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Esta vez pasé de largo al llegar al barrio comercial. La arquitectura de la población era una mezcla de prismáticos edificios a la moderna y estructuras victorianas. Entre la autopista y el océano había tramos totalmente cubiertos de alquitrán y que no eran sino aparcamientos que intercomunicaban los hipermercados, las gasolineras y restaurantes de comida preparada que salpicaban la zona. Se podía ir de un establecimiento a otro, recorriendo hectáreas de terreno asfaltado, sin desembocar en una calle urbana normal. Tomé la salida de Seacove y puse rumbo a Perdido Keys. Al acercarme al océano, la población pareció adoptar el aspecto de un típico pueblo costero: casas de madera con terrazas enormes, pintadas de azul marino y gris, y jardines llenos de flores inverosímiles de color morado intenso, amarillo y naranja. Pasé ante una casa con tantos trajes tendidos en la terraza del primer piso que me dio la sensación de que eran invitados a una fiesta que hubiesen salido a tomar el aire.

El cielo se había puesto añil y todas las luces de las casas del barrio empezaban a encenderse cuando encontré por fin la calle que buscaba. Las viviendas de ambos lados daban a los entrantes de mar largos dedos de agua que se extendían desde el océano. En la parte trasera de cada vivienda parecía haber una amplia terraza de madera, con una corta rampa del mismo material que bajaba hasta un embarcadero ya que los entrantes de mar tenían profundidad suficiente para admitir embarcaciones de buen tamaño. Olisqueé el perfume marino en medio de un silencio interrumpido por el oleaje y el canto de las ranas.

Avancé despacio, entornando los ojos para ver los números de las viviendas, hasta que encontré la dirección que me había dado Whiteside. La casa de Renata Huff era un edificio azul marino de dos plantas, con las molduras y marcos pintados de blanco. La techumbre era de madera y la sección posterior de la propiedad quedaba aislada de la calle mediante una valla blanca. La casa estaba a oscuras y un cartel que decía SE VENDE colgaba de un poste del jardín.

– Pues estamos buenos -murmuré.

Dejé el coche junto a la acera de enfrente y me encaminé hacia la casa por una larga rampa de madera que terminaba en la puerta principal. Llamé al timbre como si en efecto esperara que hubiese alguien. No vi sellos ni carteles de ninguna inmobiliaria, por lo que acaricié la esperanza de que Renata todavía viviese allí. Miré las casas contiguas. Una estaba a oscuras y en la otra sólo había luces en la parte trasera. Di la vuelta para inspeccionar las viviendas desde la acera de enfrente. Que yo supiera, no me vigilaba nadie ni parecía haber perros rabiosos en los alrededores. Por lo general, tomo estos síntomas por una invitación tácita a forzar la cerradura y colarme de rondón, pero por uno de los estrechos ventanucos que flanqueaban la puerta principal había detectado la delatora lucecita roja de una alarma antirrobo, conectada y preparada. Renata no era muy generosa que digamos.

¿Y ahora qué? Podía coger el coche y volver a Santa Teresa, pero me negaba a admitir que había hecho el viaje en vano. Me quedé mirando la casa que quedaba a la derecha de la de Renata. Por una ventana vi a una mujer en la cocina, con la cabeza inclinada sobre la tarea doméstica que el destino le hubiera encomendado. Volví a recorrer la rampa, crucé el jardín y procuré evitar los bancos de flores mientras me dirigía a la puerta. Llamé a la puerta sin apartar los ojos del porche delantero de Renata. Mientras miraba se encendieron las luces para ahuyentar a los ladrones. Ahora parecía una casa vacía llena de lámparas encendidas sin ningún objeto.

Se encendió la luz del porche en que me encontraba y se abrió la puerta hasta donde daba de sí la cadena de seguridad.

– ¿Sí?

Era una cuarentona. Lo único que pude ver fue su pelo largo, negro y rizado, que le rebasaba los hombros, en todo semejante a la peluca de un petimetre degenerado del siglo diecisiete. Olía a detergente antipulgas. Al principio pensé que era un perfume nuevo que estaba de moda, pero entonces me di cuenta de que llevaba en brazos un perrito envuelto en una toalla. Era uno de esos perros diminutos y blanquinegros que no miden más que una barra de pan de cuarto. Mimí, Fifí, Lulú.

