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Apagué la linterna, subí los peldaños que conducían a cubierta y nada más asomar por la escotilla vi a Renata que me apuntaba con un Mágnum 0,357. Era un revólver pero parecía un cañón antiaéreo, la típica arma que un marshal del salvaje Oeste habría llevado en aquellas pistoleras que llegaban hasta la rodilla. Me detuve en seco, consciente del agujero que un armatoste de aquel calibre podía abrir en cualquiera de mis puntos anatómicos vitales. Las manos se me levantaron de manera involuntaria para adoptar la universal postura que significa buena voluntad y espíritu de cooperación. Renata, por lo visto, no se percató del mensaje porque su actitud era hostil y su tono de voz fue poco menos que beligerante.

– ¿Quién es usted?

– Soy investigadora privada. Tengo la documentación en el bolso, el bolso lo tengo en el coche y el coche está aparcado en la calle.

– ¿Se da cuenta de que podría matarla por invadir una propiedad ajena?

– Me doy cuenta. Pero espero que no lo haga.

Se me quedó mirando con fijeza, tal vez tratando de descifrar las intenciones ocultas en mi tono de voz, que a lo mejor no había sido tan respetuoso como ella habría deseado.

– ¿Qué hacía ahí dentro?

Volví ligeramente la cabeza, como si mirando el «ahí dentro» pudiera ayudarme a recordar. Me dije que era mal momento para contar mentiras.

– Busco a Wendell Jaffe. Esta mañana han dejado salir a su hijo de la penitenciaría del condado y pensé que a lo mejor habían planeado verse. -Se me ocurrió que habríamos podido hacer un alto para entablar un diálogo absurdo a base de variaciones sobre el tema «¿Quién es Wendell Jaffe?», pero Renata parecía dispuesta a representar la escena de acuerdo con mis definiciones preliminares. Lo que no le dije fue que también había sospechado la posibilidad de que Wendell, Brian y ella se largaran en aquella misma goleta-. Por cierto, y sólo para satisfacer mi curiosidad, ¿fue Wendell quien apañó lo de la salida de la cárcel?

– Es posible.

– ¿Y cómo lo hizo?

– ¿No nos hemos visto antes usted y yo?

– En Viento Negro. La semana pasada. Les seguí la pista hasta el Hacienda Grande. -A pesar de la oscuridad advertí, que arqueaba las cejas y opté por dejarla con la impresión, de que los había localizado gracias a mis geniales facultades deductivas. ¿Para qué sacar a relucir a Dick Mills, si éste había localizado a Wendell por pura casualidad? Prefería que Renata creyese que yo era la versión femenina de Supermán y que desviaba las balas con las muñequeras-. Mire -añadí-, no es necesario que me encañone. Voy desarmada y no tengo intención de cometer ninguna tontería. -Bajé las manos con lentitud. Esperaba que reaccionase en contra, pero no pareció darse cuenta de mi movimiento. Por lo visto no tenía muy claro qué hacer a continuación. Como es lógico, podía pegarme un tiro, pero deshacerse de un cadáver es engorroso y estas cosas, si no se hacen bien, siempre suscitan un sinfín de preguntas. Lo que menos deseaba Renata era la aparición de un ayudante del sheriff en su puerta.

– ¿Qué quiere de Wendell?

– Trabajo para la compañía con la que tramitó su seguro de vida. Su mujer acaba de cobrar medio millón de dólares y si Wendell no está muerto, la compañía quiere recuperar el dinero. -Vi que las manos le temblaban un poco, no de miedo, sino a causa del peso del arma. Me dije que era el momento de entrar en acción.

Lancé un grito escalofriante y le asesté un golpe en la muñeca, moviendo los brazos como si fueran machetes, tal como hacen los karatekas en las películas de este género. Creo que fue el grito lo que le hizo soltar el arma. Saltó por el aire como una tostada, rebotó en cubierta y fue a aterrizar al puente de mando. Di un empujón a Renata, que trastabilló hacia atrás, y me lancé sobre el revólver. Renata cayó de costado. La encañoné con el arma. Se puso en pie y levantó las manos. Me gustó aquel giro de los acontecimientos, aunque me encontraba en la misma disyuntiva que ella anteriormente, ya que tampoco yo sabía qué hacer. Me pongo violenta cuando me agreden, pero no podía coserla a balazos mientras estaba quietecita y mirándome a la cara. No tenía más remedio que confiar en que no se diera cuenta de mi indecisión. Adopté una actitud agresiva, las piernas abiertas, los brazos estirados al frente y el arma sujeta con ambas manos.

