Me interrumpió.
– ¿Que yo qué? -exclamó.
– Usted organizó mi ruina…
– ¿En serio? -dijo, como si le divirtiera-. ¿De verdad lo crees?
– Lo sé.
– Qué halagador. Pero deja que te pregunte, David: ¿te pedí yo que dejaras a tu esposa y a tu hija? ¿Te obligué yo a venir a la isla? ¿Te puse una pistola en la cabeza para que me vendieras tu guión, aunque no soportabas lo que yo quería hacer con él? Y, cuando ese detestable MacAnna te acusó de haber tomado involuntariamente un par de líneas de una vieja obra, ¿te dije yo que fueras a romperle la cara?
– Ésa no es la cuestión: usted puso en marcha esa maquinación contra mí…
– No, David, lo hiciste tú solo. Te largaste con la señorita Birmingham. Aceptaste mi hospitalidad. Estabas dispuesto a embolsarte el millón cuatrocientos mil dólares que te ofrecí por la película. Te liaste a puñetazos con ese repugnante periodista. Y, por supuesto, te enamoraste de mi esposa. Yo no tuve nada que ver en eso, David. Esas decisiones las tomaste tú solo.
– Pero usted me ha tratado como a un peón en un juego enfermizo de…
– No he jugado a nada contigo, David. Simplemente has sido víctima de tus decisiones. La vida es así, ya lo sabes. Elegimos, y nuestras circunstancias cambian por esas decisiones. Se le llama causa-efecto. Y cuando suceden cosas desagradables después de las malas decisiones que quizás hemos tomado, nos gusta culpar a las fuerzas exteriores, y a las acciones malvadas de los demás, aunque, en última instancia, no podamos culpar a nadie más que a nosotros mismos.
– Admiro su amoralidad, señor Fleck. Es pasmosa.
– Como yo admiro tu rechazo a reconocer la situación.
– ¿Qué es cuál?
– Tú mismo te lo buscaste. Te metiste en la…
– ¿La trampa que me había preparado?
– No, David…, la trampa te la preparaste tú. Lo que, evidentemente, te vuelve más humano. Porque siempre nos estamos tendiendo trampas. Creo que se le llama dudas. Y de lo que más dudamos en la vida es de la persona que somos.
– ¿Qué sabrá usted de las dudas?
– Oh, te sorprendería. El dinero no pone fin a las dudas. De hecho, las intensifica.
Se levantó.
– Ahora debo…
Le interrumpí.
– Quiero a su esposa.
– Felicidades. Yo también la quiero.
Se volvió y fue hacia la puerta. Mientras la abría, se volvió a mirarme y dijo:
– Nos veremos en el cine, David.
Y se marchó.
Aquella tarde, de camino al aeropuerto Kennedy, dejé dos mensajes en el contestador de Martha, suplicándole que me llamara. Cuando llegué a Los Ángeles siete horas después, había una docena de mensajes de ex colegas y amigos, felicitándome por mi aparición en televisión. Pero el único mensaje que esperaba -el suyo- no estaba.
Cogí mi coche y puse rumbo a la costa. Me eché en la cama, abrí Los Angeles Times y encontré un largo artículo en su sección de «Arte», titulado: «Theo MacAnna y el arte del periodismo vengativo». La historia estaba muy bien construida, muy bien contrastada, y esencialmente era una exposición completa de los métodos estalinistas de MacAnna; sus devaneos con la aniquilación de personajes; su necesidad de destruir carreras. También incluía algunos detalles personales interesantes: como que iba por ahí diciendo a todo el mundo que estaba licenciado en el Trinity College de Dublin, cuando apenas había terminado el instituto. O que había abandonado a dos mujeres, una en Bristol y otra en Glasgow (donde colaboraba en periódicos locales antes de emigrar a Estados Unidos) después de dejarlas embarazadas a las dos, y que se había negado a pagar la pensión de sus hijos. Volvía a salir todo el asunto de cómo le habían despedido de su trabajo como guionista en la NBC, así como un hecho poco conocido: un año más o menos antes de que Te vendo llegara a la pantalla, había presentado una idea (que no llegó a ninguna parte) para una serie ambientada en una agencia de publicidad. La conclusión: no era de extrañar que tuviera un agravio contra David Armitage y el éxito abrumador de su programa.
Un día después de que apareciera ese artículo, Theo MacAnna desapareció de escena. Hollywood Legit anunció que su columna ya no aparecería más, y aunque alguno de sus colegas periodistas intentó localizarle (para que respondiera al artículo de Los Angeles Times), no hubo forma de encontrarle.
