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La misma semana que firmé el contrato de la FRT, me mudé a la ciudad. Aunque podría haberme puesto a buscar casa con facilidad, una nueva y elemental precaución me frenó. Nada de decisiones rápidas. Nada de quedarme la primera cosa maravillosa que me ofrecieran. Nada de creer en la ardiente incandescencia del éxito. Así que, en lugar de un gran loft minimalista o una mansión de Brentwood de súper nuevo rico, alquilé una casa moderna y agradable en una urbanización moderna y agradable de Santa Mónica. Tres mil dólares al mes. Dos dormitorios. Bonita y luminosa. Perfectamente asequible para mí. Sensata.

Y cuando tuve que elegir el indispensable símbolo totémico de Los Ángeles, es decir, el coche, decidí quedarme con mi desvencijado Volkswagen Golf. El primer día que me presenté en la FRT a trabajar, llegué justo detrás del Mercedes descapotable de Brad Bruce. Miró muy divertido.

– A ver si lo adivino -dijo-. Has vuelto a la universidad y tienes la guantera llena de cintas de Crosby, Stills y Nash.

– Me ha servido muy bien en Meredith. Así que creo que puede servirme también aquí.

Brad Bruce sonrió con complicidad, como si dijera: «Vale, si quieres juega a hacerte el pobre un poco más, pero verás lo pronto que te pones al día. Porque eso es lo que se espera de ti».

Yo sabía que tenía razón. Algún día me desharía de mi cafetera. Pero sólo cuando no arrancara por las mañanas.

– ¿Preparado para el gran regreso? -preguntó Brad.

– Sí, claro -dije.

Cuando entré en la oficina de producción de Te vendo, todo el personal se puso de pie y aplaudió. Tragué saliva y sentí que me escocían los ojos. Cuando la ovación se acalló, hice lo que se esperaba de mí: una bromita.

– Deberían despedirme más a menudo. Gracias por tan extraordinario recibimiento. Ninguno de vosotros está a la altura de esta industria, sois demasiado buenas personas.

Después me refugié en mi despacho. Mi mesa seguía allí. Como mi silla Herman Miller. La ajusté a mi altura y me senté. Me recosté en el respaldo y pensé: «Éste sí es un sitio que no esperaba volver a ver».

Al poco rato, Jennifer, mi antigua ayudante, llamó a la puerta.

– Ah, hola -dije amablemente, pero de una forma que dejaba claro que no había olvidado cómo me había tratado el día que me habían despedido.

– ¿Puedo pasar? -preguntó, hecha un manojo de nervios.

– Trabajas aquí. Por supuesto que puedes.

– David… Señor Armitage…

– David está bien. Me alegro de ver que no te despidieron, después de todo.

– Tuve un golpe de suerte a última hora, cuando otra ayudante decidió marcharse. Oye, David, ¿me perdonarás algún día por cómo…?

– Entonces era entonces y ahora es ahora. Me gustaría un café doble, por favor.

– En seguida -dijo, manifiestamente aliviada-. Y también te traeré la lista de llamadas de inmediato.

Como siempre. En la lista sobresalían dos nombres: Sally Birmingham y Bobby Barra. Sally me había llamado una vez la semana anterior. Bobby, por su parte, había llamado dos veces al día durante los últimos cuatro. Según Jennifer, había suplicado que le dieran el teléfono de mi casa. Y cada vez dejaba el mismo mensaje: «Dígale que tengo buenas noticias».

Cuando me lo dijo, supe que la mano de Fleck estaría detrás de cualquier buena noticia que Bobby tuviera que darme.

Aun así estuve una semana sin responder a sus llamadas, sólo para dejar claro que no pensaba dejarme ablandar tan fácilmente.

Finalmente capitulé.

– De acuerdo -le dije a Jennifer cuando me dijo que Bobby estaba en la línea uno por tercera vez aquel día-: Pásamelo.

En cuanto dije «hola», Bobby se lanzó a hablar como una tromba.

– Tú sí sabes hacer sufrir a un tío -comentó.

– Eso está bien, viniendo de ti.

– Eh, fuiste tú el que se puso como un loco…

– Y tú me dijiste que no volverías a hacer negocios conmigo. ¿Por qué no nos mandamos el uno al otro a paseo y lo dejamos así?

