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– ¿Cómo hacen eso?

– Digamos que suben a un plano mental superior. El espíritu se desprende de la materia física, ¿comprende?

– ¿Espíritu? ¿Usted cree en eso? -se burló el Coleccionista.

– No importa lo que yo crea. El hecho es que lo hacen.

– ¿Quiere decir que son como esos faquires de circo que no comen durante meses y se acuestan en camas de clavos?

– Estoy hablando de algo mucho más misterioso que eso. Ciertos lamas pueden permanecer separados del cuerpo por el tiempo que deseen.

– Eso significa que no sienten dolor. Incluso pueden morir a voluntad. Simplemente dejan de respirar. Es inútil torturar a una persona así -explicó el agente.

– ¿Y el suero de la verdad?

– Las drogas son ineficaces, puesto que la mente está en otro plano, desconectada del cerebro.

– ¿Pretende decirme que el rey de ese país es capaz de hacer eso? -rugió el Coleccionista.

– No lo sabemos con certeza, pero si el entrenamiento que recibió en su juventud fue completo y si ha practicado a lo largo de su vida, eso es exactamente lo que pretendo decirle.

– ¡Ese hombre tiene que tener alguna debilidad! -exclamó el Coleccionista, paseándose como una fiera por la habitación.

– Tiene muy pocas, pero las buscaremos -concluyó el agente, colocando sobre la mesa una tarjeta donde había escrita con tinta morada la cifra en millones de dólares que costaría la operación.

Era increíblemente alta, pero el Coleccionista calculó que no se trataba de un secuestro normal y que, en todo caso, podía pagarla. Cuando tuviera el Dragón de Oro en sus manos y controlara el mercado de valores del mundo, recuperaría su inversión multiplicada por mil.

– Está bien, pero no quiero problemas de ninguna clase, hay que actuar con discreción y no provocar un incidente internacional. Es fundamental que nadie me relacione con este asunto, mi reputación estaría arruinada. Ustedes se encargan de hacer hablar al rey, aunque tenga que volar ese país en pedazos, ¿me ha comprendido? No me interesan los detalles.

– Pronto tendrá noticias -dijo el visitante poniéndose de pie y desapareciendo silenciosamente.

Al Coleccionista le pareció que el agente se había esfumado en el aire. Le sacudió un escalofrío: era una lástima tener que hacer tratos con gente tan peligrosa. Sin embargo, no podía quejarse: el Especialista era un profesional de primera clase, sin cuya ayuda él no llegaría a ser el hombre más rico del mundo, el número uno, el más rico de la historia de la humanidad, más que los faraones egipcios o los emperadores romanos.

Brillaba el sol de la mañana en el Himalaya. El maestro Tensing había concluido su meditación y sus oraciones. Se había lavado con la lentitud y la precisión que caracterizaban todos sus gestos, en un delgado hilo de agua que caía de las montañas, y ahora se preparaba para la única comida del día. Su discípulo, el príncipe Dil Bahadur, había hervido el agua con té, sal y manteca de yak. Una parte se dejaba en una calabaza, para ir bebiendo a lo largo del día, y la otra se mezclaba con harina tostada de cebada para hacer tsampa. Cada uno llevaba su porción en un saquito entre los pliegues de la túnica.

Dil Bahadur había hervido también unos pocos vegetales, que cultivaban con mucho esfuerzo en el árido terreno de una terraza natural en la montaña, bastante lejos de la ermita donde vivían. El príncipe debía caminar varias horas para conseguir un manojo de hojas verdes o de hierbas para la comida.

– Veo que cojeas, Dil Bahadur -observó el maestro. -No, no…

El maestro le clavó la vista y el discípulo percibió una chispa divertida en sus pupilas.

– Me caí -confesó, mostrando arañazos y machucones en una pierna.

– ¿Cómo?

– Me distraje. Lo siento, maestro -dijo el joven, inclinándose profundamente.

– El entrenador de elefantes necesita cinco virtudes, Dil Bahadur: buena salud, confianza, paciencia, sinceridad y sabiduría -dijo el lama sonriendo.

