Kate Cold logró conectar su PC a una de las dos líneas telefónicas del hotel para enviar noticias a la revista International Geographic y comunicarse con el profesor Leblanc. El hombre era un neurótico, pero no se podía negar que también era una fuente inagotable de información. La vieja escritora le preguntó qué sabía del entrenamiento de los reyes y de la leyenda del Dragón de Oro. Pronto recibió una lección al respecto.
Pema condujo a Kate y a Nadia a una casa donde vendían sarongs y cada una adquirió tres, porque llovía varias veces al día y había que darles tiempo para secarse. Aprender a enrollar la tela en torno al cuerpo y asegurarla con la faja no fue fácil para ninguna de las dos. Primero les quedaba tan apretada que no podían dar ni un paso, después quedaba tan floja que al primer movimiento se les caía. Nadia logró dominar la técnica al cabo de varios ensayos, pero Kate parecía una momia envuelta en vendajes. No podía sentarse y caminaba como un preso con grillos en los pies. Al verla, Alexander y los dos fotógrafos estallaron en incontenibles carcajadas, mientras ella tropezaba, mascullando entre dientes y tosiendo.
El palacio real era la construcción más grande de Tunkhala, con más de mil habitaciones distribuidas en tres pisos visibles y otros dos bajo tierra. Estaba colocada estratégicamente sobre una empinada colina, y a ella se accedía por un camino de curvas, bordeado de banderas de oración sobre flexibles postes de bambú. El edificio era del mismo elegante estilo del resto de las casas, incluso las más modestas, pero tenía varios niveles de techos de tejas, coronados por antiguas figuras de criaturas mitológicas de cerámica. Los balcones, puertas y ventanas estaban pintados con dibujos de extraordinarios colores.
Soldados vestidos de amarillo y rojo, con casacas de piel y cascos emplumados, montaban guardia. Estaban armados con espadas, arcos y flechas. Wandgi explicó que su función era puramente decorativa; los verdaderos policías usaban armas modernas. Agregó que el arco era el arma tradicional del Reino Prohibido y también el deporte favorito. En las competencias anuales participaba hasta el rey.
Fueron recibidos por dos funcionarios, ataviados con los elaborados trajes de la corte, y conducidos a través de varias salas, donde los únicos muebles eran mesas bajas, grandes baúles de madera policromada y pilas de cojines redondos para sentarse. Había algunas estatuas religiosas con ofrendas de velas, arroz y pétalos de flores. Las paredes lucían frescos, algunos tan antiguos que los motivos casi habían desaparecido. Vieron algunos monjes, provistos de pinceles, tarros de tinturas y delgadas láminas de oro, repasando los frescos con paciencia infinita. Por todas partes colgaban ricos tapices bordados de seda y satén.
Pasaron por largos corredores, con puertas a ambos lados, que daban a oficinas, donde trabajaban docenas de funcionarios y monjes escribanos. No habían adoptado aún los ordenadores; los datos de la administración pública todavía se anotaban a mano en cuadernos. También había una habitación para los oráculos. Allí acudía el pueblo a pedir consejo a ciertos lamas y monjas que poseían el don de la adivinación y ayudaban en los momentos de duda. Para los budistas del Reino Prohibido el camino de la salvación era siempre individual y se basaba en la compasión hacia todo lo que existe. La teoría de nada servía sin la práctica. Se podía corregir el rumbo y apresurar los resultados con un buen guía, un mentor o un oráculo.
Llegaron a una gran sala sin adornos, al centro de la cual se levantaba un enorme Buda de madera dorada, cuya frente alcanzaba el techo. Oyeron una música como de mandolinas y luego se dieron cuenta de que eran varias monjas cantando. La melodía subía y subía. Luego de súbito caía, cambiando el ritmo. Ante la monumental imagen había una alfombra de oración, velas encendidas, varillas de incienso y cestas con ofrendas. Imitando a los dignatarios, los visitantes se inclinaron ante la estatua tres veces, tocando el suelo con la frente.
