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Después de aterrizar en el Aeropuerto Internacional de Los Angeles tuve que esperar tres horas hasta que el avión de San José del Cabo despegara. Mac me había entregado una carpeta llena de artículos de prensa sobre la desaparición de Jaffe y sus efectos. Me instalé en una cafetería del aeropuerto y me puse a hojear los recortes para ponerme al corriente mientras me tomaba una margarita. Y para empaparme del espíritu de la situación. Tenía a los pies un petate hecho a toda prisa donde llevaba la cámara de 35 milímetros, los prismáticos y una videocámara portátil que me habían regalado al cumplir los treinta y cuatro años. Me gustaba la naturaleza improvisada de aquel viaje y notaba ya el aguzamiento de los sentidos que todo desplazamiento genera. Mi amiga Vera y yo nos habíamos matriculado en un cursillo de iniciación al español que impartían en el centro municipal de enseñanza para adultos de Santa Teresa. Hasta el momento no habíamos pasado del presente de indicativo ni de frases breves que no servían para nada; a no ser que a los gatos negros les diera por vivir en los árboles; en cuyo caso, Vera y yo estábamos convenientemente preparadas para entrar en acción y ser útiles a la comunidad. ¿Hay muchos gatos negros en los árboles? Sí, hay muchos gatos. El viaje, por nulos que fueran los resultados, me permitiría al menos practicar mis dotes políglotas.
Mac, además de los recortes, me había dado varias instantáneas en blanco y negro en las que podía verse a Jaffe en diversos actos públicos: inauguraciones de exposiciones artísticas, tómbolas políticas y subastas de beneficencia. A juzgar por los acontecimientos a que asistía, era sin lugar a dudas un miembro de la élite: guapo, bien vestido, el centro de cualquier corrillo. Aparecía con frecuencia con la cara medio borrosa, como si hubiera retrocedido o se hubiera vuelto de espaldas en el preciso momento en que se hacía la foto. Era cincuentón y corpulento. Cabello cano, pómulos altos, mandíbula prominente y nariz grande. Parecía sereno y dueño de sí, como si no le importase lo que pensaran los demás.
No sé por qué, pero sentí que una especie de vínculo inmaterial me unía a aquel hombre mientras pensaba en lo que significaba cambiar de identidad. Puesto que soy embustera por naturaleza, la posibilidad me ha atraído desde siempre. Hay algo aventurero en la idea de abandonar una vida para llevar otra, como un actor que deja de interpretar un papel para encarnar el siguiente. No hace mucho trabajé en el caso de un sujeto que, encarcelado por homicidio, se había fugado de la cárcel y había conseguido forjarse una nueva personalidad. No sólo se había deshecho de su pasado, sino también de la rémora que representaba el haber sido condenado por homicidio. Había fundado otra familia y tenía un buen empleo. Se había ganado el respeto de quienes lo conocían. Habría seguido adelante con el engaño de no haber sido por una equivocación cometida en una orden de busca y captura que había redundado en una detención accidental diecisiete años más tarde. El pasado siempre acaba por localizarnos.
Consulté mi reloj y vi que era hora de partir. Guardé los recortes y cogí el petate. Crucé la terminal principal, pasé por el control de seguridad y me dirigí a la puerta que me correspondía. Una regla que no conoce las excepciones cuando se viaja es que la puerta de salida o de llegada está siempre en el extremo más alejado de donde se encuentra el viajero, en particular cuando el equipaje pesa mucho y los zapatos empiezan a apretar, Me acomodé en la sala de espera correspondiente y me froté un pie mientras los demás viajeros se concentraban en espera de que los funcionarios de embarque abriesen la puerta.
Una vez que estuve sentada en el avión y con el petate empotrado en el portabultos de arriba, saqué el folleto del hotel que me había dado Mac con los pasajes. Además de los vuelos, me había reservado habitación en el mismo lugar donde Wendell Jaffe había sido visto. No estaba muy segura de que el hombre siguiese en el mismo sitio, pero ¿quién era yo para rechazar unas vacaciones pagadas?