– Olvidé las cinco virtudes. En este momento me falla la salud porque perdí la confianza al pisar. Perdí la confianza porque iba apurado, no tuve paciencia. Al negarle a usted que cojeaba, falté a la sinceridad. En resumen, estoy lejos de la sabiduría, maestro.

Los dos se echaron a reír alegremente. El lama se dirigió a una caja de madera, sacó un pocillo de cerámica que contenía un ungüento verdoso y lo frotó con delicadeza en la pierna del joven.

– Maestro, creo que usted ha alcanzado la Iluminación, pero se ha quedado en esta tierra sólo para enseñarme -suspiró Dil Bahadur y por toda respuesta el lama le dio un golpe amistoso en la cabeza con el pocillo.

Se prepararon para la breve ceremonia de gratitud, que siempre realizaban antes de comer, luego se sentaron en la posición del loto en la cima de la montaña, con sus escudillas de tsampa y té por delante. Entre bocado y bocado, que mascaban lentamente, admiraban el paisaje en silencio, porque no hablaban mientras comían. La vista se perdía en la magnífica cadena de cumbres nevadas que se extendía ante ellos. El cielo había tomado un intenso color azul cobalto.

– Ésta será una noche fría -dijo el príncipe cuando hubo terminado de comer.

– Ésta es una mañana muy hermosa -anotó el maestro.

– Ya lo sé: aquí y ahora. Debemos regocijarnos con la belleza de este momento, en vez de pensar en la tormenta que vendrá… -recitó el alumno con un leve tono irónico.

– Muy bien, Dil Bahadur.

– Tal vez no sea tanto lo que me falta por aprender -sonrió el joven.

– Casi nada, sólo un poco de modestia -replicó el lama.

En ese momento un ave apareció en el cielo, voló en grandes círculos desplegando sus enormes alas y luego desapareció.

– ¿Qué era ese pájaro? -preguntó el lama poniéndose de pie.

– Parecía un águila blanca -dijo el joven. -Nunca la he visto por aquí.

– Hace muchos años que usted observa la naturaleza. Posiblemente conoce todas las aves y animales de la región.

– Sería una imperdonable arrogancia de mi parte pretender que conozco todo lo que vive en estas montañas, pero en verdad nunca he visto un águila blanca -replicó el lama.

– Debo atender mis lecciones, maestro -dijo el príncipe, recogiendo las escudillas y retirándose a la ermita.

Sobre la cima de la montaña, en un círculo despejado, Tensing y Dil Bahadur se ejercitaban en tao-shu, la combinación de diversas artes marciales inventada por los monjes del remoto monasterio fortificado de Chenthan Dzong. Los supervivientes del terremoto que destruyó el monasterio se extendieron por Asia para enseñar su arte. Cada uno entrenaba sólo a una persona, escogida por su capacidad física y su entereza moral. Así se transmitían los conocimientos. El número total de guerreros expertos en tao-shu no sobrepasaba nunca de doce en cada generación. Tensing era uno de ellos y el alumno que había escogido para reemplazarlo era Dil Bahadur.

El terreno rocoso resultaba traicionero en esa época, porque amanecía con escarcha y se ponía resbaloso. En otoño e invierno el ejercicio le parecía más agradable a Dil Bahadur, porque la nieve blanda suavizaba las caídas. Además le gustaba sentir el aire invernal. Soportar el frío era parte del rudo aprendizaje al cual lo sometía su maestro, como andar casi siempre descalzo, comer muy poco y permanecer horas y horas inmóvil en meditación. Ese mediodía había sol y no corría viento para refrescarlo, le dolía la pierna machucada y en cada voltereta mal hecha aterrizaba sobre piedras, pero no pedía tregua. Su maestro jamás lo había oído quejarse.

El príncipe, de mediana estatura y delgado, contrastaba con el tamaño de Tensing, quien provenía de la región oriental de Tíbet, donde la gente es extraordinariamente alta. El lama medía más de dos metros de altura y había pasado su existencia dedicado por igual a la práctica espiritual y al ejercicio físico. Era un gigante con músculos de levantador de pesas.

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