui viendo el interior de la vivienda, cuyas habitaciones destacaban por su aspecto pulcro y ordenado y sus superficies limpias. En la parte delantera había un estudio y una habitación que parecía de huéspedes, seguramente con cuarto de baño adjunto.
Abandoné el porche y avancé junto a la pared izquierda de la casa. El garaje estaba cerrado y seguramente protegido también por la alarma antirrobo. Inspeccioné la verja del patio trasero; por lo visto carecía de cerradura. Tiré de una anilla que colgaba de una cuerda. Se abrió el pestillo y crucé la puerta sin atreverme a respirar por si ésta estaba conectada a la alarma. Exceptuando el chirrido de los goznes, reinaba un silencio sepulcral. Solté la puerta, que se cerró sola a mis espaldas, y avancé por el estrecho sendero que había entre el garaje y la verja. Vi la rejilla de salida de un extractor de aire y deduje que al otro lado de la pared se encontraba el cuarto de la lavadora.
La terraza estaba rodeada de focos de doscientos vatios que conseguían dar la impresión de que era de día. Avancé pegada a la pared de la parte trasera de la vivienda, mientras espiaba por las puertas de cristales. Más vistas panorámicas del salón y del comedor contiguo, tras el que percibí un fragmento de cocina. Ay de mí. Me di cuenta entonces de que Renata había decorado las paredes con un papel que sólo es atractivo para los interioristas: el fondo era de un amarillo criminal y estaba sembrado de plantas trepadoras y setas. Las cortinas y la tapicería de los muebles repetían el diseño. También cabía la posibilidad de que hubiera entrado un hongo o un virus en la habitación y se hubiera reproducido contaminando hasta el último rincón. Había visto un dibujo parecido en una revista científica, esporas de moho aumentadas mil novecientas veces su tamaño real.
Crucé la terraza y bajé por la rampa hasta el agua negra del ancón. Me volví para mirar la casa. No había escaleras exteriores ni manera visible de llegar a los dormitorios de la planta superior. Retrocedí, volví a cruzar la verja y me cercioré de que no pasaban coches por la calle. Solamente me faltaba que Renata Huff volviera en aquellos instantes y me descubriera con los faros del coche al introducirse en el sendero del garaje.
Al llegar junto al buzón de la acera, mi ángel malo me palmeó el hombro y me sugirió que infringiese las leyes que protegen la intimidad de la correspondencia privada. «¡Largo de aquí, miserable!», exclamé indignada. De modo que alargué la mano, bajé la tapa y saqué el fajo de cartas repartidas aquel día. Había demasiada oscuridad en la calle para seleccionar lo que me interesaba y no tuve más remedio que guardármelas todas en el bolso. Cuánta corrupción hay en el mundo, Dios mío. A veces me meto tan profundamente en la mierda que ni siquiera yo me lo creo. Allí estaba yo, mintiendo a la vecina y robando el correo de Renata. ¿Habrá alguna vileza que no sea capaz de cometer? Por lo visto, no. Me pregunté por encima si el robo de correspondencia se penalizaba en razón del hecho o por unidad robada. Si era por lo segundo, me exponía a una buena temporada en la cárcel.
Antes de volver a casa, di un rodeo y me dirigí al domicilio de Dana Jaffe. Apagué los faros y seguí avanzando hasta detenerme en la acera de enfrente. Dejé las llaves puestas y crucé la calle en silencio. Todas las luces de la planta baja estaban encendidas. El tráfico era escaso o inexistente a aquella hora. No había vecinos a la vista ni dueños paseando a sus perros en la calle. Doblé para internarme en la oscuridad del césped. Los arbustos que crecían junto a las paredes de la casa proporcionaban el cobijo suficiente para permitirme espiar sin interferencias. Me dije que a mis restantes pecados bien podía añadir invasión de la propiedad ajena y merodeo.
Dana miraba la televisión con la cara vuelta hacia el mueble que había entre las dos ventanas de la fachada y bañada por el juego de luces de la pantalla del aparato. Encendió un cigarrillo. Tomó un sorbo de la copa de vino blanco que tenía sobre la mesa. No había ningún indicio de que Wendell anduviera por allí y nada sugería que hubiese alguien más en la casa. Sonreía de vez en cuando, seguramente a modo de reflejo condicionado por la risa pregrabada del programa y cuyas vibraciones percibía a través de la pared. Comprendí entonces que había abrigado la sospecha de que Dana estaba compinchada en secreto con Wendell, de que sabía dónde estaba ahora y dónde había estado durante todos aquellos años. Pero al verla sola, empecé a desechar la idea. Me resultaba imposible creer que Dana hubiera aceptado en secreto que Wendell dejara huérfanos a sus hijos. Los dos muchachos habían sufrido mucho durante los últimos cinco años.
Volví al coche, encendí el motor, di una vuelta prohibida de ciento ochenta grados y encendí los faros. Cuando llegué a Santa Teresa, me detuve ante el McDonald's de Milagro y me compré una hamburguesa súper y una ración de patatas fritas. Durante el resto del viaje, el coche olió a cebolla frita, coliflor en vinagre, carne cubierta de queso fundido y especias. Aparqué el coche, cogí las patatas fritas y crucé la chirriante puerta de la verja.
Las luces de la casa de Henry estaban apagadas. Entré en mi domicilio. Dejé la caja de poliuretano en el mostrador de la cocina. La abrí, utilicé la tapa como contenedor de las patatas e invertí unos minutos en rasgar a mordiscos las bolsitas de salsa de tomate, que estrujé y esparcí sobre las patatas, finas como cordones de zapato. Me encaramé a un taburete de bar y me puse a masticar la materia reciclada mientras revisaba la correspondencia que había aprehendido. Cuesta renunciar al latrocinio crónico cuando los propios delitos proporcionan tan suculenta información. Por pura casualidad instintiva había caído en mis manos el recibo del teléfono de Renata, cuyo número, no consignado en la guía, figuraba en una casilla de la parte superior, encima de una lista de todos los números de teléfonos desde los que había cargado en cuenta las llamadas que había efectuado en los últimos treinta días. La factura de la tarjeta Visa, un extracto bancario, era como un pequeño mapa de carreteras de los lugares donde habían estado Renata y «Dean DeWitt Huff». A pesar de estar muerto, el individuo recién mentado parece que se lo había pasado en grande; había preciosas muestras de su caligrafía en algunos de los recibos de la tarjeta de crédito. Los gastos en Viento Negro no se habían facturado aún, pero pude seguir la pista de la pareja desde La Paz hasta San José del Cabo y un hotel de San Diego. Ciudades portuarias, según advertí, fácilmente abordables desde el barco.