En la foto del hotel Hacienda Grande de Viento Negro se apreciaba una estructura de tres plantas, con una franja de playa oscura apenas visible en el fondo. El texto que había debajo de la ilustración elogiaba el restaurante, los dos bares, la piscina soleada y la posibilidad de practicar actividades recreativas como el tenis, la natación, la pesca submarina y un paseo en autobús por el pueblo, durante el que se obsequiaba al turista con una margarita gratis.
La mujer que tenía al lado leía el folleto por encima de mi hombro. A punto estuve de esconderlo, como si estuviera copiando en un examen. Tenía cuarenta y tantos años, era muy delgada, estaba muy bronceada y se notaba que comía bien. Tenía el pelo negro, lo llevaba recogido en una cola de caballo y vestía un traje pantalón negro con una camiseta beige debajo.
– ¿Va usted a Viento Negro?
– Sí. ¿Conoce la zona?
– Pues sí, la conozco, y espero que no tenga usted intención de quedarse ahí – dijo, señalando el folleto con un ligero mohín de repugnancia.
– ¿Qué le ocurre al lugar? A mí me parece en buen estado.
Se pasó la lengua por la cara interna de las mejillas como para comprobar si tenía restos de embutido entre los dientes. Arqueó un tanto las cejas.
– Bueno, es su dinero.
– La verdad es que el dinero es de otra persona. Es un viaje de negocios -dije.
Asintió como si no se lo creyera. Volvió a sumirse en la lectura de una revista con cara de no querer meterse en asuntos ajenos. Al cabo de un rato la oí murmurar no sé qué al hombre que tenía a su derecha. Éste, que ocupaba el asiento de la ventanilla, tenía un pedazo de pañuelo de papel metido en una fosa nasal, para absorber la sangre que al parecer le había brotado cuando la presión atmosférica en el interior del aparato había variado momentos antes de despegar. El trozo de papel era largo e irregular, como un cigarrillo liado a mano. Se adelantó un poco para verme mejor. Volví a fijarme en la mujer.
– ¿Pasa algo?
– No, no, de ningún modo -dijo la mujer sin ganas.
– Siempre que le gusten el polvo, la humedad y los bichos.
Me eché a reír, je, je, je, pensando que el hombre bromeaba. Pero ni siquiera esbozaron una sonrisa.
Ya era demasiado tarde cuando me di cuenta de que «viento negro» significaba exactamente viento negro, una especie de siroco que soplaba todas las tardes arrastrando el negro polvillo volcánico que cubría la playa. El hotel era modesto, como una U invertida pintada de color albaricoque y con balcones en la parte delantera. Había macetas colgadas de las barandillas de las terrazas y las buganvillas caían formando una cascada de color morado. La habitación estaba limpia pero algo destartalada y daba al golfo de California, que quedaba al este.
Durante dos días inspeccioné tanto el Hacienda Grande como el pueblo de Viento Negro en busca de cualquier persona que se pareciese un poco al Wendell Jaffe de las fotos que le habían hecho hacía cinco años. Si todo fallaba, podía interrogar al personal del hotel con mi español titubeante, pero me preocupaba la posibilidad de que alguien contase a mi hombre que andaba haciendo preguntas sobre él. En el caso de que se encontrase allí. Anduve por la piscina, husmeé por el vestíbulo del hotel, cogí el autobús del pueblo. Participé en todas las atracciones turísticas: el crucero al atardecer, la sesión de buceo y un viajecito por montes polvorientos en un vehículo todo terreno alquilado que me dejó el trasero amoratado. Probé en los otros dos hoteles de la zona, los restaurantes y bares de los alrededores. Inspeccioné los lugares de esparcimiento nocturno del hotel en que me hospedaba, todas las discotecas, todas las tiendas. Ni rastro del individuo.
Al final llamé a Mac a su casa y le puse al corriente de todo lo que había hecho hasta la fecha.