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– Dios sabe que Juliet no le exigió nada. Quería tener el niño y necesitaba dinero, pero no insistió en legalizar la situación. Fue idea de Michael. No sé si buena o mala, pero hoy por hoy no pueden quejarse.

– ¿Le ha supuesto alguna molestia que se hospedaran aquí?

Se encogió de hombros.

– Al contrario, en términos generales me gustaba. Juliet me saca de quicio de vez en cuando, pero más que nada porque se hace la independiente. Todo lo tiene que hacer a su aire. Es experta en todo. Porque sólo tiene dieciocho años, claro. Sé que se debe a su inseguridad, pero no por ello deja de ser irritante. No soporta que yo la ayude ni tolera las sugerencias. No tiene ni idea de lo que significa ser madre. Bueno, la verdad es que quiere al pequeño con locura, pero lo trata como si fuera un juguete. Tendría que verla cuando lo baña. Le aseguro que no es un espectáculo apto para cardiacos. ¿Sabe que deja al niño sobre el poyo del extremo de la bañera mientras va en busca de pañales limpios? Es un milagro que no se haya desnucado ya.

– ¿Y Brian? ¿También vive aquí?

– Compartía un piso con Michael hasta este último incidente. Cuando Brian fue juzgado y empezó a cumplir condena, Michael no pudo costear solo el piso. No gana mucho dinero y además estaba Juliet. Ella insistió en quedarse aquí desde el momento en que se casaron.

Advertí la habilidad con que trataba de salirse por la tangente. Me hablaba de un embarazo imprevisto, de una boda precipitada y de los problemas económicos resultantes. Ni una sola palabra acerca de la fuga del hijo encarcelado y de la persecución a tiros hasta la frontera; al parecer eran casualidades, incidentes, hechos misteriosos de los que nadie era responsable.

Creo que se dio cuenta de lo que me pasaba por la cabeza porque cambió de conversación inmediatamente. Salió al pasillo, cogió el aspirador y lo arrastró; las ruedas del aparato producían un chirrido agudo. Mi tía decía siempre que donde hubiese un aspirador sencillo, de palo, manguera y bolsa, que se quitaran los de carrito. Me pregunté si no estaría aquí la metáfora axial que gobernaba la vida de Dana. Buscó la toma de corriente más próxima y tiró del cordón para enchufarlo…

– Puede que lo que le pasa a Brian sea culpa mía. Dios sabe que ser madre viuda es lo más duro que me ha tocado en este mundo. Cuando además no se tiene ni un centavo, es imposible salir adelante. Brian debería haber tenido lo mejor. En cambio, no ha tenido ni siquiera quien le aconsejara. Sus problemas han sido fruto de una confabulación de circunstancias y no creo que sea totalmente responsable.

– ¿Podría hablar con sus hijos de mi parte? No quiero inmiscuirme, pero voy a tener que hablar con Brian.

– ¿Por qué? ¿Para qué? Si Wendell aparece, ello nada tiene que ver con él.

– Puede que sí, puede que no. Lo del tiroteo de Mexicali apareció en todos los periódicos. Sé que Wendell leía la prensa en Viento Negro. Es lógico pensar que haya tomado esta dirección.

– Pero usted no tiene pruebas de eso.

– No. Pero supongamos que es así. ¿No cree que Brian debería saber lo que ocurre? No querrá usted que cometa ninguna tontería, ¿verdad?

Pareció meditar aquello. La vi barajar las distintas posibilidades. Quitó del aspirador el accesorio para la tapicería, le puso el de suelos y moquetas, y acopló el manillar.

– Creo que tiene razón. Tal como están las cosas, no es probable que empeoren. Pobre criatura -dijo.

Preferí ocultarle que la imagen que yo tenía de Brian se parecía más bien al cebo de una ratonera.

Sonó el teléfono en el pequeño despacho de la planta baja. Dana se enzarzó en una descripción de las desdichas de Brian, pero yo tenía el oído puesto en el mensaje que le dejaban en el contestador automático y que me llegaba racheado por el hueco de la escalera.

