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– Suelten a la señorita Kinski, ella es una extranjera, no tiene nada que ver en este asunto -replicó con firmeza el soberano.

– Ya me oyó, cállese o ella pagará las consecuencias, ¿entendido? -le advirtió Armadillo.

Judit Kinski tomó al rey de un brazo y le susurró que por favor se quedara tranquilo; nada podían hacer por el momento, más valía esperar que se presentara la ocasión para actuar.

– Vamos, no perdamos más tiempo -ordenó el jefe de los bandidos.

– El rey no puede montar todavía -dijo Judit Kinski al verlo vacilar como un ebrio.

– Montará con uno de mis hombres hasta que se reponga -decidió el americano.

Armadillo condujo la camioneta hasta una hondonada, donde quedó medio enterrada; luego la taparon con ramas y poco después emprendieron la marcha en fila india hacia la montaña. El día estaba claro, pero las cumbres del Himalaya se perdían entre manchones de nubes. Debían trepar continuamente, pasando por una región de bosque semitropical donde crecían bananos, rododendros, magnolias, hibiscus y muchas otras especies. En la altura el paisaje cambiaba abruptamente, el bosque desaparecía y empezaban los peligrosos desfiladeros de montaña, cortados a menudo por peñascos que rodaban de las cimas o caídas de agua, que convertían el suelo en un resbaloso lodazal. El ascenso era arriesgado, pero el americano confiaba en la pericia de los hombres azules y la fuerza extraordinaria de sus corceles. Una vez en las montañas, no podrían darles alcance, porque nadie sospechaba dónde se encontraban y, en todo caso, llevaban mucha ventaja.

Tex Armadillo no sospechaba que mientras él llevaba a cabo el robo de la estatua en el palacio, la cueva de los bandidos había sido desmantelada y sus ocupantes estaban atados de dos en dos, padeciendo hambre y sed, aterrados de que apareciera un tigre y los despachara para su cena. Los prisioneros tuvieron suerte, porque antes que llegaran las fieras, tan abundantes en esa región, apareció un destacamento de soldados reales. Pema les había indicado la ubicación del campamento de la Secta del Escorpión.

La joven había logrado llegar con sus compañeras hasta un camino rural, donde finalmente las encontró, extenuadas, un campesino que llevaba sus vegetales al mercado en una carreta tirada por caballos. Primero creyó que eran monjas, por las cabezas rapadas, pero le llamó la atención que todas, menos una, iban vestidas de fiesta. El hombre no tenía acceso al periódico ni a la televisión, pero se había enterado por la radio, como todos los demás habitantes del país, de que seis jóvenes habían sido secuestradas. Como no había visto sus fotos, no pudo reconocerlas, pero le bastó una mirada para darse cuenta de que esas niñas estaban en apuros. Perra se plantó de brazos abiertos en la mitad del camino, obligándolo a detenerse, y le contó en pocas palabras su situación.

– El rey está en peligro, debo conseguir ayuda de inmediato -dijo.

El campesino dio media vuelta y las llevó al trote al caserío de donde procedía. Allí consiguieron un teléfono y mientras Pema procuraba comunicarse con las autoridades, sus compañeras recibían los cuidados de las mujeres de la aldea. Las muchachas, que habían dado muestras de mucho valor durante esos días terribles, se quebraron al verse a salvo y lloraban, pidiendo que las devolvieran a sus familias lo antes posible. Pero Pema no pensaba en eso, sino en Dil Bahadur y el rey.

El general Myar Kunglung se puso al teléfono apenas le avisaron de lo ocurrido y habló directamente con Pema. Ella repitió lo que sabía pero se abstuvo de mencionar el Dragón de Oro, primero porque no estaba segura de que los bandidos lo hubieran robado, y segundo porque comprendió instintivamente que, de ser así, no convenía que el pueblo lo supiera. La estatua encarnaba el alma de la nación. No le correspondía a ella propagar una noticia que podía ser falsa, decidió.

Myar Kunglung dio instrucciones al puesto de guardias más cercano para que fueran a buscar a las niñas a la aldea y las condujeran a la capital. A medio camino él mismo les salió al encuentro, llevando consigo a Wandgi y Kate Cold. Al ver a su padre, Pema saltó del jeep donde viajaba y corrió a abrazarlo. El pobre hombre sollozaba como un crío.