– Buenas -dije-. Quería preguntarle si me podía dar usted alguna información sobre la casa que se vende aquí al lado. He visto la rampa del jardín. ¿Sabría usted por casualidad si la casa está en condiciones para que la habite un minusválido?

– Sí.

No había esperado tanta locuacidad.

– ¿También por dentro?

– Sí. Su marido sufrió un grave accidente hará unos diez años… un mes antes de que empezaran a construir la casa. La dueña indicó al contratista que adaptara los planos a los movimientos de una silla de ruedas; incluso hizo construir un ascensor entre las dos plantas.

– Increíble -murmuré-. Mi hermana va en silla de ruedas y buscamos un sitio apto para su incapacidad. -Como no veía la cara de la señora, no tenía más remedio que dirigir aquellas observaciones al perro, que, la verdad sea dicha parecía prestarme toda su atención.

– ¿De verdad? ¿Y qué le pasa?

– Sufrió un accidente hace dos años mientras buceaba y ahora está paralítica de cintura para abajo.

– Cuánto lo siento -dijo con el típico tono de falsa preocupación que generan las anécdotas de los extraños. Seguro que su cabeza había empezado a llenarse de preguntas que no me formulaba por educación. Lo curioso es que caí en mi propia trampa y al cabo de un minuto ya estaba con el corazón destrozado por culpa de mi desdichada hermanita, aunque era una chica valiente.

– Lo lleva bastante bien. Quiero decir que se ha adaptado. Hoy quisimos dar una vuelta por aquí, para inspeccionar el barrio. Ya ni nos acordamos del tiempo que hace que buscamos una casa. Y como ésta es la primera que le gusta de verdad, le dije que no quería desaprovechar la ocasión. ¿Sabe cuánto piden?

– Creo que cuatrocientos noventa y cinco.

– ¿En serio? La verdad es que no está mal. Voy a decirle a nuestro agente que concierte una cita. ¿Sabe si la propietaria está en casa durante el día?

– No sabría contestarle. Últimamente permanece poco tiempo en el pueblo.

– ¿Le importaría repetirme su nombre?

– Renata Huff.

– ¿Y el marido? Lo digo porque si ella no está en casa, nuestro agente podría hablar con él por teléfono.

– Oh, disculpe. Dean, el señor Huff, está muerto. ¿No le he dicho antes que sufrió un ataque al corazón? -El perro empezó a moverse, cansado de aquel parloteo que no tenía nada que ver con él.

– Es terrible -dije-. ¿Cuánto hace de eso?

– No lo sé. Cinco o seis años.

– ¿Y la señora Huff no ha vuelto a casarse?

– Por lo visto, no le interesa, cosa que no deja de sorprenderme. Bueno, quiero decir que todavía es joven, cuarenta y tantos años, y tiene dinero de sobra. Por lo menos eso dicen. -El perro sacó la lengua y se puso a lamer a la mujer, buscándole la boca. Puede que fuese una señal perruna, pero no comprendí el significado. Besar, comer, dejar en el suelo, detenerse.

– Oiga, ¿y por qué quiere vender la casa? ¿Es que la señora Huff se va del pueblo?

– Pues no sabría decirle, pero si me deja su teléfono, cuando la vea le diré que ha estado usted aquí.

– Eso está bien. Se lo agradecería.

– Aguarde. Voy por un papel.

Se apartó de la puerta y se acercó a la mesa plegable que había en el vestíbulo. Cuando volvió, llevaba en la mano un lápiz y un sobre de propaganda. Le di un teléfono inventado. Al ir a decírselo, le adjunté el prefijo de Montebello, que es donde viven los ricos.

– ¿Podría darme usted el teléfono de la señora Huff, por si no lo tuviera nuestro agente?

– Es que no lo sé. Creo que no figura en la guía.

– Bueno, seguro que el agente lo tendrá. No hay que preocuparse por tan poca cosa -dije con indiferencia-. ¿Le importa si aprovecho la visita para echar un vistazo por las ventanas?

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