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Hasta varios días después de la fiesta de Midsommar Mikael no se puso al volante del Volvo para enfilar la autopista E4 en dirección norte. Nunca le había gustado correr con el coche, así que condujo sin prisas. Justo antes del puente de Härnösand, paró y se tomó café en la pastelería de Vesterlund.

La siguiente parada fue Umeå, donde entró en un bar de carretera para comer. Compró una guía de carreteras y continuó hasta Skellefteå, donde tomó el desvío de la izquierda hacia Norsjö. Llegó a las seis de la tarde y se alojó en el hotel Norsjö.

Al día siguiente, a primera hora de la mañana, empezó su búsqueda. La carpintería de Norsjö no figuraba en el listín telefónico. La recepcionista de ese hotel polar, una chica de unos veinte años, no había oído hablar jamás de la empresa.

– ¿A quién se lo podría preguntar?

Por un momento pareció desconcertada, hasta que se le iluminó la cara y dijo que iba a llamar a su padre. Dos minutos después regresó y le comunicó que la carpintería se había cerrado a principios de los años ochenta. No obstante, si Mikael necesitaba hablar con alguien que supiera más de la empresa, debía dirigirse a un tal Burman, quien trabajó allí como encargado y ahora vivía en una calle llamada Solvändan.

Norsjö era un pequeño pueblo que contaba con una calle principal, muy acertadamente bautizada como Storgatan [“la calle mayor”], la cual se extendía por todo el pueblo, flanqueada por tiendas y calles perpendiculares con bloques de apartamentos. En la entrada este había una pequeña zona industrial y unos establos; en la salida oeste se alzaba una iglesia de madera de una insólita belleza. Mikael advirtió que la población también contaba con una iglesia de los Misioneros y otra pentecostal. En el tablón de anuncios de delante de la estación de autobuses un cartel promocionaba un museo de caza y otro de esquiadores de fondo. Por su parte, un viejo póster anunciaba que Veronika había cantado allí en la fiesta de Midsommar. Mikael recorrió el pueblo andando, de punta a punta, en poco más de veinte minutos.

La calle de Solvändan, situada a unos cinco minutos del hotel, estaba flanqueada en su totalidad por chalés. Cuando llamó al timbre, no abrió nadie. Eran las nueve y media de la mañana y Mikael supuso que el tal Burman se encontraría en el trabajo o que, si era pensionista, habría salido a realizar alguna gestión.

La siguiente parada fue la ferretería de Storgatan. Si vives en Norsjö, tarde o temprano acabas visitando la ferretería, razonó Mikael. En la tienda había dos dependientes; Mikael eligió al que le parecía mayor, de unos cincuenta años.

– Hola, estoy buscando a una pareja que probablemente viviera aquí, en Norsjö, en los años sesenta. Es posible que el hombre trabajara en la carpintería de Norsjö. No sé cómo se llaman, pero tengo dos fotografías hechas en 1966.

El dependiente pasó un buen rato estudiando las fotos, pero al final negó con la cabeza lamentando no reconocer ni al hombre ni a la mujer.

A la hora de comer, Mikael se tomó un perrito caliente en el quiosco de comida rápida, junto a la estación de autobuses. Había dejado atrás las tiendas y pasado por las oficinas del Ayuntamiento, por la biblioteca y por la farmacia. En la comisaría de policía no había nadie; ya en la calle, Mikael empezó a preguntar al azar a la gente mayor. Sobre las dos de la tarde dos mujeres jóvenes que, lógicamente, no reconocieron a la pareja de la foto, le dieron, sin embargo, una buena idea.

– Si la foto está hecha en 1966, esas personas tendrán, en la actualidad, unos sesenta años por lo menos. ¿Por qué no te acercas a la residencia de Solbacka y preguntas allí?

En la recepción de la residencia, Mikael se presentó a una mujer de unos treinta años y le explicó el tema. Ella le lanzó una mirada llena de desconfianza, pero al final se dejó convencer. Acompañó a Mikael al cuarto de estar, donde, durante una media hora, mostró las fotos a una gran cantidad de ancianos de diversa edad, pero todos mayores de setenta años. Fueron muy amables, aunque ninguno de ellos pudo identificar a las personas fotografiadas en Hedestad en 1966.

