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Sus amigos no supieron que se había salvado milagrosamente, porque se lo impidió la nieve y tierra pulverizadas por los peñascos. Ninguno vio al muchacho hasta que se asentó el derrumbe, salvo Nadia. En el momento de la muerte, cuando creyó que Alexander estaba perdido, ella tuvo la misma reacción que él, la misma descarga de energía poderosa, la misma fantástica transformación. Borobá quedó tirado en el suelo mientras ella se elevaba, convertida en el águila blanca. Y desde la altura de su elegante vuelo, pudo ver al jaguar negro aferrado con sus garras al terreno firme.

Apenas pasó el peligro inminente, Alexander recuperó su aspecto usual. La única huella de su mágica experiencia fueron sus dedos ensangrentados y la expresión de su rostro, con la boca fruncida y los dientes expuestos en una mueca feroz. También sintió el fuerte olor del jaguar pegado a su piel, un olor de fiera carnívora.

El derrumbe botó un pedazo del estrecho camino y destruyó la mayor parte de las maderas del puente, pero las antiguas cuerdas y las de Alexander quedaron intactas. El joven las fijó firmemente a un lado, mientras Tensing lo hacía al otro y así pudieron atravesar. Los yetis tenían la agilidad de los primates y estaban acostumbrados a esa clase de terreno, de modo que no tuvieron dificultad en pasar colgando de una cuerda. Dil Bahadur pensó que si antes se valía de una pértiga, bien podría usar ahora una cuerda floja, como lo hizo con tanta gracia su maestro. Tensing no necesitó cargar a Nadia, sólo a Borobá, ya que el águila seguía volando sobre sus cabezas. Alexander le preguntó por qué Nadia no pudo convertirse en su animal totémico cuando se partió el hombro y debió enviar una proyección mental para pedir socorro. El lama le explicó que el dolor y el agotamiento la habían retenido en su forma física.

Fue el gran pájaro blanco el que les advirtió que pocos metros más adelante, a la vuelta de un recodo de la montaña, se alzaba Chenthan Dzong. Los caballos atados afuera indicaban la presencia de los forajidos, pero no se veía a nadie custodiando; era evidente que no esperaban visitas.

Tensing recibió el mensaje telepático del águila y reunió a los suyos para determinar la mejor forma de actuar. Los yetis nada entendían de estrategia, su manera de pelear era simplemente lanzarse de frente enarbolando sus garrotes y gritando como demonios, lo cual también podía ser muy efectivo, siempre que no fueran recibidos por una salva de balas. Primero debían averiguar exactamente cuántos hombres había en el monasterio y cómo estaban distribuidos, con qué armas contaban, dónde tenían al rey y al Dragón de Oro.

De pronto apareció Nadia entre ellos con tal naturalidad, que fue como si nunca hubiera estado volando en forma de ave. Ninguno hizo comentarios.

– Si mi honorable maestro lo permite, yo iré adelante -pidió Dil Bahadur.

– Tal vez ése no sea el mejor plan. Tú eres el futuro rey. Si algo le sucede a tu padre, la nación sólo cuenta contigo -replicó el lama.

– Si el honorable maestro lo permite, iré yo -dijo Alexander.

– Si el honorable maestro lo permite, creo que es mejor que vaya yo, porque tengo el poder de la invisibilidad -interrumpió Nadia.

– ¡De ninguna manera! -exclamó Alexander. -¿Por qué? ¿No confías en mí, Jaguar? -Es muy peligroso.

– Es igualmente peligroso para mí que para ti. No hay diferencia.

– Tal vez la niña-águila tenga razón. Cada uno ofrece lo que tiene. En este caso es muy conveniente ser invisible. Tú, Alexander, corazón de gato negro, deberás pelear junto a Dil Bahadur. Los yetis irán conmigo. Me temo que soy el único aquí que puede comunicarse con ellos y controlarlos. Apenas se den cuenta de que están cerca de los enemigos, se volverán como locos -replicó Tensing.