– ¿Qué te hicieron? -preguntaba Wandgi examinando a su hija por todos lados.

– Nada, papá, no me hicieron nada, te prometo; pero eso no importa ahora, tenemos que rescatar al rey, que corre mortal peligro.

– Eso le corresponde al ejército, no a ti. ¡Tú volverás conmigo a casa!

– No puedo, papá. ¡Mi deber es ir a Chenthan Dzong!

– ¿Por qué?

– Porque se lo prometí a Dil Bahadur -replicó ella sonrojándose.

Myar Kunglung traspasó a la joven con su mirada de zorro y algo debió haber interpretado por el color arrebolado de sus mejillas y el temblor de sus labios, porque se inclinó profundamente ante el guía, con las manos en la cara.

– Tal vez el honorable Wandgi permita a su valiente hija acompañar a este humilde general. Creo que será bien cuidada por mis soldados -pidió.

El guía comprendió que, a pesar de la reverencia y del tono, el general no aceptaría un no por respuesta. Debió permitir que Pema partiera, rogando al cielo que retornara sana y salva.

La buena nueva de que las jóvenes habían escapado de las garras de sus raptores sacudió al país. En el Reino Prohibido las noticias circulaban de boca en boca con tal rapidez, que cuando cuatro de las chicas aparecieron en televisión contando sus peripecias, con las cabezas cubiertas por chales de seda, ya todo el mundo lo sabía. La gente salió a la calle a celebrarlo, llevó flores de magnolia a las familias de las niñas y se aglomeró en los templos para hacer ofrendas de agradecimiento. Las ruedas y las banderas de oración elevaban al aire la alegría incontenible de aquella nación.

La única que no tuvo nada que celebrar fue Kate Cold, quien estaba al borde de un colapso nervioso, porque Nadia y Alexander aún andaban perdidos. A esa hora iba cabalgando hacia Chenthan Dzong junto a Pema y Myar Kunglung, a la cabeza de un destacamento de soldados, por un camino que serpenteaba hacia las alturas. Pema les había contado a ambos lo que escuchó de boca de los bandidos sobre el Dragón de Oro. El general confirmó sus sospechas.

– Uno de los guardias que cuidaban la última Puerta sobrevivió a la puñalada y vio cómo se llevaban a nuestro amado rey y al dragón. Esto debe permanecer en secreto, Pema. Hiciste bien en no mencionarlo por teléfono. La estatua vale una fortuna, pero no me explico por qué se llevaron al rey… -dijo.

– El maestro Tensing, su discípulo y dos jóvenes extranjeros fueron?l monasterio. Nos llevan muchas horas de ventaja. Posiblemente llegarán antes que nosotros -le informó Pema.

– Ésa puede ser una grave imprudencia, Pema. Si algo le sucede al príncipe Dil Bahadur, ¿quién ocupará el trono…? -suspiró el general.

– ¿Príncipe? ¿Qué príncipe? -interrumpió Pema.

– Dil Bahadur es el príncipe heredero, ¿no lo sabías, niña?

– Nadie me lo dijo. En todo caso, nada le pasará al príncipe -afirmó ella, pero enseguida se dio cuenta de que había cometido una descortesía y se corrigió-: Es decir, posiblemente el karma del honorable príncipe sea rescatar a nuestro amado soberano y sobrevivir ileso…

– Tal vez… -asintió el general, preocupado.

– ¿No puede enviar aviones al monasterio? -sugirió Kate, impaciente ante esa guerra que se llevaba a cabo a lomo de caballo, como si hubieran retrocedido varios siglos en el tiempo.

– No hay dónde aterrizar. Tal vez un helicóptero pueda hacerlo, pero se requiere un piloto muy experto, porque tendría que descender en un embudo de corrientes de aire -le notificó el general.

– Posiblemente el honorable general esté de acuerdo conmigo en que hay que intentarlo… -rogó Pema, con los ojos brillantes de lágrimas.

– Hay sólo un piloto capaz de hacerlo y vive en Nepal.

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