– ¿Dónde está Wendell? Tengo que hablar con él.

Se le escapó un gemido. Alrededor de la nariz se le formó un bulto muy feo y a continuación se le arrugó toda la cara y se echó a llorar.

– No te hagas la loca, Renata, y respóndeme o te meto una bala en el pie derecho cuando acabe de contar hasta cinco. -Le apunté al pie derecho-. Uno. Dos. Tres. Cuatro…

– ¡En casa de Michael!

– Muchas gracias. Has sido muy amable -dije-. Te dejaré el arma en el buzón.

Se estremeció involuntariamente.

– Guárdatela. Detesto las armas.

Me metí el revólver a la altura de los riñones, por debajo de la cintura del pantalón, y gané el embarcadero de un salto. Cuando me volví para mirarla, ya se había sujetado al mástil como si fuera a desmayarse. Le dejé una tarjeta comercial en el buzón y le introduje otra por debajo de la puerta. Me puse al volante y me dirigí a casa de Michael.

19

Vi luces en la parte trasera. Pasé por alto la ceremonia de llamar al timbre y rodeé la vivienda para acceder al patio, no sin echar un vistazo por todas las ventanas que encontraba. En la cocina no vi más que encimeras llenas de platos sucios. Las cajas de cartón del traslado seguían acaparando el volumen mayoritario del mobiliario; el papel arrugado estaba amontonado en un rincón. Cuando llegué al dormitorio principal, comprobé que Juliet, en un arrebato, había seguido los consejos decorativos de las revistas y confeccionado cortinas con toallas que había colgado de barras extensibles que impedían ver el interior. Volví a la puerta principal, preguntándome si no iba a tener más remedio que llamar al timbre como si fuera una simple vecina. Giré el pomo y comprobé con alegría que la puerta no estaba cerrada con llave.

El televisor de la salita se había estropeado. En vez de imágenes en color emitía un bombardeo de lucecitas que bailoteaban como en una aurora boreal. El ruido que acompañaba a tan singular fenómeno parecía corresponder a una persecución automovilística protagonizada por personal armado. Miré hacia donde estaban los dormitorios, pero era poco lo que podía oír por encima del chirrido de los frenos y las ráfagas de las metralletas. Empuñé el revólver de Renata y enfocándolo como si fuera una linterna avancé con cuidado hacia la parte posterior de la casa.

El dormitorio del niño estaba a oscuras, pero la puerta del principal estaba entornada y por el resquicio salía una lámina de luz que cortaba al sesgo el pasillo. Empujé la puerta con el cañón del revólver. La hoja de madera se movió hacia atrás y rechinaron los pernos de las bisagras. Ante mí estaba Wendell Jaffe, sentado en una mecedora y con su nieto en las rodillas. Emitió una exclamación de sobresalto.

– ¡No dispare al niño!

– No tengo intención de disparar al niño. ¿Se ha vuelto loco?

Brendan sonrió de oreja a oreja al verme y sacudió los brazos para dirigirme un enérgico saludo ajeno a la comunicación verbal. Llevaba pantalones de algodón y zapatitos azules, y los pañales desechables que le habían puesto le abultaban el trasero. Por lo visto acababan de bañarlo porque tenía el pelo húmedo. Juliet se lo había peinado dibujándole una especie de signo de interrogación en lo alto del cráneo. Desde donde estaba percibía el olor a polvos de talco que inundaba la habitación. Bajé el arma y volví a metérmela en los riñones. No es el sitio más indicado para guardar un revólver, ya que siempre se corre el peligro de abrir otro agujero en las nalgas. Pero tampoco quería guardarla en el bolso, ya que era un sitio menos accesible que la espalda.

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