– Oiga, no tiene por qué adoptar esa actitud conmigo.
– Usted perdone. Lo intentaré otra vez. -Cambié el tono de voz y el punto de vista moral cedió el paso a la neutralidad-. Usted tenía escondidos en el Lord tres millones de dólares en metálico.
– Eso es. Wendell y yo éramos los únicos que lo sabíamos. Ahora también lo sabe usted -dijo.
– ¿Y por eso ha vuelto Wendell?
– Naturalmente. Después de cinco años viajando, estaba sin blanca. Pero no sólo volvió por el dinero, es lo que se llevó consigo cuando me robó el barco. La mitad me pertenecía y Wendell lo sabía muy bien.
– Vaya, vaya. Tengo que darle una noticia, Carl. Se han burlado de usted.
– ¿Lo dice en serio? Es inconcebible que me haya hecho una cosa así.
– Bueno, parece que trata a todo el mundo por igual -dije-. ¿Y sus hijos? ¿Jugaban algún papel o sólo volvió por el dinero?
– Creo francamente que estaba preocupado por sus hijos. Era muy buen padre.
– El padre ideal, el que todos los niños necesitan. Se lo diré a los interesados, descuide. Será un buen punto para su terapia. ¿Y qué va a hacer usted ahora? -dije, levantándome de la silla.
Sonrió con amargura.
– Ponerme de rodillas y rezar para que la Guardia Costera le dé alcance.
Me volví en la puerta.
– Otra cosa. En algún momento se comentó que Wendell pensaba entregarse a la policía. ¿Cree que es cierto?
– Es difícil de decir. Creo que quería integrarse otra vez en su familia. Pero no estoy seguro de que haya sitio para él.
Conseguí meterme en la cama a las dos y cuarto con el cerebro sobrecargado de información. Pensaba que lo que había dicho Eckert era cierto, que ya no había sitio para Wendell en la familia que había abandonado hacía un lustro. En cierto modo estábamos en una situación parecida: ambos queríamos saber qué habría sido de nosotros si hubiéramos disfrutado de una vida familiar normal y corriente, contemplábamos los años mal invertidos y nos preguntábamos por lo que se nos había escapado de las manos. Por lo menos creo que algo de esto era lo que me pasaba por el fondo de la cabeza. Naturalmente, había diferencias que saltaban a la vista. Él había abandonado a su familia voluntariamente, mientras que yo no había conocido la existencia de la mía. Que él quisiera volver con su familia y yo no estuviese segura de querer dar este paso era un detalle más revelador. No acababa de entender por qué mi tía no me había dicho nunca nada. Puede que hubiera querido ahorrarme la humillación de conocer el desdén de Grand, aunque lo único que había conseguido así era posponer la revelación. En fin, allí estaba yo, diez años después de su fallecimiento y obligada a decidir por mí misma. En cualquier caso, no era una mujer experta en estos lances. Las imágenes empezaron a darme vueltas en la cabeza y acabé por dormirme.
El despertador sonó a las seis, pero no estaba de humor para levantarme y correr cinco kilómetros. Pulsé el botón de la alarma, me tapé con las sábanas y volví a dormirme. Me despertó el teléfono a las nueve y veintidós minutos. Descolgué y me aparté el pelo de los ojos.
– Qué pasa.
– Soy Mac. Siento haberte despertado. Sé que es sábado, pero creo que la cosa es importante.
Su voz sonaba extraña y una señal de precaución se puso a parpadearme por dentro igual que la intermitente luz ambarina de los semáforos. Me envolví en las sábanas, me incorporé y quedé sentada en la cama.
– Tranquilo, no te preocupes. Estuve levantada hasta las tantas y he querido recuperar el sueño. ¿Qué ha ocurrido?
– Han encontrado el Captain Stanley Lord de madrugada a unos diez kilómetros de la costa -dijo-. Es como si Wendell hubiese desaparecido otra vez. Gordon y yo estamos aquí, en las oficinas. Le gustaría que vinieras lo antes posible.