– Ahora es cuando necesitamos tecnología moderna. Un walkie-talkie no nos vendría nada mal. ¿Cómo nos advertirá Águila que podemos avanzar? -preguntó Alexander.

– Posiblemente del mismo modo en que estamos comunicándonos ahora… -sugirió Tensing y Alex se echó a reír, porque acababa de darse cuenta de que llevaban un buen rato intercambiando ideas sin palabras.

– Procura no asustarte, Nadia, porque eso confunde las ideas. No dudes del método, porque eso también impide la recepción. Concéntrate en una sola imagen a la vez -le aconsejó el príncipe.

– No te preocupes, la telepatía es como hablar con el corazón -lo tranquilizó ella.

– Tal vez nuestra única ventaja sea la sorpresa -advirtió el lama.

– Si el honorable maestro me permite una sugerencia, creo que sería más conveniente que cuando se dirija a los yetis sea más directo -dijo irónicamente Alexander, imitando la forma educada de hablar en el Reino Prohibido.

– Tal vez el joven extranjero debería tener un poco más de confianza en mi maestro -interrumpió Dil Bahadur mientras probaba la tensión de su arco y contaba sus flechas.

– Buena suerte -se despidió Nadia, plantando un beso breve en la mejilla de Alexander.

Se desprendió de Borobá, que corrió a montarse en la nuca de Alexander, bien aferrado a sus orejas, como hacía en ausencia de su ama.

En ese momento un ruido parecido al del alud anterior lo paralizó en su sitio. Sólo los yetis comprendieron de inmediato que se trataba de algo diferente, algo aterrador que nunca habían escuchado antes. Se tiraron al suelo, escondiendo la cabeza entre los brazos, temblando, los garrotes olvidados y toda su fiereza reemplazada por un gimoteo de cachorros asustados.

– Parece que es un helicóptero -dijo Alexander, haciendo señas de que se parapetaran entre las grietas y sombras de la montaña, para no ser vistos desde el aire.

– ,Qué es eso? -preguntó el príncipe.

– Algo parecido a un avión. Y un avión es como un volantín con motor -contestó el americano, sin poder creer que en pleno siglo XXI hubiera gente viviendo como en el Medioevo.

– Sé lo que es un avión, los veo pasar todas las semanas rumbo a Tunkhala -dijo Dil Bahadur, sin molestarse por el tono de su nuevo amigo.

Al otro lado del edificio asomaba en el cielo un aparato metálico. Tensing procuró tranquilizar a los yetis, pero en los cerebros de esos seres no cabía la idea de una máquina voladora.

– Es un ave que obedece órdenes. No debemos temerla, nosotros somos más feroces -les informó por último el lama, calculando que eso lo podrían comprender.

– Esto significa que hay un lugar donde el aparato puede aterrizar. Ahora me explico por qué se dieron el trabajo de llegar hasta aquí y cómo pretenden escapar con la estatua fuera del país -concluyó Alexander.

– Ataquemos antes que huyan, si le parece bien a mi honorable maestro -propuso el príncipe.

Tensing hizo una señal de que debían esperar. Pasó casi una hora, mientras aterrizaba el aparato. No podían ver la maniobra desde donde se encontraban, pero imaginaron que debía ser muy complicada, porque lo intentó varias veces, volviendo a elevarse, dando vueltas y bajando de nuevo, hasta que por fin se apagó el ruido del motor. En el silencio prístino de aquellas cumbres oyeron voces humanas cercanas y supusieron que debían ser los bandidos. Cuando también las voces callaron, Tensing decidió que había llegado el momento de acercarse.

Nadia se concentró en volverse transparente como el aire y se encaminó hacia el monasterio. Alexander quedó temblando por ella; tan fuertes eran los golpes de tambor en su corazón, que temía que trescientos metros más adelante sus enemigos pudieran oírlos.

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