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– No, pero tal vez en este caso puedas creerme -dijo el lama pasándole la muestra.

El príncipe vaciló. La idea de tocar aquello no le seducía.

– Está petrificado -se rió Tensing-. Puede curar huesos quebrados en pocos minutos. Una pizca de esto, molido y disuelto en alcohol de arroz puede transportarte a cualquiera de las estrellas que hay en el firmamento.

El trocito que Tensing había descubierto tenía un pequeño orificio, por donde el lama pasó una cuerda y se lo colgó al cuello a Dil Bahadur.

– Esto es como una coraza, tiene el poder de desviar ciertos metales. Flechas, cuchillos y otras armas cortantes no podrán dañarte.

– Pero tal vez baste un diente infectado, un tropezón en el hielo o una pedrada en la cabeza para matarme… -se rió el joven.

– Todos vamos a morir, es lo único seguro, Dil Bahadur.

El lama y el príncipe se instalaron cerca de una caliente fumarola, dispuestos a pasar una noche cómoda por primera vez en varios días, ya que la gruesa columna de vapor los mantenía abrigados. Habían hecho té con el agua de una cercana fuente termal. El agua salía hirviendo y al aplacarse las burbujas adquiría un pálido color lavanda. La fuente alimentaba un humeante arroyo, en cuyas orillas crecían carnosas flores moradas.

El monje rara vez dormía. Se sentaba en la posición del loto con los ojos entrecerrados, y así descansaba y reponía su energía. Tenía la facultad de permanecer absolutamente inmóvil, controlando con la mente su respiración, la presión sanguínea, las pulsaciones del corazón y la temperatura, de modo que su cuerpo entraba en un estado de hibernación. Con la misma facilidad con que entraba en reposo absoluto, ante una emergencia podía saltar a la velocidad de un disparo, con todos sus poderosos músculos listos para la defensa. Dil Bahadur había procurado imitarlo durante años, sin conseguirlo. Rendido de fatiga, se durmió en cuanto puso la cabeza en el suelo.

El príncipe despertó en medio de un coro de aterradores gruñidos. Apenas abrió los ojos y vio a quienes lo rodeaban, se irguió como un resorte, aterrizando de pie, con las rodillas dobladas y los brazos extendidos en posición de ataque. La voz tranquila del maestro lo paralizó en el instante en que se aprontaba a golpear.

– Calma. Son los yetis. Envíales afecto y compasión, como al tigre -murmuró el lama.

Estaban en medio de una horda de seres repelentes, de un metro y medio de altura, cubiertos enteramente de pelambre blanco, enmarañado e inmundo, con largos brazos y piernas cortas y arqueadas, terminadas en enormes pies de mono. Dil Bahadur supuso que el origen de la leyenda eran las huellas de esos pies grandes. Pero, entonces, ¿de qué eran los largos huesos y las gigantescas calaveras que habían visto en el túnel?

El escaso tamaño de aquellos seres en nada disminuía su aspecto de ferocidad. Los rostros chatos y peludos eran casi humanos, pero de expresión bestial; los ojos eran pequeños y rojizos; las orejas puntudas de perro y los dientes afilados y largos. Entre gruñido y gruñido asomaban las lenguas, que se enroscaban en la punta, como las de un reptil, de un intenso color azul morado. Tenían el pecho cubierto por unas corazas de cuero, manchadas de sangre seca, atadas en los hombros y la cintura. Blandían amenazadores garrotes y rocas filudas, pero, a pesar de sus armas y de que los superaban ampliamente en número, se mantenían a una prudente distancia.

Empezaba a amanecer y la luz del alba daba a la escena, envuelta en una bruma espesa, un tono de pesadilla.

Tensing se puso de pie con lentitud, para no provocar una reacción en sus atacantes. Comparados con aquel gigante, los yetis parecían aún más bajos y contrahechos. El aura del maestro no había cambiado, seguía siendo blanca y dorada, lo cual indicaba su perfecta serenidad, mientras que la de la mayoría de aquellos seres no tenía brillo, era vacilante, de tonos terrosos, lo que indicaba enfermedad y miedo.

