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En los ojos de Brian chisporroteaba la incertidumbre. La respiración se le fue normalizando y recuperó el dominio de sí. Se enderezó. Yo no creía que todo hubiera pasado, pero la tensión desapareció. Brian esbozó una sonrisa despectiva y dejó que le esposaran sin oponer resistencia. Evitaba mirarme a la cara; más valía así. Verle derrotado de aquel modo me daba no sé qué.

– Valiente puñado de cabrones -murmuró, pero los ayudantes no le hicieron caso. Todo el mundo tiene derecho a salvar la dignidad. No hay ningún mal en ello.

Dana se presentó en la cárcel mientras se formalizaba el ingreso de Brian. Iba vestida de lo más elegante, con un imponente vestido gris de rayón y lino; era la primera vez que la veía sin los sempiternos tejanos. Eran las once de la noche y me encontraba en el vestíbulo con otra taza de café intragable cuando oí en el pasillo el repiqueteo de sus afilados tacones. Nada más verla me di cuenta de que estaba furiosa, no con Brian o los policías, sino conmigo. Yo había ido a la cárcel detrás del vehículo de los agentes del sheriff y me había quedado aparcando mientras introducían al detenido por la puerta lateral. Incluso me había molestado en llamar a Dana Jaffe, pensando que debía estar al tanto de la detención de su hijo menor. No estaba de humor para aguantar sus impertinencias, pero saltaba a la vista que la señora quería guerra.

– Ha causado usted problemas desde el momento en que la vi -dijo a modo de saludo. Llevaba el pelo recogido elegantemente en un holgado moño occipital en el que ni una sola mecha estaba fuera de sitio. Blusa blanca como la nieve, pendientes de plata, los ojos perfilados de negro.

– ¿Quiere conocer los detalles?

– No, no quiero conocer los detalles. Es usted quien me va a escuchar a mí. Han bloqueado mi cuenta bancaria por orden judicial. En este momento no puedo tocar ni un centavo. No tengo dinero. ¿Lo entiende? ¡Nada en absoluto! Mi hijo está en un aprieto y ni siquiera puedo comunicarme con su abogado.

Su vestido de lino era de cuento de hadas, inmaculado, sin una maldita arruga; el lino refuerza, según me han contado, incluso mezclado con otros tejidos. Bajé los ojos y miré el contenido de la taza. El café se había enfriado ya y en la superficie flotaban coágulos de leche en polvo. Me habría gustado tirárselo a la cara. Me observé la mano con atención para ver si se movía sola.

Dana, mientras tanto, seguía atormentándome y me soltaba una pulla tras otra por Dios sabe qué ofensas. Bajé el volumen del aparato con mi mando a distancia mental. Fue como ver una película muda. Escuchaba con un oído, pero rechazaba el sonido antes de que llegara al tímpano. Advertí que se me estaban cargando las baterías de la mano de tirar cafés a la cara. En la escuela de párvulos me daba por morder, pero el impulso era el mismo. Cuando trabajaba en la policía, tuve que detener en cierta ocasión a una mujer por tirar a la cara de otra un vaso de licor, acto que la ley califica de agresión intencionada. Código Penal de California, 242, canturreé para mí: «Se llama agresión intencionada al uso ilegítimo y voluntario de la fuerza o la violencia sobre otra persona… La fuerza o violencia que caracteriza la agresión intencionada no tiene por qué ser grande ni ha de causar necesariamente dolor o daño físico ni por qué dejar huellas». Salvo en el vestido de Dana; que era una marranaaaa.

Oí pasos en el corredor que había a mis espaldas. Al volverme vi al subinspector Tiller con un expediente en la mano. Me saludó con un ademán de la cabeza y desapareció por la puerta.

– ¿Tiller? ¿Me hace el favor?

Asomó la cabeza por el hueco de la puerta.

– ¿Me llamaba?

Miré a Dana.

– Siento interrumpirla, pero tengo que hablar con él -dije y me colé en el despacho del subinspector. La cara de contrariedad que puso Dana indicaba claramente que aún no había descargado sobre mí toda la bilis que me tenía reservada.

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Tiller me miró con un frunce de interrogación desde el archivador donde iba a meter el expediente.

– ¿Qué pasaba entre ustedes dos?

