– Eh, que soy yo -dije.
Pero allí sólo había viento y una playa vacía. Wendell Jaffe había vuelto a largarse.
20
Eran ya las diez de la noche y la avenida periférica estaba desierta. Veía las luces de la autopista a una distancia tentadoramente próxima, pero estaba claro como el agua que nadie en su sano juicio querría recogerme a aquellas horas. Encontré el bolso junto al coche y me lo eché al hombro. Rodeé el VW y abrí la portezuela del conductor. Me estiré para coger las llaves de contacto. Pude cerrar el vehículo con llave, pero ¿para qué? Por el momento no funcionaba y la ventanilla trasera estaba rota, abierta a los elementos y a los ladrones.
Fui andando hasta la gasolinera más cercana, que estaba a kilómetro y medio aproximadamente. Estaba muy oscuro, las farolas estaban muy distantes entre sí y por si esto fuera poco no iluminaban apenas. La tormenta parecía haberse detenido en alta mar, donde aguardaba meditabunda. Los relámpagos estallaban detrás de las nubes negras como si las lámparas del cielo tuviesen algunos cables mal empalmados. El viento barría la arena y sacudía entre susurros las ramas resecas de las palmas. Hice una rápida autoevaluación y llegué a la conclusión de que a pesar de las emociones experimentadas estaba en perfecta forma. Una virtud de la buena forma física es que puede andarse una distancia de dos kilómetros en la oscuridad como si tal cosa. Yo llevaba unos tejanos, una camiseta de manga corta y las botas, que no son el mejor calzado para caminar, pero que tampoco hacen daño.
La gasolinera era uno de esos lugares que permanecen abiertos las veinticuatro horas del día, pero donde casi todo estaba automatizado y sólo había un empleado que, como es lógico, no podía abandonar el establecimiento. Cogí un puñado de calderilla y me dirigí a la cabina que había en una esquina del aparcamiento. Llamé primero a la AAA, di mi número de socia y dije dónde me encontraba. La operadora me aconsejó que esperase junto al vehículo, pero respondí que no me apetecía volver andando en la oscuridad. Mientras aguardaba la grúa, llamé a Renata y le conté lo sucedido. No sé por qué, pero creo que no le caía simpática después de los tirones de pelo que nos habíamos dado en el barco para hacernos con el revólver. Me dijo que Wendell no había aparecido aún, pero que cogería el coche y recorrería el trayecto que iba desde su casa al punto de la avenida periférica en que habíamos sufrido el percance.
Tres cuartos de hora después se presentó la grúa. Me senté junto al conductor y le di las instrucciones necesarias para llegar al VW. Tendría cuarenta y tantos años y al parecer había echado los dientes al volante de una grúa, olía más que una fábrica de colorantes, masticaba tabaco continuamente y tenía opiniones para todo. Cuando llegamos al VW, bajó de la grúa, se subió los pantalones hasta los sobacos y rodeó mi vehículo con los brazos en jarras. Se detuvo y escupió al suelo.
– Pero ¿qué ha pasado aquí? -Puede que lo preguntase por la astillada ventanilla trasera, pero preferí hacer como que no entendía por el momento.
– No tengo ni la menor idea. Iba por aquí a unos setenta kilómetros por hora y el motor perdió fuerza de pronto.
Señaló con el dedo el techo del vehículo, donde un proyectil de grueso calibre había abierto un agujero por el que cabía una moneda de diez centavos.
– Oiga, ¿y esto?
– Ah, ¿se refiere a eso? -Me adelanté con los ojos entornados. Rodeado de pintura azul, el agujero parecía una peca más redonda que la luna. Introdujo el dedo por él.
– Parece un agujero de bala.
– Dios mío, tiene usted razón.
Rodeamos el vehículo y fui repitiendo las exclamaciones de consternación que lanzaba el hombre ante los desperfectos que encontraba a su paso. Me interrogó en profundidad, pero me las arreglé para responder con evasivas. Era el conductor de una grúa, no un policía. Además, yo no estaba bajo juramento.
