Las trompetas, tambores y gongs de los monasterios sonaron desde muy temprano. Los fieles y los peregrinos llegados de lejos se aglomeraban en los templos para hacer sus ofrendas, girar las ruedas de oración, y encender velas de manteca de yak. El olor rancio de la grasa y el humo del incienso flotaba por la ciudad.
Antes del viaje Alexander había recurrido a la biblioteca de su escuela para informarse sobre el Reino Prohibido, sus costumbres y su religión. Le dio una breve lección sobre budismo a Nadia, quien no había oído hablar jamás de Buda.
– En lo que hoy es el sur de Nepal, nació quinientos sesenta y seis años antes de Cristo un príncipe llamado Sidarta Gautama. Cuando nació, un adivino pronosticó que el niño reinaría sobre toda la tierra, pero siempre que fuera preservado del deterioro y la muerte. De otro modo, sería un gran maestro espiritual. Su padre, que prefería lo primero, rodeó el palacio de altos muros para que Sidarta tuviera una vida espléndida, dedicada al placer y la belleza, sin confrontar jamás el sufrimiento. Hasta las hojas que caían de los árboles eran rápidamente barridas, para que no las viera marchitarse. El joven se casó y tuvo un hijo sin haber salido nunca de aquel paraíso. Tenía veintinueve años cuando se asomó fuera del jardín y vio por primera vez enfermedad, pobreza, dolor, crueldad. Se cortó el cabello, se despojó de sus joyas y sus ropajes de rica seda y se fue en busca de la Verdad. Durante seis años estudió con yoguis en India y sometió su cuerpo al ascetismo más riguroso…
– ¿Qué es eso? -preguntó Nadia.
– Llevaba una vida de privaciones. Dormía sobre espinas y comía solamente unos pocos granos de arroz.
– Mala idea… -comentó Nadia.
– Eso mismo concluyó Sidarta. Después de pasar del placer absoluto en su palacio al sacrificio más severo, comprendió que el Camino del Medio es el más adecuado -dijo Alexander.
– ¿Por qué le dicen el Iluminado? -quiso saber su amiga.
– Porque a los treinta y cinco años se sentó sin moverse bajo un árbol durante seis días y seis noches a meditar. Una noche de luna, como la que se celebra en este festival, su mente y su espíritu se abrieron y logró comprender todos los principios y procesos de la vida. Es decir, se convirtió en Buda.
– En sánscrito «Buda» quiere decir «despierto» o «iluminado» -aclaró Kate Cold, quien escuchaba atentamente las explicaciones de su nieto-. Buda no es un nombre, sino un título, y cualquiera puede convertirse en buda a través de una vida noble y de práctica espiritual -agregó.
– La base del budismo es la compasión hacia todo lo que vive o existe. Dijo que cada uno debe buscar la verdad o la iluminación dentro de sí mismo, no en otros o en cosas externas. Por eso los monjes budistas no andan predicando, como nuestros misioneros, sino que pasan la mayor parte de sus vidas en serena meditación, buscando su propia verdad. Sólo poseen sus túnicas, sus sandalias y sus escudillas para mendigar comida. No les interesan los bienes materiales -dijo Alexander.
A Nadia, quien no poseía más que un pequeño bolso con la ropa indispensable y tres plumas de loro para el peinado, esa parte del budismo le pareció perfecta.
Por la mañana se llevaron a cabo los torneos de tiro al blanco, la actividad más concurrida del festival de Tunkhala. Los mejores arqueros se presentaron engalanados con sus vistosos ropajes, luciendo collares de flores que las muchachas les ponían al cuello. Los arcos tenían casi dos metros de largo y eran muy pesados.
A Alexander le ofrecieron uno, pero se vio en duro aprieto para levantarlo y mucho menos pudo dar en el blanco. Estiró la cuerda con todas sus fuerzas, pero en un descuido se le escapó la flecha entre los dedos y salió disparada en dirección a un elegante dignatario que se encontraba a varios metros del blanco. Horrorizado, Alexander lo vio caer de espaldas y supuso que lo había asesinado, pero su víctima se puso de pie rápidamente, de lo más divertido. La flecha se había clavado en medio de su sombrero. Nadie se ofendió. Un coro de carcajadas celebró la torpeza del extranjero y el dignatario se paseó el resto del día con la flecha en el sombrero, como un trofeo.