El príncipe adivinó por qué no los habían atacado de inmediato: parecían esperar a alguien. A los pocos minutos vio avanzar a una figura mucho más alta que las demás, a pesar de que estaba encorvada por la edad. Era de la misma especie de los yetis, pero medio cuerpo más alta. Si hubiera podido enderezarse, tendría el tamaño de Tensing, pero a la mucha edad se sumaba una joroba que le deformaba la espalda y la obligaba a caminar con el torso paralelo al suelo. A diferencia de los otros yetis, que sólo iban vestidos con sus largos pelos inmundos y las corazas, ella se adornaba con collares de dientes y huesos, tenía una raída capa de piel de tigre y un retorcido bastón de palo en la mano.

Aquella criatura no podía llamarse mujer, aunque era de sexo femenino; tampoco era humana, aunque no era exactamente un animal. Su pelaje era ralo y se había caído en varias partes, revelando una piel escamosa y rosada, como la cola de una rata. Estaba revestida de una costra impenetrable de grasa, sangre seca, barro y mugre, que emitía un olor insufrible. Las uñas eran garras negras, y los pocos dientes de su boca estaban sueltos y bailaban con cada uno de sus soplidos. Por la nariz le goteaba un moquillo verde. Sus ojos legañosos brillaban en medio de los mechones de pelos erizados que cubrían su rostro. A su paso los yetis se apartaron con respeto; era evidente que ella mandaba, debía ser la reina o la hechicera de la tribu.

Sorprendido, Dil Bahadur vio que su maestro se ponía de rodillas frente a la siniestra criatura, juntaba las manos ante la cara y recitaba el saludo habitual del Reino Prohibido: «Tenga usted felicidad».

– Tampo kachi -dijo.

– Grr-ympr -rugió ella, salpicándolo de saliva.

De rodillas, Tensing quedaba a la altura de la encorvada anciana y así podían mirarse a los ojos. Dil Bahadur imitó al lama, a pesar de que en esa postura no podía defenderse de los yetis, que continuaban blandiendo sus garrotes. De reojo calculó que había unos diez o doce a su alrededor y quién sabe cuántos más en las cercanías.

La jefa de la tribu lanzó una serie de ruidos guturales y agudos, que combinados parecían un lenguaje. Dil Bahadur tuvo la impresión de haberlo escuchado antes, pero no sabía adónde. No comprendía ni una palabra, a pesar de que los sonidos le eran familiares. De inmediato todos los yetis se pusieron también de rodillas y procedieron a golpearse la frente en el suelo, pero sin soltar sus armas, oscilando entre aquel saludo ceremonioso y el impulso de masacrarlos con sus garrotes.

La vieja yeti mantenía a los demás aplacados, mientras repetía el gruñido que sonaba como Grr-ympr. Los visitantes supusieron que debía ser su nombre.

Tensing escuchaba muy atento, mientras Dil Bahadur hacía un esfuerzo por captar a nivel telepático lo que pensaban aquellas criaturas, pero sus mentes eran una maraña de visiones incomprensibles. Prestó atención a lo que intentaba comunicar la bruja, quien sin duda era más evolucionada que los otros. Varias imágenes se formaron en su cerebro. Vio unos animalitos peludos, como conejos blancos, agitarse en convulsiones y luego quedar rígidos. Vio cadáveres y osamentas; vio varios yetis que empujaban a otro a las fumarolas hirvientes; vio sangre, muerte, brutalidad y terror.

– Cuidado, maestro, son muy salvajes -balbuceó el joven.

– Posiblemente están más asustados que nosotros, Dil Bahadur -replicó el lama.

Grr-ympr hizo un gesto a los demás yetis, que finalmente bajaron los garrotes, mientras ella avanzaba llamando con gestos al príncipe y su maestro. Ellos la siguieron, flanqueados por los yetis, entre las altas columnas de vapor y las aguas termales hacia unos agujeros naturales que se abrían en el suelo volcánico. Por el camino vieron otros yetis, todos sentados o tirados por tierra, que no hicieron ademán de acercarse.

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