24
Aparqué en el estacionamiento que hay detrás de las oficinas y subí al primer piso por las escaleras de atrás. Casi todas las oficinas del edificio estaban cerradas, motivo por el que tenía un extraño aire de abandono. Llevaba conmigo el cuaderno de notas con la esperanza de impresionar a Gordon Titus con mi talante profesional. Todas las páginas estaban en blanco, salvo la primera, donde había una gloriosa anotación que rezaba: «Localizar Wendell». De rabiosa actualidad, puesto que estábamos otra vez como al principio. Era increíble. Estábamos tan cerca que habríamos podido recogerlo enrollando el sedal. Lo que me repateaba era que lo había visto con su nieto. Le había oído hablar con Michael de enmiendas y reparaciones. Aunque era un saco de mierda sin saco, me costaba creer que todo hubiese sido una fachada. Me lo imaginaba cambiando de idea sobre lo de entregarse a la policía. Fantaseaba con que había robado el Lord para seguir la costa y rescatar a Brian de un sinfín de años en prisión. Lo que no podía aceptar era que hubiese traicionado otra vez a su familia. Ni siquiera Wendell, el dichoso Wendell, podía ser tan ruin.
Las oficinas de LFC estaban oficialmente cerradas, pero a través del vidrio de la puerta vi un abultado manojo de llaves colgando de la cerradura. La mesa de Darcy estaba vacía, pero entreví a Gordon Titus en el despacho de Mac, que era el único iluminado. Mac pasó con dos tazas de café en la mano. Golpeé en el vidrio. Dejó las tazas en la mesa de Darcy y me abrió la puerta.
– Estamos en mi despacho.
– Ya veo. Cojo otra taza y voy enseguida.
Cogió las suyas y se alejó sin decir nada. Parecía deprimido, reacción que no había previsto. Casi había esperado un espectáculo de fuegos artificiales. Mac había enfocado el caso como un modo de retirarse de LFC coronado de laurel y de gloria y con una superestrella de oro pegada con engrudo en la cubierta de su expediente. Llevaba pantalón de cuadros rojos y verdes y un jersey de manga corta rojo, y me pregunté si su estado emocional se debería al hecho de habérsele ido a pique la partida de golf del fin de semana.
Todos los cubículos y áreas de trabajo estaban vacíos, los teléfonos mudos. Gordon Titus estaba sentado en la silla de Mac y ante la mesa de Mac, impecablemente vestido, las manos cruzadas, con expresión afable en la cara. Me cuesta mucho confiar en personas tan intocables. Aunque parecía un hombre sensato, sospechaba que en el fondo no le importaba casi nada. Serenidad e indiferencia adoptan la misma apariencia externa en muchas ocasiones. Me serví una taza de café y le eché una nube de leche descremada antes de abrir la puerta del despacho de Mac y afrontar la escalofriante personalidad de Titus.
Mac se había sentado en uno de los dos sillones tapizados que tenía para las visitas, sin percatarse al parecer de la rotundidad con que Titus lo había desplazado.
– Una cosa está clara -decía Mac- y Kinsey puede decírselo a la señora Jaffe de manera oficial. Voy a tener ese dinero inmovilizado hasta que Wendell se muera de viejo. Si esa mujer quiere ver aunque sólo sea un centavo, tendrá que subir arrastrando el cadáver de su marido hasta estas oficinas y ponérmelo encima de la mesa.
– Buenos días -dije a Titus. Me senté en el otro sillón, que por lo menos me situaba en el mismo lado de la mesa que Mac.
Titus me saludó con un movimiento de cabeza y me dirigió una mirada sombría.
– El muy cabrón ha vuelto a jugárnosla.
– Eso parece -dije-. ¿Cómo ha sido?
– Cuénteselo usted -dijo Mac.
Titus cogió y puso ante sí un libro de contabilidad. Lo abrió y pasó las páginas en busca de una que estuviese en blanco.
– ¿Cuánto le debemos hasta ahora?
– Dos mil quinientos. Es el importe por diez días netos. Agradézcanme que no cargue a la compañía el kilometraje. Todos los días he hecho dos o tres viajes a Perdido y la gasolina vale dinero.
– Dos mil quinientos dólares ¿y para qué? -dijo Mac-. Estamos como al comienzo. No tenemos nada, sólo humo.