– Se rumorea que ha vuelto a Inglaterra. O eso es lo que dice mi investigador. ¿Sabes qué más me ha dicho? Según los estados de cuentas de MacAnna, recibió un millón la semana pasada de Lubitsch Holdings. Y ya puedes imaginarte la clase de trato que Fleck le ha propuesto: tú te la cargas, tú te quedas sin reputación, tú te largas de la ciudad a toda prisa y no vuelves nunca más, tú cobras un millón de dólares.
– ¿Cómo lo hace tu pies planos para saber esas cosas?
– No se lo pregunto. Y ya no trabaja para mí. Desde hoy, está fuera del caso. Porque el caso está cerrado. Ah, por cierto, el contrato por tus cuatro guiones de Fleck Films ha llegado hoy. Diez millones. Contantes y sonantes.
– Aunque no piensa rodar ninguno de ellos.
– A excepción de Nosotros, los veteranos.
– A mí me dijo que la anularía.
– Sí, pero eso lo dijo después de que le tendieras la trampa en Today. Creo que su esposa le ha convencido de lo contrario.
– ¿Qué quieres decir?
– Hay un artículo en la página tres del Daily Variety de hoy, que anuncia que Nosotros, los veteranos empezará a rodarse dentro de seis semanas, y que la esposa de Fleck, Martha, será la productora de la película. Por lo que parece, Martha es una admiradora tuya.
– No tenía ni idea.
– Bueno, ¿qué más da si le gustas o no a la señora? Van a hacer tu película. Es una buena noticia.
Las buenas noticias no paraban de llegar. Una semana después, recibí una llamada de Brad Bruce.
– Espero que todavía estés dispuesto a hablar conmigo -dijo.
– No te culpo de nada, Brad.
– Eres más generoso de lo que sería yo dadas las circunstancias. Pero gracias. ¿Cómo va todo, David?
– En comparación con los últimos seis meses, bastante mejor.
– ¿Sigues en esa casita de la costa donde me dijo Alison que vivías?
– Si. Trabajando los últimos quince días en la librería del pueblo.
– ¿Has estado trabajando en una librería?
– Tenía que comer.
– Lo entiendo. Pero ahora que has sacado diez millones con ese trato con Phil Fleck…
– Sigo trabajando en la librería cinco días más.
– Bien, bien. Admirable en realidad, pero vas a volver a Los Ángeles, ¿verdad?
– Es donde está el dinero, ¿no?
Se echó a reír.
– Me alegro de ver que todavía te quedan respuestas ingeniosas y rápidas.
– ¿Cómo va la nueva temporada de la serie?
– Bueno…, te llamaba precisamente por eso. Cuando te marchaste, pusimos a Dick LaTouche a cargo de la edición general del guión. Y tenemos seis de los episodios de la nueva temporada. Pero si te soy sincero, los jefazos no están nada contentos. Les falta agudeza, brío, la ironía que le dabas tú a la serie.
No dije nada.
– O sea que queríamos saber si…
Una semana después, firmé un contrato con la FRT, para volver a trabajar en Te vendo. Escribiría cuatro de los últimos ocho episodios. Volvería a encargarme de la supervisión general del guión (y acepté que mi primera tarea sería mejorar los primeros seis episodios de la nueva temporada). La deuda que presuntamente les debía por el episodio discutido de la temporada anterior se anuló inmediatamente. Se me devolvió mi bonificación por «Creado por…», además de mi despacho, mi plaza de aparcamiento, mi seguro médico y -por encima de todo- mi credibilidad. Porque en cuanto se anunció en el sector el contrato con la FRT -por más de un millón trescientos mil dólares-, todos querían volver a ser amigos míos. La Warner llamó a Alison pare decirle que pensaban volver a poner en marcha Romper y entrar (y, naturalmente, aquella tontería del primer pago de los honorarios por el primer borrador…, dile al señor Armitage que se quede el cambio). Me llamaron viejos conocidos del trabajo. Un par de colegas me invitaron a almorzar. Y no, no pensé para mis adentros: «Sí, claro, pero ¿dónde estaban cuando les necesitaba?». Porque no es así cómo funciona este negocio. Estás arriba, estás abajo. Estás o no estás. Estás de moda o no lo estás. En ese sentido, Hollywood era una construcción darwiniana pura. A diferencia de otras ciudades -que disimulaban la misma vena despiadada bajo una elaborada capa de abogados, cortesía y afectación intelectual- allí se funcionaba con una premisa sencilla: «Me interesas mientras puedas hacer algo por mí». Para mucha gente, aquélla era la superficialidad de Los Ángeles. Pero yo admiraba el despiadado pragmatismo de su forma de ver el mundo. Sabías con quién estabas jugando. Conocías las reglas del juego.