A los pocos minutos Nadia recuperó el conocimiento y en cuanto se le despejó un poco la mente hizo un inventario de la situación. Se dio cuenta de inmediato de que iba al galope a caballo, a pesar de que nunca había montado uno. Sentía retumbar cada pisada del animal en el estómago y el pecho, le costaba respirar bajo la manta y sentía en la espalda la presión de una mano grande y fuerte, como una garra, que la sujetaba.
El olor del caballo sudoroso y de las ropas del hombre era penetrante, pero fue justamente eso lo que le devolvió la claridad y le permitió pensar. Acostumbrada a vivir en contacto con la naturaleza y los animales, tenía una gran memoria olfativa. Su secuestrador no olía como la gente que había conocido en el Reino Prohibido, que era limpia en extremo. El aroma natural de las telas de seda, algodón y lana se mezclaba con el de las especias que usaban para cocinar y el aceite de almendras, que todo el mundo usaba para darle brillo al cabello. Nadia podría reconocer a un habitante del Reino Prohibido con los ojos cerrados. El hombre que la sujetaba era sucio, como si su ropa no se lavara jamás, y la piel exudaba un olor amargo de ajo, carbón y pólvora. Sin duda era un extranjero en esa tierra.
Nadia escuchó con atención y pudo calcular que, además de los dos caballos en que iban Pema y ella, había por lo menos cuatro más, tal vez cinco. Se dio cuenta de que iban siempre en ascenso. Cuando cambió el paso del caballo, comprendió que ya no iban por un sendero, sino a campo travieso. Podía oír los cascos contra las piedras y sentía el esfuerzo del animal por trepar. A veces resbalaba, relinchando, y la voz del jinete lo alentaba a seguir en un idioma desconocido.
La muchacha sentía los huesos molidos por el bamboleo, pero no podía acomodarse, porque las cuerdas la inmovilizaban. La presión en el pecho era tan fuerte, que temía que se le partieran las costillas. ¿Cómo podía dejar alguna pista para que pudieran encontrarla? Estaba segura de que jaguar lo intentaría, pero esas montañas eran un laberinto de alturas y precipicios. Si al menos pudiera soltarse un zapato, pensaba, pero eso era imposible, porque llevaba las botas amarradas.
Un buen rato más tarde, cuando las dos muchachas ya estaban completamente machucadas y medio inconscientes, las cabalgaduras se detuvieron. Nadia hizo un esfuerzo por recuperarse y prestó atención. Los jinetes desmontaron y sintió que volvían a levantarla y la tiraban como una bolsa al suelo. Cayó sobre piedras. Oyó gemir a Pema y enseguida unas manos desataron la cuerda y le quitaron la manta. Respiró a todo pulmón y abrió los ojos.
Lo primero que vio fue la bóveda oscura del cielo y la luna, luego dos rostros negros y barbudos inclinados sobre ella. El aliento fétido a ajo, licor y algo parecido al tabaco de los hombres la golpeó como un puñetazo. Sus ojos malignos brillaban en las cuencas hundidas y reían burlones. Les faltaban varios dientes y los pocos que tenían eran de un color casi negro. Nadia había visto gente en India con los dientes así, y Kate Cold le explicó que masticaban betel. A pesar de que estaba bastante oscuro, reconoció el aspecto de los hombres que había visto en el Fuerte Rojo, los temibles guerreros del Escorpión.
De un tirón sus captores la pusieron de pie, pero debieron sostenerla, porque se le doblaban las rodillas. Nadia vio a Pema a pocos pasos de distancia, encogida de dolor. Con gestos y empujones, los secuestradores les indicaron a las muchachas que avanzaran. Uno se quedó con los caballos y los otros subieron el cerro llevando a las prisioneras. Nadia había calculado bien: los jinetes eran cinco.