– Uau, míralo cómo se pone. Ya vuelve a estar arriba y vuelve a tratar a las personas ordinarias como mierda.

– No te estoy tratando como una mierda, Bobby. Aunque seas un mierda asqueroso y falso.

– Y yo que llamaba para darte una estupenda noticia.

– Adelante -dije, con aburrimiento.

– ¿Recuerdas aquellos diez mil que me dejaste en la cuenta?

– Yo no dejé nada en la cuenta, Bobby. Cuando cerré la cuenta…

– Olvidaste unos diez mil dólares.

– Qué tontería.

– David, voy a repetírtelo: «Olvidaste unos diez mil dólares». ¿Te queda claro?

– Ya. ¿Y se puede saber adónde han ido a parar esos «olvidados» diez mil dólares?

– Te compré una pequeña pero significativa participación en una punto.com venezolana y, mira por dónde, las acciones subieron cincuenta puntos y…

– ¿Por qué me cuentas esta historia absurda?

– No es absurda. Ahora tienes quinientos mil dólares otra vez en la cuenta con Barra y Asociados. Precisamente hoy iba a mandarte un estado de cuentas y otro a tu contable.

– ¿Piensas de verdad que me lo voy a tragar?

– El dinero está ahí, joder, David. A tu nombre.

– Eso me lo creo. Pero ¿ese rollo de la OPI venezolana? ¿No podrías inventarte algo mejor?

Un silencio. Después me preguntó:

– ¿Es importante saber por qué camino ha llegado el dinero a tu cuenta?

– Sólo quiero que admitas…

– ¿Qué?

– Que te pidió que me la jugaras.

– ¿Quién?

– Sabes perfectamente de quién hablo.

– Yo no hablo de otros clientes.

– No es cliente tuyo. Es el puto Dios…

– Y a veces Dios es bueno. O sea que deja ya de hacerte el santurrón, sobre todo cuando Dios te acaba de pagar diez millones por cuatro viejos guiones que se estaban infectando de pie de atleta en tu cajón de los calcetines. Y, ya puestos, felicítame por haberte hecho ganar doscientos cincuenta mil dólares respecto a lo que tenías cuando te hundiste.

Suspiré y dije:

– No sé qué decir. Eres un genio, Bobby.

– Me lo tomaré como un cumplido. A ver, ¿qué quieres que haga con la pasta?

– Interpreto: ¿cómo quiero que lo inviertas para mí?

– A eso me refería.

– ¿Qué te hace pensar que sigo queriéndote como agente de bolsa?

– Porque sabes que siempre te he hecho ganar dinero.

Lo medité un momento.

– Descontando la comisión de Alison y Hacienda, todavía me quedarán unos cinco millones del pago de Fleck.

– He hecho mis cálculos, sí.

– ¿Qué te parece si te digo que quiero poner esos cinco millones, junto con el medio millón que tú me has hecho ganar, en un fondo de inversión?

– Sí, gestionamos fondos de inversión. No son la más sexy de las inversiones…

– Pero los fondos no pueden convertirse en una OPI indonesia, así como así, ¿verdad?

Esa vez fue él el que suspiró ruidosamente. Sin embargo, no hizo ninguna observación y dijo:

– Si quieres inversiones seguras, acorazadas…, es lo más fácil del mundo.

– Es exactamente lo que quiero: ultraseguras. Sólidas como una roca. Y que estén a nombre de Caitlin Armitage.

– Muy bonito -dijo Bobby-. Me parece bien.

– Qué bien, me alegro. Y ya puesto, dale las gracias a Fleck de mi parte.

– No te he oído.

– ¿Ahora te estás volviendo sordo?

– ¿No lo habías notado? Estamos en plena decadencia. Creo que se le llama vida. Por eso, amigo mío, es mejor mantener una actitud irónica en todo momento, sobre todo en los malos tiempos.

– Eres un filósofo de pena. Cuánto te he echado de menos, Bobby.

– Lo mismo digo, David…, no te imaginas. ¿Almorzamos la semana que viene?

– Supongo que no hay forma de evitarlo.

Pero sí seguí evitando las llamadas de Sally. No es que fuera tan insistente como Bobby, pero su nombre siguió apareciendo en mi lista de llamadas una vez a la semana durante las tres primeras que estuve trabajando. Un día me llegó una carta con el membrete de la Fox:

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