Cerré la puerta y me llevé el dedo a los labios mientras le hacía una seña en dirección al fondo. Su mirada se desvió hacia el pasillo. Cerró el archivador y me hizo una seña con la cabeza. Fui tras él por un laberinto de mesas. Llegamos a un despacho menor y me señaló una silla. Tiré la taza de café en la papelera y me senté dando un suspiro.

– Gracias, muchas gracias. No se me ocurría otra forma de deshacerme de ella. Necesita desahogarse y me ha tocado a mí.

– Descuide, ha sido un placer ayudarla. ¿Le apetece más café? El nuestro es de cafetera de filtro y acabamos de hacerlo. El suyo era de la máquina, ¿no?

– Se lo agradezco, pero por el momento ya tengo suficiente. Lo que me gustaría es dormir un rato. ¿Cómo está usted?

– Como un reloj. Acabo de llegar, tengo el turno de noche. Ya he visto que ha devuelto usted al redil a nuestro joven. -Se sentó en la silla giratoria, que emitió un crujido cuando se echó atrás.

– Ha sido sencillo. Supuse que Wendell lo tenía escondido en algún lugar próximo y me limité a peinar cierta zona. Fue aburrido, pero no difícil. ¿Y por aquí? ¿Se sabe ya por qué y cómo lo dejaron libre?

Se encogió de hombros con incomodidad.

– Se está comprobando. -Cambió de tema, reacio por lo visto a hacerme partícipe de los detalles de la investigación interior. A la implacable luz de los tubos fluorescentes advertí que tenía hebras plateadas en el pelo rojizo y el bigote, y también patas de gallo. Los rasgos juveniles de su cara habían empezado a encogerse y a formar pliegues y arrugas. Debía de tener más o menos la edad de Wendell, pero sin los efectos rejuvenecedores de la cirugía plástica de este último. Le observaba las manos medio distraída cuando de pronto titiló encima de mi cabeza un signo de interrogación.

– ¿Qué es eso?

Se fijó en la dirección de mi mirada y levantó la mano.

– ¿El qué? ¿El anillo de bachiller?

Acerqué la cabeza con el entrecejo fruncido.

– Es del Instituto Cottonwood, ¿no?

– ¿Lo conoce? Casi nadie ha oído hablar de él. Cerró hace no sé cuántos años. En la actualidad casi no quedan ya centros exclusivamente masculinos. Dicen que son discriminatorios y puede que tengan razón. Mi promoción fue la última que terminó los estudios. Sólo éramos dieciséis. Después, kaputt. -Sonreía con orgullo y afecto-. Tiene usted buen ojo. ¿Cómo se ha dado cuenta? Casi todos los anillos estudiantiles se parecen.

– Es que he visto recientemente el de otro que hizo el bachillerato en el Cottonwood.

– ¿En serio? ¿Quién era? Todavía formamos una peña solidaria.

– Wendell Jaffe.

Me miró durante un segundo y desvió los ojos. Se removió en la silla.

– Sí, creo que el viejo Wendell estudió también allí -dijo, como si acabara de recordarlo-. ¿Seguro que no quiere más café?

– Fue usted, ¿verdad?

– ¿Yo? ¿El qué?

– Quien dejó libre a Brian -dije.

Se echó a reír con un aparatoso jo-jo-jo, pero sin pizca de sinceridad.

– Lo siento, joven, pero no fui yo. Aunque hubiera querido, no habría sabido cómo hacerlo. Póngame delante de un ordenador y mi coeficiente intelectual bajará quince puntos.

– Vamos, vamos. ¿Qué sabe usted? No se lo diré a nadie. Ya no tiene importancia. El chico está otra vez aquí. Le juro que no diré una palabra. -Cerré la boca a continuación y dejé que se condensara el silencio. En el fondo era un hombre sincero capaz de cometer alguna irregularidad de vez en cuando, pero no lo hacía a gusto ni podía negar su culpabilidad cuando se le ponía delante lo que había hecho. A los policías les gustan los sujetos así porque se ponen a cantar inmediatamente para obtener un poco de consuelo espiritual.

– No -dijo-. Está usted regando fuera de tiesto. – Torció el cuello para aligerar la tensión muscular, pero me di cuenta de que no había dado por terminada la conversación. Le di un empujoncito.

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