Hacia las cinco volvió de nuevo a Solvändan y llamó a la puerta de Burman. Esta vez corrió mejor suerte. Los Burman, tanto el señor como la señora, eran pensionistas y habían pasado el día fuera. Lo invitaron a entrar en la cocina, donde la mujer se puso de inmediato a preparar café, mientras Mikael explicaba el motivo de su visita. Igual que en los anteriores intentos de ese día, no hubo suerte. Burman se rascó la cabeza, encendió una pipa y al cabo de un rato constató que no conocía a las personas de la foto. La pareja hablaba un dialecto de Norsjö tan cerrado que, a ratos, le costaba mucho entenderlos. Ella empleaba palabras como knövelhära para referirse al pelo rizado.

– Pero tienes razón, se trata de una pegatina de la carpintería -comentó el marido-. Has sido muy astuto al reconocerla. El problema es que las repartíamos a diestro y siniestro. A transportistas, a gente que compraba o entregaba madera, a reparadores, a maquinistas y a muchos otros.

– Encontrar a esta pareja está resultando más complicado de lo que me figuraba.

– ¿Por qué los buscas?

Mikael había decidido decir la verdad si alguien le preguntaba. Cualquier intento de inventar una historia alrededor de la pareja de la foto sólo sonaría a inverosímil y crearía confusión.

– Es una larga historia. Investigo un crimen que tuvo lugar en Hedestad en 1966 y creo que hay una posibilidad, aunque sea minúscula, de que las personas de la foto puedan haber visto lo que ocurrió. No son en absoluto sospechosos, ni conscientes, seguramente, de que tal vez posean la información que puede resolver este caso.

– ¿Un crimen? ¿Qué tipo de crimen?

– Lo siento, pero no puedo revelar más datos. Comprendo lo misterioso que resulta que alguien aparezca, después de casi cuarenta años, buscando a estas personas, pero el crimen sigue sin resolverse. Y estas nuevas pistas han salido a la luz hace muy poco.

– Entiendo. Bueno, la verdad es que tienes entre manos un asunto bastante extraño.

– ¿Cuánta gente trabajaba en la carpintería?

– Normalmente, la plantilla estaba formada por cuarenta personas. Yo trabajé allí desde que tenía diecisiete años, a mediados de la década de los cincuenta, hasta que se cerró la carpintería. Luego me hice transportista.

Burman reflexionó un rato.

– Lo que sí te puedo decir es que el chaval de la fotografía nunca trabajó en la carpintería. Quizá fuera transportista, pero creo que en tal caso le reconocería. Claro que también existe otra posibilidad: puede que su padre o algún otro familiar trabajara en la carpintería y que el coche no fuera suyo.

Mikael asintió.

– Es verdad que hay muchas posibilidades. ¿Se te ocurre con quién podría hablar?

– Sí -dijo Burman, asintiendo-. Pásate mañana por la mañana: daremos una vuelta y charlaremos con algunos compañeros.

Lisbeth Salander se encontraba ante un problema metodológico de cierta importancia. Era experta en sacar información sobre quien fuera, pero su punto de partida siempre había sido un nombre y el número de identificación personal de alguien vivo. Si el individuo en cuestión aparecía en algún registro informático -donde necesariamente figuraba todo el mundo-, la presa caería de inmediato en su telaraña. Si tenía un ordenador conectado a Internet, una dirección de correo electrónico o, incluso, quizá, una página web propia -como casi todas las personas que eran objeto de las investigaciones especiales de Lisbeth Salander-, podía revelar sus secretos más íntimos.

El trabajo que le había encargado Mikael Blomkvist era completamente diferente. Ahora la tarea consistía, sencillamente, en intentar averiguar cuatro números de identificación personal partiendo de unos datos extremadamente pobres. Además, esas mujeres vivieron hacía varias décadas; lo más probable es que no constaran en ningún registro informático.

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