La escritora atendió a Nadia como a una princesa, mientras repetía para sus adentros que ya habría tiempo más adelante para apretarle las clavijas. La paseó por todas partes, la llevó a tomar té al hotel Plaza, a andar en coche con caballos en Central Park, a la cumbre de los rascacielos, a la Estatua de la Libertad. Tuvo que enseñarle a tomar un ascensor, a subir en una escalera mecánica y usar las puertas giratorias. También fueron al teatro y al cine, experiencias que Nadia nunca había tenido; pero lo que más le impresionó fue el hielo de una cancha de patinaje. Acostumbrada al trópico, no se cansaba de admirar el frío y la blancura del hielo.
– Pronto te aburrirás de ver hielo y nieve, porque pienso llevarte conmigo al Himalaya -le dijo Kate Cold.
– ¿Dónde queda eso?
– Al otro lado del mundo. Necesitarás buenos zapatos, ropa gruesa, un chaquetón impermeable.
La escritora consideró que llevar a Nadia al Reino del Dragón de Oro era una idea estupenda, así la muchacha vería más mundo. Le compró ropa abrigada y zapatos adecuados, también una parka de bebé para Borobá y una bolsa de viaje especial para mascotas. Era un maletín negro con una malla que permitía que entrara el aire y ver hacia afuera. Estaba acolchado con una suave piel de cordero y contaba con un dispositivo para el agua y la comida. También adquirió pañales. No fue fácil ponérselos al mono, a pesar de las largas explicaciones de Nadia en el idioma que compartía con el animal. Por primera vez en su plácida existencia Borobá mordió a un ser humano. Kate Cold anduvo con un vendaje en el brazo por una semana, pero el mono aprendió a hacer sus necesidades en el pañal, lo cual resultaba indispensable en un viaje largo como el que planeaban.
Kate no le había dicho a Nadia que Alexander se reuniría con ellos en el aeropuerto. Quiso que fuera una sorpresa para los dos.
Al poco rato llegaron al salón de la aerolínea Timothy Bruce y Joel González. Los fotógrafos no habían visto a la escritora ni a los chicos desde el viaje al Amazonas. Los abrazaron efusivamente, mientras Borobá saltaba de la cabeza de uno a la del otro, encantado de reencontrarse con sus antiguos amigos.
Joel González se levantó la camiseta para mostrar con orgullo las huellas del furioso abrazo de la anaconda de varios metros de largo, que estuvo a punto de acabar con su vida en la selva. Le había partido varias costillas y dejado para siempre el pecho hundido. Por su parte, Timothy Bruce se veía casi buenmozo, a pesar de su larga cara de caballo, y al ser interrogado por la implacable Kate confesó que se había arreglado la dentadura. En vez de los grandes dientes amarillos y torcidos que antes le impedían cerrar la boca, ahora lucía una sonrisa resplandeciente.
A las ocho de la noche se embarcaron los cinco rumbo a India. El vuelo era eterno, pero a Alexander y Nadia se les hizo corto: tenían mucho que contarse. Comprobaron aliviados que Borobá iba tranquilo, acurrucado sobre la piel de cordero como un bebé. Mientras el resto de los pasajeros intentaba dormir en los estrechos asientos, ellos se entretuvieron conversando y viendo películas.
A Timothy Bruce apenas le cabían sus largas extremidades en el reducido espacio de su asiento y cada tanto se levantaba para hacer ejercicios de yoga en el pasillo; así evitaba los calambres. Joel González iba más cómodo, porque era bajo y delgado. Kate Cold tenía su propio sistema para los viajes largos: tomaba dos pastillas para dormir con varios tragos de vodka. El efecto era el de un garrotazo en el cráneo.
– Si hay un terrorista con una bomba en el avión, no me despierten -los instruyó antes de taparse hasta la frente con una manta y enrollarse como un camarón en su asiento.
Tres filas detrás de Nadia y Alexander viajaba un hombre con el cabello largo y peinado con docenas de trenzas delgadas, que a su vez iban atadas atrás con una tira de cuero. Al cuello llevaba un collar de cuentas y sobre el pecho una bolsita de gamuza que colgaba de una tira negra. Vestía vaqueros desteñidos, gastadas botas con tacones y un sombrero tejano, que usaba caído sobre la frente y que, tal como comprobaron más tarde, no se quitó ni para dormir. A los muchachos les pareció que ya no tenía edad para vestirse de esa manera.
– Debe ser un músico pop -anotó Alexander.
Nadia no sabía qué era eso y Alexander decidió que resultaba muy difícil explicárselo. Se prometió que a la primera oportunidad impartiría a su amiga los conocimientos elementales de música popular que cualquier adolescente que se respete debe tener.
Calcularon que el extraño hippie debía tener más de cuarenta años, a juzgar por las arrugas en torno a los ojos y la boca, que marcaban su rostro muy tostado. Lo que se veía de su cabello atado en la cola era de un color gris acero. En todo caso, cualquiera que fuese su edad, el hombre parecía en muy buena forma física. Lo habían visto primero en el aeropuerto de Nueva York, cargando una bolsa de lona y un saco de dormir atado con un cinturón que se colgaba al hombro. Luego lo vislumbraron dormitando con el sombrero puesto en un asiento del aeropuerto de Londres, mientras esperaba su vuelo, y ahora lo encontraban en el mismo avión rumbo a India. Lo saludaron de lejos.
Apenas el piloto quitó la señal de permanecer con el cinturón de seguridad, el hombre dio unos pasos por el pasillo, estirando los músculos. Se acercó a Nadia y Alexander y les sonrió. Por primera vez notaron que sus ojos eran de un azul muy claro, inexpresivos, como los de una persona hipnotizada. Su sonrisa movilizaba las arrugas de la cara, pero no pasaba de los labios. Los ojos parecían muertos. El desconocido preguntó a Nadia qué llevaba en la bolsa sobre sus rodillas y ella le mostró a Borobá. La sonrisa del hombre se convirtió en carcajada al ver al mono con pañales.
– Me dicen Tex Armadillo, por las botas, ¿saben? Son de cuero de armadillo -se presentó.
– Nadia Santos, del Brasil -dijo la niña. -Alexander Cold, de California.
– Noté que ustedes llevan una guía turística del Reino Prohibido. Los vi estudiándola en el aeropuerto.
– Para allá vamos -le informó Alexander.
– Muy pocos turistas visitan ese país. Entiendo que sólo admiten un centenar de extranjeros al año -dijo Tex Armadillo.
– Vamos con un grupo del International Geographic. -¿Cierto? Parecen demasiado jóvenes para trabajar en esa revista -comentó irónico.
– Cierto -replicó Alexander, decidido a no dar demasiadas explicaciones.
– Mis planes son los mismos, pero no sé si en India conseguiré una visa. En el Reino del Dragón de Oro no tienen simpatía por los hippies como yo. Creen que vamos nada más que por las drogas.
– ¿Hay muchas drogas? -preguntó Alexander.
– La marijuana y el opio crecen salvajes por todas partes, es cosa de llegar y cosecharlos. Muy conveniente.
– Debe ser un problema muy grave -comentó Alexander, extrañado de que su abuela no se lo hubiera mencionado.
– No es ningún problema. Allí sólo se usan para fines medicinales. No saben el tesoro que tienen. ¿Se imaginan el negocio que sería exportarlos? -dijo Tex Armadillo.
– Me imagino -contestó Alexander. No le gustaba el giro de la conversación y tampoco le gustaba ese hombre de ojos muertos.