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Trepar la ladera resultó mucho más lento y trabajoso de lo que imaginaba, porque a las dificultades del terreno se sumaba la oscuridad, apenas atenuada por la luna. Resbalaba y caía mil veces. Estaba dolorida por el galope del día anterior atravesada sobre el caballo, el golpe recibido en la cabeza y los machucones que tenía por todo el cuerpo, pero no se permitió pensar en eso. Le costaba respirar y le zumbaban los oídos; comprendió que a esa altura había menos oxígeno, tal como le había explicado Kate Cold.

Entre las rocas crecían pequeños arbustos que en invierno desaparecían por completo, pero en esa época retoñaban bajo el sol de verano. De ellos se aferraba Nadia para ascender. Cuando le fallaban las fuerzas, recordaba cuando escaló a la cumbre del tepui en la Ciudad de las Bestias, hasta encontrar el nido de águila donde estaban los tres maravillosos diamantes. «Si pude hacer aquello, también puedo hacer esto, que es mucho más fácil», le decía a Borobá, pero el monito, entumecido debajo de su chaqueta, no asomaba ni la nariz.

Surgió el alba cuando aún faltaban unos doscientos metros para llegar al tope de la montaña. Primero fue un resplandor difuso, que en pocos minutos fue adquiriendo un tono anaranjado. Cuando los primeros rayos de sol asomaron en el formidable macizo del Himalaya, el cielo se convirtió en una sinfonía de color, las nubes se tiñeron de púrpura y los manchones de nieve tomaron un resplandor rosado.

Nadia no se detuvo a contemplar la belleza del paisaje, sino que con un esfuerzo descomunal continuó ascendiendo y poco, más tarde estaba de pie en el punto más alto de aquella montaña, jadeando y bañada de sudor. Sentía el corazón a punto de reventarle en el pecho. Había supuesto que desde allí podría ver el valle de Tunkhala, pero ante sus ojos se alzaba el impenetrable Himalaya, una montaña tras otra, extendiéndose hacia el infinito. Estaba perdida. Al mirar hacia abajo, le pareció que se movían figuras en varias direcciones: eran los hombres azules. Se sentó sobre un peñasco, abrumada, luchando contra la desesperación y la fatiga. Debía descansar para recuperar el aliento, pero no era posible quedarse allí: si no encontraba un escondite, pronto sus perseguidores darían con ella.

Borobá se movió bajo la parka. Nadia abrió el cierre y su pequeño amigo asomó la cabeza, con sus ojos inteligentes fijos en ella.

– No sé para dónde ir, Borobá. Todas las montañas parecen iguales y no veo ningún sendero transitable -dijo Nadia.

El animal señaló la dirección por donde habían venido.

– No puedo volver por allí porque me capturarían los hombres azules. Pero tú no llamarías la atención, Borobá, en este país hay monos por todas partes. Tú puedes encontrar el camino de vuelta a Tunkhala. Anda a buscar a Jaguar -le ordenó Nadia.

El mono negó con la cabeza, tapándose los ojos con las manos y chillando, pero ella le explicó que si no se separaban no había ninguna posibilidad de salvar a las otras muchachas o de salvarse ellos. La suerte de Pema, las otras niñas y ella misma dependía de él. Debía encontrar ayuda o todos perecerían.

– Yo me ocultaré por aquí cerca hasta estar bien segura de que no me buscan, luego veré la manera de bajar al valle. Entretanto tú debes correr, Borobá. Ya salió el sol, no hará tanto frío y podrás llegar a la ciudad antes que se ponga el sol de nuevo -insistió Nadia Santos.

Por fin el animal se desprendió de ella y salió disparado como una flecha cerro abajo.

Kate Cold despachó a los fotógrafos Timothy Bruce y Joel González al interior del país a fotografiar la flora y la fauna para la revista International Geographic. Tendrían que hacer el trabajo solos, mientras ella se quedaba en la capital. No recordaba haber estado tan angustiada en toda su vida, salvo cuando Alexander y Nadia se perdieron en la selva del Amazonas. Le había asegurado a César Santos que ese viaje al Reino Prohibido no presentaba ningún peligro. ¿Cómo notificaría al padre que su hija había sido secuestrada? Mucho menos podía decirle que Nadia estaba en manos de asesinos profesionales que robaban niñas para convertirlas en sus esclavas.