La población del Reino Prohibido se presentó con sus mejores galas y la mayoría llevaba máscaras o las caras pintadas de amarillo, blanco y rojo. Sombreros, cuellos, orejas y brazos lucían adornos de plata, oro, corales antiguos y turquesas.
Esta vez el rey llegó con un tocado espectacular en la cabeza: la corona del Reino Prohibido. Era de seda bordada con incrustaciones de oro y sembrada de piedras preciosas. Al centro, sobre la frente, tenía un gran rubí. Sobre el pecho llevaba el medallón real. Con su eterna expresión de calma y optimismo, el rey se paseaba sin escolta entre sus súbditos, que evidentemente lo adoraban. Su séquito se componía sólo de su inseparable Tschewang, el leopardo, y su invitada de honor, Judit Kinski, ataviada con el traje típico del país, pero siempre con su bolso al hombro.
Por la tarde hubo representaciones teatrales de actores con máscaras, acróbatas, juglares y malabaristas. Grupos de muchachas ofrecieron una demostración de las danzas tradicionales, mientras los mejores atletas compitieron en simulacros de lucha con espada y en un tipo de artes marciales que los extranjeros jamás habían visto.
Daban saltos mortales y se movían con tan asombrosa rapidez, que parecían volar por encima de las cabezas de su contrincante. Ninguno pudo vencer a un joven delgado y guapo, que tenía la agilidad y fiereza de una pantera. Wandgi informó a los extranjeros de que era uno de los hijos del rey, pero no el elegido para ocupar algún día el trono. Tenía condiciones de guerrero, siempre quería ganar, le gustaba el aplauso, era impaciente y voluntarioso. Definitivamente, agregó el guía, no tenía pasta para convertirse en un gobernante sabio.
Al ponerse el sol comenzaron a cantar los grillos, sumándose al ruido de la fiesta. Se encendieron millares de antorchas y lámparas con pantallas de papel.
En la entusiasta multitud había muchos enmascarados. Las máscaras eran verdaderas obras de arte, todas diferentes, pintadas de oro y colores brillantes. A Nadia le llamó la atención que bajo algunas máscaras asomaran barbas negras, porque los hombres del Reino Prohibido se afeitaban cuidadosamente. Jamás se veía uno con pelos en el rostro, se consideraba una falta de higiene. Por un rato estudió a la multitud, hasta que se dio cuenta de que los individuos barbudos no participaban en las festividades como los demás. Iba a comunicarle sus observaciones a Alexander, cuando éste se le acercó con una expresión preocupada.
– Fíjate en ese hombre que está allí, Águila -le dijo. -¿Dónde?
– Detrás del malabarista que lanza antorchas encendidas al aire. El que tiene un gorro tibetano de piel. -¿Qué pasa con él? -preguntó Nadia. -Acerquémonos con disimulo para verlo de cerca -dijo Alexander.
Cuando lograron hacerlo, vieron a través de la máscara dos pupilas claras e inexpresivas: los ojos inolvidables de Tex Armadillo.
– ¿Cómo llegó aquí? No vino en el avión con nosotros y el próximo vuelo es dentro de cinco días -comentó Alexander poco después, cuando se alejaron un poco.
– Creo que no está solo, Jaguar. Esos enmascarados barbudos pueden ser de la Secta del Escorpión. He estado observándolos y me parece que están tramando algo.
– Si vemos algo sospechoso avisaremos a Kate. Por el momento no los perdamos de vista -dijo Alexander.
De China había llegado para el festival una familia de expertos en fuegos artificiales. Apenas el sol se ocultó tras los cerros, cayó bruscamente la noche y descendió la temperatura, pero la fiesta continuó. Pronto el cielo se iluminó y la muchedumbre en las calles celebró con gritos de asombro cada estallido de las maravillosas luces de los chinos.
Había tanta gente que costaba moverse en el tumulto. Nadia, acostumbrada al clima tropical de su aldea, Santa María de la Lluvia, tiritaba de frío. Pema se ofreció para acompañarla al hotel a buscar ropa abrigada y ambas partieron con Borobá, que se había puesto frenético con el ruido de los fuegos, mientras Alexander vigilaba de lejos a Tex Armadillo.