Finalmente, y mientras cabeceaba, se sentó ante el volante y trató de encender el motor. Sospecho que si lo hubiera conseguido en el acto se habría llevado una gran alegría. Me pareció de esos a quienes les trae sin cuidado que las mujeres parezcamos unas inútiles. No hubo suerte. Bajó, fue a la parte trasera y miró el motor. Emitió varios gruñidos, toqueteó no sé qué y volvió a darle al motor de arranque sin resultado visible. Remolcó el VW hasta la gasolinera, lo dejó en el garaje y se marchó tras mirar atrás con recochineo simulado y una sacudida de cabeza. No me hizo falta adivinar lo que pensaba de las mujeres modernas. Cambié unas palabras con el empleado de la gasolinera, que me dijo que el mecánico aparecería hacia las siete de la mañana.
Eran ya más de las doce de la noche y estaba no sólo extenuada sino también inmovilizada. Habría podido llamar a Henry. Sabía que habría cogido el coche sin rechistar y habría acudido a recogerme fuera la hora que fuese. El problema era que ya estaba harta de ir en coche, harta de tantas idas y venidas entre Santa Teresa y Perdido. En la zona, por suerte, no escaseaban los moteles. Localicé uno al otro lado de la autopista, a un corto paseo de distancia, al que llegué tras cruzar el puente. En previsión de estas emergencias, siempre llevo en el bolso un cepillo de dientes, un tubo de dentífrico y unas bragas limpias.
Había una habitación libre. Pagué más de lo esperado, pero estaba demasiado cansada para regatear. Por los treinta dólares de más que me sacaron tuve derecho a un frasquito de champú y a otro de vigorizante proteínico para el pelo. Otro frasquito que entraba en el lote contenía la cantidad mínima de leche corporal que se necesita para humedecer una pantorrilla. Lo peor era que no había manera de hacer salir la crema del frasco. Al final renuncié a la idea de hidratarme las células y me metí en la cama completamente desnuda y más seca que un tapón de corcho. Dormí como un tronco sin necesidad de medicamentos y llegué a la lamentable conclusión de que me había desaparecido el resfriado.
Desperté a las seis y durante un segundo me pregunté dónde estaba. Cuando lo recordé, me sepulté bajo las frazadas y volví a quedarme dormida hasta las ocho y veinticinco. Me duché, me puse las bragas limpias y la ropa de la víspera. Como había pagado por la habitación hasta mediodía, cogí la llave, me tomé una taza de café de máquina y crucé a pie la 101 para volver a la gasolinera.
El mecánico tenía dieciocho años, el pelo rojo y rizado, los ojos castaños, la nariz de perro pachón, un hueco entre los dientes incisivos y un marcado acento de Texas. Vestía un mono que parecía más bien unas mallas de hacer gimnasia. Al verme me llamó haciéndome señas circulares con el índice. Había montado el vehículo en el gato hidráulico y nos pusimos a mirar la parte inferior. Ya veía salir volando un chorro de dólares por la ventana. Se limpió las manos con un trapo.
– Mire, mire -dijo. Miré, sin comprender al principio lo que me indicaba. Alargó la mano y tocó un tornillo de carpintero que asfixiaba un conducto-. La mierdecilla esta comprime el tubo de la gasolina, ¿lo ve? Seguro que corrió como mucho tres manzanas y se le paró el motor.
Me eché a reír.
– ¿Sólo era eso?
Destornilló la mierdecilla y me la puso en la mano.
– Sólo. Ahora podrá correr todo lo que quiera.
– Gracias, muchas gracias. Es increíble. ¿Cuánto le debo?
– En mi pueblo basta con dar las gracias, señora.
Volví al motel, me senté en la cama deshecha y llamé a Renata. Se puso el contestador automático y dejé un mensaje con la petición de que me llamara ella a su vez. Probé en casa de Michael y ante mi sorpresa el hijo de Wendell cogió el teléfono antes de que finalizara el primer timbrazo.
– Hola, Michael. Soy Kinsey. Creí que estarías en el trabajo. ¿Sabes algo de tu padre?
– No. De Brian tampoco. Me llamó esta mañana para decirme que mi padre no había aparecido. Parecía sinceramente preocupado. Dije que me encontraba mal para quedarme junto al teléfono.