Kate y Alexander se encontraban en ese momento en la sala de audiencia del palacio, en presencia del rey, quien esta vez los recibió en compañía de su comandante en jefe, su primer ministro y los dos lamas de más alta jerarquía después de él. También Judit Kinski estaba en el salón.

– Los lamas han consultado a los astros y han dado instrucciones a los monasterios de orar y hacer ofrendas por las muchachas desaparecidas. El general Myar Kunglung está a cargo de la operación militar. Posiblemente ya ha movilizado a la policía, ¿verdad? -preguntó el rey, cuyo rostro sereno no reflejaba su tremenda preocupación.

– Tal vez, Su Majestad… Y también están en estado de alerta los soldados y la guardia del palacio. Las fronteras están vigiladas -dijo el general en su pésimo inglés, para que los extranjeros comprendieran.

– Tal vez el pueblo salga también a buscar a las niñas. Sé que nunca ha ocurrido algo así en nuestro país. Posiblemente tendremos noticias pronto -agregó el general.

– ¿Posiblemente? ¡No me parece suficiente! -exclamó Kate Cold y al punto se mordió los labios, porque comprendió que había cometido una terrible descortesía.

– Tal vez la señora Cold está un poco alterada… -anotó Judit Kinski, quien por lo visto ya había aprendido a hablar con vaguedad, como era lo correcto en el Reino del Dragón de Oro.

– Tal vez -dijo Kate, inclinándose con las manos juntas ante la cara.

– ¿Sería tal vez inadecuado preguntar cómo piensa el honorable general organizar la búsqueda? -inquirió Judit Kinski.

Los próximos quince minutos se fueron en preguntas de los extranjeros que recibían respuestas cada vez más vagas, hasta que fue evidente que no había manera de presionar al rey o al general. La impaciencia hacía transpirar a Kate y a Alexander. Por último el monarca se puso de pie y no hubo más remedio que despedirse y salir retrocediendo.

– Es una mañana hermosa, tal vez haya muchos pájaros en el jardín -sugirió Judit Kinski. -Tal vez -asintió el rey, guiándola hacia fuera.

El rey y Judit Kinski dieron un paseo por el angosto sendero que se deslizaba entre la vegetación del parque, donde todo parecía crecer de forma salvaje, pero un ojo entrenado podía apreciar la calculada armonía del conjunto. Era allí, en aquella gloriosa abundancia de flores y árboles, en el concierto de centenares de aves, donde Judit Kinski había propuesto iniciar el experimento con los tulipanes..

El rey pensaba que él no merecía ser el jefe espiritual de su nación, porque se sentía muy lejos de haber alcanzado el grado de preparación necesaria. Toda una vida había practicado el desprendimiento de los asuntos terrenales y las posesiones materiales. Sabía que nada en el mundo es permanente, todo cambia, se descompone, muere y se renueva en otra forma; por lo tanto aferrarse a las cosas de este mundo es inútil y causa sufrimiento. El camino del budismo consistía en aceptar eso. A veces tenía la ilusión de haberlo logrado, pero la visita de esa mujer extranjera le había devuelto sus dudas. Se sentía atraído hacia ella y eso lo hacía vulnerable. Era un sentimiento que no había experimentado antes, porque el amor que compartió con su esposa había fluido como el agua de un arroyo tranquilo. ¿Cómo podía proteger a su reino si no podía protegerse a sí mismo de la tentación del amor? Nada malo había en desear el amor y la intimidad con otra persona, cavilaba el rey, pero en su posición no podía permitírselo, porque los años que le quedaban de vida debían estar dedicados por entero a su pueblo. Judit Kinski interrumpió sus cavilaciones.

– ¡Qué extraordinario pendiente es ése, Majestad! -comentó, señalando la joya que él llevaba al pecho.

– Lo han usado los reyes de este país desde hace mil ochocientos años -explicó él, quitándose el medallón y pasándoselo, para que lo examinara de cerca.

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