– Majestad, soy yo, Tensing -dijo el lama, inclinándose a su vez sobre el soberano.
El rey levantó los ojos, velados por la agonía. Al enfocar la vista vio a un joven apuesto que se parecía notablemente a su fallecida esposa. Le indicó con un gesto que se acercara más.
– Escúchame, hijo, debo decirte algo… -murmuró. Tensing se hizo a un lado, para darles un instante de privacidad.
– Anda de inmediato a la sala del Dragón de Oro en el palacio -ordenó con dificultad el monarca.
– Padre, han robado la estatua -respondió el príncipe. -Anda de todos modos.
– ¿Cómo puedo hacerlo si no va usted conmigo?
Desde tiempos muy antiguos eran siempre los reyes quienes acompañaban al heredero la primera vez, para enseñarle a evitar las trampas mortales que protegían el Recinto Sagrado. Esa primera visita del padre y el hijo al Dragón de Oro era un rito de iniciación y marcaba el fin de un reinado y el comienzo de otro.
– Deberás hacerlo solo -le ordenó el rey y cerró los ojos.
Tensing se acercó a su discípulo y le puso una mano en el hombro.
– Tal vez debas obedecer a tu padre, Dil Bahadur -dijo el lama.
En ese momento entraron a la sala Alexander, sosteniendo a Nadia por un brazo, porque le flaqueaban las rodillas, y el piloto de Nepal, quien todavía no se reponía de la pérdida de su helicóptero y del cúmulo de sorpresas experimentadas en esa misión. Nadia y el piloto se quedaron a prudente distancia, sin atreverse a interferir en el drama que sucedía ante sus ojos entre el rey y su hijo, mientras Alexander se agachaba para examinar el contenido del bolso de Judit Kinski, que aún estaba en el suelo.
– Debes ir al Recinto del Dragón de Oro, hijo -repitió el rey.
– ¿Puede mi honorable maestro Tensing venir conmigo? Mi entrenamiento es sólo teórico. No conozco el palacio ni las trampas. Detrás de la última Puerta me espera la muerte -alegó el príncipe.
– Es inútil que vaya contigo, porque yo tampoco conozco el camino, Dil Bahadur. Ahora mi lugar está junto al rey -replicó tristemente el lama.
– ¿Podrá salvar a mi padre, honorable maestro? -suplicó Dil Bahadur.
– Haré todo lo posible.
Alexander se acercó al príncipe y le entregó un pequeño artefacto, cuyo uso éste no podía imaginar.
– Esto puede ayudarte a encontrar el camino dentro del Recinto Sagrado. Es un GPS -dijo.
– ¿Un qué? -preguntó el príncipe, desconcertado.
– Digamos que es un mapa electrónico para ubicarse dentro del palacio. Así puedes llegar hasta la sala del Dragón de Oro, como hicieron Tex Armadillo y sus hombres para robar la estatua -le explicó su amigo.
– ¿Cómo puede ser eso? -preguntó Dil Bahadur.
– Me imagino que alguien filmó el recorrido -sugirió Alexander.
– Eso es imposible, nadie excepto mi padre tiene acceso a esa parte del palacio. Nadie más puede abrir la Última Puerta ni eludir las trampas.
– Armadillo lo hizo, tiene que haber usado este aparato. Judit Kinski y él eran cómplices. Tal vez tu padre le mostró a ella el camino… -insistió Alexander.
– ¡El medallón! ¡Armadillo dijo algo sobre una cámara oculta en el medallón del rey! -exclamó Nadia, quien había presenciado la escena entre el Especialista y Tex Armadillo, antes que sus amigos irrumpieran en la sala.
Nadia se disculpó por lo que iba a hacer y, con el mayor cuidado, procedió a cachear la figura postrada del monarca, hasta que dio con el medallón real, que se había deslizado entre el cuello y la chaqueta del rey. Le pidió al príncipe que lo ayudara a quitárselo y éste vaciló, porque ese gesto tenía un profundo significado: el medallón representaba el poder real y en ningún caso se atrevería a arrebatárselo a su padre. Pero la urgencia en la voz de su amiga Nadia lo obligó a actuar.
Alexander llevó la joya hacia la luz y la examinó brevemente. Descubrió de inmediato la cámara en miniatura disimulada entre los adornos de coral. Se la mostró a Dil Bahadur y a los demás.