Llevaban unos quince minutos de ascenso cuando apareció de súbito un grupo de varios hombres, todos con la misma vestimenta, oscuros, barbudos y armados de puñales. Nadia trató de sobreponerse al miedo y «escuchar con el corazón», tratando de comprender su idioma, pero estaba demasiado adolorida y maltrecha. Mientras los hombres discutían, cerró los ojos e imaginó que era un águila, la reina de las alturas, el ave imperial, su animal totémico. Por unos segundos tuvo la sensación de elevarse como un espléndido pájaro y pudo ver a sus pies la cadena de montañas del Himalaya y, muy lejos, el valle donde estaba la ciudad deTunkhala. Un empujón la devolvió a la tierra.
Los guerreros azules encendieron unas improvisadas antorchas, hechas con estopa amarrada a un palo y empapada engrasa. En la luz vacilante condujeron alas muchachas por un angosto desfiladero natural en la roca. Iban pegados a la montaña, pisando con infinito cuidado, porque a sus pies se abría un precipicio profundo. Una ventisca helada cortaba la piel como navaja. Había parches de nieve y hielo entre las piedras, a pesar de que era verano.
Nadia pensó que el invierno en esa región debía ser espantoso, si aun en verano hacía frío. Pema iba vestida de seda y con sandalias. Quiso pasarle su chaquetón, pero apenas hizo el ademán de quitárselo le dieron un bofetón y la obligaron a seguir caminando. Su amiga iba al final de la fila y no podía verla desde su posición, pero supuso que iría en peores condiciones que ella. Por suerte no tuvieron que escalar mucho, pronto se encontraron ante unos arbustos espinosos, que los hombres apartaron. Las antorchas iluminaron la entrada de una caverna natural, muy bien disimulada en el terreno. Nadia se sintió desfallecer: la esperanza de que Jaguar la encontrara era cada vez más tenue.
La cueva era amplia y estaba compuesta de varias bóvedas o salas. Vieron bultos, armas, arreos de caballos, mantas, sacos con arroz, lentejas, verduras secas, nueces y largas trenzas de ajos. A juzgar por el aspecto del campamento y la cantidad de alimentos, era evidente que sus asaltantes habían estado allí varios días y pensaban quedarse otros tantos.
En un lugar prominente habían improvisado un espeluznante altar. Sobre un cúmulo de piedras se levantaba una estatua de la temible diosa Kali, rodeada de varias calaveras y huesos humanos, ratas, serpientes y otros reptiles disecados, vasijas con un liquido oscuro, como sangre, y frascos con escorpiones negros. Al entrar los guerreros se arrodillaron ante el altar, metieron los dedos en las vasijas y luego se los llevaron a la boca. Nadia notó que cada uno llevaba una colección de puñales de diferentes formas y tamaños en la faja que les envolvía la cintura.
Las dos muchachas fueron empujadas al fondo de la caverna, donde las recibió una mujerona en harapos, con un manto de piel de perro, que le daba un aspecto de hiena. Tenía la piel teñida del mismo tono azulado de los guerreros, una horrenda cicatriz en la mejilla derecha, desde el ojo hasta el mentón, como si hubiera recibido una cuchillada, y un escorpión grabado a fuego en la frente. Llevaba un corto látigo en la mano.
Acurrucadas junto al fuego, cuatro niñas cautivas temblaban de frío y terror. La carcelera dio un gruñido, y señaló a Pema y a Nadia que se reunieran con las otras. La única que llevaba ropa de invierno era Nadia, todas las demás vestían los sarongs de seda que habían usado para la celebración del cumpleaños del rey. Nadia comprendió que habían sido raptadas en las mismas circunstancias que ellas y eso le devolvió algo de esperanza, porque sin duda la policía ya debía estar buscándolas por cielo y tierra.
Un coro de gemidos recibió a Nadia y Pema, pero la mujer se aproximó con el látigo en alto y las chicas prisioneras callaron, escondiendo la cabeza entre los brazos. Las dos amigas procuraron colocarse juntas.
En un descuido de la guardiana, Nadia envolvió a Perra con su chaqueta y le susurró al oído que no se desesperara, que ya encontrarían la forma de salir de ese atolladero. Perra tiritaba, pero había logrado calmarse; sus hermosos ojos negros, antes siempre sonrientes, ahora reflejaban coraje y determinación. Nadia le apretó la mano y las dos se sintieron fortalecidas por la presencia de la otra.