«Hola, Dana. Soy Ruth. ¿Sabes que Bethany tiene un pequeño problema con la encargada de catering que recomendaste? Dos veces le hemos pedido una lista detallada de lo que nos va a costar por cabeza la comida y la bebida de la recepción y hasta ahora no ha respondido. Pensamos que tal vez sería conveniente que tú misma hablases con ella y la convencieses. Estaré aquí toda la mañana, o sea que me localizarás en este número. Gracias. Luego hablaremos. Hasta pronto.»

Me pregunté por encima si Dana explicaría a las jóvenes novias los problemas que tendrían cuando terminara el jaleo de la boda: aburrimiento, celulitis, desinterés, fricciones por el tema sexual, dinero, vacaciones en familia y quién recoge la ropa sucia. Puede que se tratara de mi natural escepticismo que afloraba a la superficie, pero una lista detallada de los costes por persona de la comida y la bebida me parecía una minucia en comparación con los conflictos que generaba el matrimonio.

– … generoso, atento y servicial. Encantador y divertido. Con un coeficiente intelectual muy elevado. -Se refería a Brian, el presunto asesino adolescente. Sólo una madre habría calificado de «encantador y divertido» a un joven que acababa de escaparse del reformatorio dejando tras de sí un reguero de cadáveres. Se me quedó mirando con cara de expectación-. Quiero volver a instalar aquí mi dormitorio y tengo que adecentar la habitación. ¿Tiene más preguntas que hacerme antes de que me ponga a pasar el aspirador?

No se me ocurría ninguna, así de pronto.

– Por ahora no.

Le dio al interruptor y el aspirador se puso en marcha, emitiendo un zumbido ensordecedor que imposibilitaba toda charla. Cuando crucé la puerta de la calle, seguía oyendo el zumbido.

11

El reloj me indicó que era casi mediodía. Puse rumbo a la Penitenciaría del Condado de Perdido.

El Centro Administrativo del condado de Perdido se construyó en 1978 y es una creciente masa de hormigón claro que alberga el Centro de Justicia Criminal, el edificio gubernamental y el Palacio de Justicia. Dejé el coche en uno de los espacios reservados para aparcar que había en el océano de asfalto que rodea el complejo. Me dirigí a la entrada principal y crucé las puertas de vidrio que daban al vestíbulo inferior. Giré a la derecha. La ventanilla pública para asuntos carcelarios estaba al final de un pasillo corto. En la misma planta estaban la oficina de personal del sheriff, el Registro Civil, la ventanilla de licencias y la ventanilla del Servicio de Patrullas del Condado Occidental.

Me identifiqué ante el funcionario y poco después me enviaron a la inspección, donde me presenté. Me identifiqué enseñando el carnet de conducir y la licencia de detective. Se produjo una pausa mientras otro funcionario cogía el teléfono y preguntaba por el administrador de la penitenciaría. En cuanto oí el nombre del individuo, supe que era mi día de suerte. Tommy Ryckman y yo habíamos ido juntos al instituto. Iba dos cursos por delante de mí, pero habíamos cometido juntos algunas fechorías tremendas en la época en que podían cometerse sin peligro de morir o contraer enfermedades. El sargento Ryckman accedió a verme en cuanto se me autorizó la entrada. Me condujeron por el pasillo y entré en el pequeño despacho que tenía a la derecha.

Nada más verme cruzar la puerta, se levantó de la silla giratoria y alzó la cabeza a dos metros del suelo con la cara arrugada por una sonrisa radiante.

– Cuánto tiempo ha pasado, criatura. ¿Cómo estás?

– De fábula, Tommy. ¿Y tú?

Nos dimos la mano por encima de la mesa, cambiamos interjecciones sentimentales y nos hicimos un breve resumen de los años transcurridos desde que nos habíamos visto por última vez. Tenía alrededor de treinta y cinco años, la cara totalmente afeitada y un ralo pelo castaño con raya lateral y peinado en sentido paralelo a una frente dilatada por las entradas. Llevaba gafas de montura metálica y su barbilla parecía despedir el inconfundible aroma de los after-shaves de limón. El uniforme caqui de las fuerzas del sheriff se lo habían almidonado y planchado a conciencia, y los pantalones le quedaban tan bien que parecían hechos a medida. Tenía los brazos largos, las manos grandes y, lógico y natural, anillo de casado.

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