– Seguramente Judit Kinski la puso aquí. Este aparato del tamaño de una arveja filmó la trayectoria del rey dentro del Recinto Sagrado. Así es como Tex Armadillo y los guerreros azules pudieron seguirlo, todos sus pasos están grabados en el GPS.
– ¿Por qué esa mujer hizo eso? -preguntó el príncipe, horrorizado, ya que en su mente no cabía el concepto de la traición o de la codicia.
– Supongo que por la estatua, que es muy valiosa -aventuró Alexander.
– ¿Oyeron la explosión? El helicóptero se estrelló y la estatua fue destruida -dijo el piloto.
– Tal vez sea mejor así… -suspiró el rey, sin abrir los ojos.
– Con la mayor humildad, me permito insinuar que los dos jóvenes extranjeros acompañen al príncipe al palacio. Alexander-Jaguar y Nadia-Águila son de corazón puro, como el príncipe Dil Bahadur, y posiblemente puedan ayudarlo en su misión, Majestad. El joven Alexander sabe usar ese aparato moderno y la niña Nadia sabe ver y escuchar con el corazón -sugirió Tensing.
– Sólo el rey y su heredero pueden entrar allí,-murmuró el monarca.
– Con todo respeto, Majestad, me atrevo a contradecirlo. Tal vez haya momentos en que se deba romper la tradición… -insistió el lama.
Un largo silencio siguió a las palabras de Tensing. Parecía que las fuerzas del herido habían llegado a su límite, pero de pronto se oyó de nuevo su voz.
– Bien, que vayan los tres -aceptó por fin el soberano.
– Tal vez no sería del todo inútil, Majestad, que yo diera una mirada a su herida -sugirió Tensing.
– ¿Para qué, Tensing? Ya tenemos otro rey, mi tiempo ha concluido.
– Posiblemente no tendremos otro rey hasta que el príncipe pruebe que puede serlo -replicó el lama, levantando al herido en sus poderosos brazos.
El héroe de Nepal encontró un saco de dormir que Tex Armadillo había dejado en un rincón para improvisar una cama, donde Tensing colocó al rey. El lama abrió la ensangrentada chaqueta del herido y procedió a lavar el pecho para examinarlo. La bala lo había atravesado, dejando una perforación brutal con salida por la espalda. Por el aspecto y ubicación de la herida y por el color de la sangre, Tensing comprendió que los pulmones estaban comprometidos; no había nada que él pudiera hacer; toda su capacidad de sanar y sus poderes mentales de poco servían en un caso como ése. El moribundo también lo sabía, pero necesitaba un poco más de tiempo para tomar sus últimas medidas. El lama atajó la hemorragia, vendó firmemente el torso y dio orden al piloto de traer agua hirviendo de la improvisada cocina para hacer un té medicinal. Una hora más tarde el monarca había recuperado el conocimiento y la lucidez, aunque estaba muy débil.
– Hijo, deberás ser mejor rey que yo -dijo a Dil Bahadur, indicándole que se colgara el medallón real al cuello.
– Padre, eso es imposible.
– Escúchame, porque no hay mucho tiempo. Éstas son mis instrucciones. Primero: cásate pronto con una mujer tan fuerte como tú. Ella debe ser la madre de nuestro pueblo y tú el padre. Segundo: preserva la naturaleza y las tradiciones de nuestro reino; desconfía de lo que viene de afuera. Tercero: no castigues a Judit Kinski, la mujer europea. No deseo que pase el resto de su vida en prisión. Ella ha cometido faltas muy graves, pero no nos corresponde a nosotros limpiar su karma. Tendrá que volver en otra reencarnación para aprender lo que no ha aprendido en ésta.
Recién entonces se acordaron de la mujer responsable de la tragedia ocurrida. Supusieron que no podría llegar muy lejos, porque no conocía la región, iba desarmada, sin provisiones, sin ropa abrigada y aparentemente descalza, ya que Armadillo la había obligado a quitarse las botas. Pero Alexander pensó que si había sido capaz de robar el dragón en esa forma tan espectacular, también era capaz de escapar del mismo infierno.
– No me siento preparado para gobernar, padre -gimió el príncipe, con la cabeza gacha.