El rey los recibió en un salón de arquitectura tan sencilla y delicada como el resto del palacio, pero decorado con tapices de escenas religiosas y máscaras ceremoniales en las paredes. Habían colocado cinco sillas, como deferencia a los extranjeros, que no estaban acostumbrados a instalarse en el suelo.
Detrás del rey colgaba un tapiz con un animal bordado, que sorprendió a Nadia y Alex, porque se parecía notablemente a los hermosos dragones alados que habían visto dentro del tepui donde estaba la Ciudad de las Bestias, en pleno Amazonas. Aquéllos eran los últimos de una especie extinguida hacía milenios. El tapiz real probaba que seguramente en alguna época esos dragones también existieron en Asia.
El monarca llevaba la misma túnica del día anterior, más un extraño tocado sobre la cabeza, como un casco de tela. En el pecho lucía el medallón de su autoridad, un antiguo disco de oro incrustado de corales. Se encontraba sentado en la posición del loto, sobre un estrado de medio metro de altura.
Junto al soberano había un hermoso leopardo, echado como un gato, que al ver a los visitantes se irguió con las orejas alertas y clavó su mirada en Alexander, mostrando los dientes. La mano de su amo sobre su lomo lo tranquilizó, pero sus ojos alargados no se desprendieron del muchacho americano.
Acompañaban al rey algunos dignatarios, vestidos espléndidamente, con telas a rayas, chaquetas bordadas y sombreros adornados con grandes hojas de oro, aunque varios llevaban zapatos occidentales y maletines de ejecutivo. Había varios monjes con sus túnicas rojas. Tres muchachas y dos jóvenes, altos y distinguidos, estaban de pie junto al rey; los visitantes supusieron que eran sus hijos.
Tal como Wandgi los había instruido, no aceptaron las sillas, porque no debían colocarse a la misma altura del mandatario; prefirieron las pequeñas alfombras de lana, que estaban colocadas frente a la plataforma real.
Después de intercambiar las katas y saludos de rigor, los extranjeros esperaron la señal del rey para acomodarse en el suelo, los hombres con las piernas cruzadas y las mujeres sentadas de lado. Kate Cold, enredada en el sarong, estuvo a punto de rodar por el piso. El rey y su corte disimularon a duras penas una sonrisa.
Antes de comenzar las conversaciones se sirvió té, nueces y unos extraños frutos espolvoreados con sal, que los visitantes comieron después de rechazar tres veces. Había llegado el momento de los regalos. La escritora hizo un gesto a Timothy Bruce y Joel González, quienes se arrastraron sobre las rodillas para presentar al rey una caja con los doce primeros ejemplares del International Geographic, publicados en 1888, y una página manuscrita de Charles Darwin, que el director de la revista había conseguido milagrosamente en un anticuario de Londres. El rey agradeció y a su vez les ofreció un libro envuelto en un paño. Wandgi les había dicho que no debían abrir el paquete; eso era una muestra de impaciencia, sólo aceptable en un niño.
En ese momento un funcionario anunció la llegada de Judit Kinski. Los miembros de la expedición del International Geographic comprendieron por qué no la habían visto en el hotel esa mañana: la mujer era huésped en el palacio real. Saludó con una inclinación de cabeza y tomó lugar en el suelo, junto a los demás extranjeros. Llevaba un vestido sencillo, su mismo bolso de cuero, del cual aparentemente jamás se separaba, y una ancha pulsera africana de hueso tallado como único adorno.
En ese instante Tschewang, el leopardo real, que permanecía quieto, pero atento, dio un salto y se plantó delante de Alexander, con el hocico recogido en una mueca amenazadora, que dejaba a la vista cada uno de sus afilados colmillos. Todos los presentes se quedaron inmóviles y dos guardias hicieron ademán de intervenir, pero el rey los detuvo con un gesto y llamó a la bestia. El leopardo se volvió hacia su amo, pero no le obedeció.